Se acaba el año, pero no la vida. Para quien recibe salarios extras y dispone de condiciones, aparece el peligro de la voracidad: cenas pantagruélicas, mucha cerveza en la playa, el churrasco crepitando en la finca o en el lugar de vacaciones, una tristeza en el alma cuando el cuerpo se amodorra harto de comida, como si el placer se redujera a un ejercicio compulsivo de ingestión y congestión. ¡Qué exhaustivamente iguales somos!

En el cambio de año conducimos rebosantes carritos de supermercado, asistimos en la tele a la retrospectiva de los últimos doce meses en nuestro país y en el mundo, recordamos que nuestros deportistas nos llenaron de orgullo con las medallas conquistadas en el exterior, y tostamos la piel junto al mar o a la orilla de la piscina.

Caminamos sobre el hilo de la navaja. Por un lado, la calidad total que, nipónicamente, pretende enseñarnos a trabajar más por menos, como si debiésemos acompañar el ritmo de los equipamientos electrónicos. De seres humanos somos gentilmente reducidos a piezas de engranaje. Ya no se trata sólo de vestir la camisa de la empresa sino de nacer con la piel tatuada con su logotipo.

Por otro lado, la resistencia a tanta presión consumista, en búsqueda de alternativas para una mejor calidad de vida. Una alimentación saludable, ejercicios aeróbicos, leer a los clásicos, practicar la meditación, librarse de toda tentación de ostentar riquezas y participar en alguna causa humanitaria. Mientras el sistema nos empuja hacia el lado de fuera -modas, status, funciones de poder, etc.- algo más profundo en nosotros mismos nos induce al lado de dentro: rescatar la capacidad de amar, reaprender la ternura, respetar al semejante en su suprema dignidad humana.

Al contrario de los orientales, somos una civilización ruidosa. Hablamos atropelladamente, pasamos horas al teléfono (ejecutivo es un celular del que un hombre está colgado por la oreja), nos mantenemos pegados a la televisión, a la radio o al aparato de sonido, como si, ante el silencio, temiésemos mirar la propia cara interior. Claro, el mercado no ofrece silencio, porque caería el consumo. Se hacen ejercicios con el cuerpo pero no con el espíritu. Sin embargo la vida enseña que la felicidad emana de la intimidad.

No hay otra fuente. Puede haber placer en la apropiación, alegría en el encuentro, júbilo en una buena sorpresa. Pero felicidad, como profundo deleite del espíritu, sólo en la intimidad amorosa, en la oración sin imágenes ni palabras, en la contemplación de lo bello, en la acogida del ser querido, en la entrega al misterio, en la eternización subjetiva de un momento, en la poesía de una caricia, de un gesto, de una palabra que trae en sí misma plenitud. Ausencia de deseos; tan sólo dejarse absorber por el esplendor de una paz que o viene como brisa suave o sopla como viento fuerte y asustador.

Si tuviéramos un poco más de sabiduría haríamos de la fiesta de fin de año un balance personal, contracción y descontracción, sístole y diástole, en la alegría del año nuevo que irrumpe y de los nuevos hombres y mujeres que se proponen no ahogar los sentimientos, no jugar con el próximo, no discriminar a los subalternos, no omitir la solidaridad con las causas sociales. Quizás hasta cambiar la fiesta por la visita a las víctimas del sida, el champán por una canasta básica a la familia de la limpiadora, los fuegos ratifícales por una oración en familia. ¿Por qué seguir los modelitos canonizados por los medios de comunicación hedonistas, si eso no nos enriquece como seres humanos?

Renazca el día 1º de enero. Para nacer de nuevo, como le dijo Jesús a Nicodemo, no es preciso regresar al vientre materno. Basta dar oídos a la propia intuición, actuar con humildad y sintonizar con el Transcendente. En la radical disposición del “de ahora en adelante” no se deje consumir como una papilla comida por los bordes.

Traducción: José Luis Burguet.