Quien lo posee se siente introducido en el paraíso terrestre. Quien sufre para obtenerlo, se siente en el purgatorio. Y quien carece de él, en el infierno, marginado por la pobreza y condenado al papel de los que padecen bajo el peso sísifo de las deudas.

No es fácil para la familia, la escuela y la religión el inculcar en niños y jóvenes valores éticos en una sociedad que da culto al dinero y a quien lo ostenta. Las instituciones que lo administran -bancos y bolsas de valores- son catedrales estilizadas, cuyas capillas se desparraman por la ciudad mediante una red de agencias. No se ingresa en ellas si no es poseído por aquella compunción de penitente rumbo al santuario, con la esperanza de bendiciones y curaciones.

La puerta es estrecha, como la de toda senda que lleva a la salvación y a la riqueza. Omnipresente, el ojo electrónico de la divinidad monetaria vigila cada uno de nuestros pasos y gestos. Una vez allá dentro hay que soportar la fila con la devoción de quien saldará sus deudas, compensado por el alivio de quien purga sus pecados, hace ofrendas a Mammón o espera el milagro de ser beneficiado con créditos y préstamos. Y el ritual exige, naturalmente, estar al día con el diezmo y las tasas de los bancos.

Los medios de comunicación exaltan a quien es favorecido por las bendiciones de la fortuna. Y excluye a la turba anónima condenada a la pobreza. Lo que trae el dinero no es sólo el poder mágico de amasar bienes, confort, seguridad y prestigio. Es, sobre todo, poder, la propiedad de imponer su voluntad a los demás. Gente como Bill Gates, que posee millones de dólares imposibles de ser usufructuados aunque volviera durante varias reencarnaciones, no amontonan semejante fortuna por mera avaricia, sino porque lo vuelven más poderoso.

La riqueza sustituye hoy a la sangre azul. Antes la nobleza ocupaba la punta de la pirámide social. Ser monarca era cuestión de destino dinástico: se nacía noble. Hoy es el dinero quien entroniza a la persona en el poder y, traspasado de generación en generación, asegura un linaje noble. Basta una oscilación de la Bolsa para derribar reyes y coronar plebeyos. Cualquier arribista sin carácter puede brillar en la sociedad desde el momento en que tiene dinero. "El dinero es el nervio de la vida en una República y quienes aman el dinero constituyen las bases incluso de la República misma", decía ya Poggio Bracciolini en 14287 ("De la avaricia y del lujo").

Este paradigma del mercado, asociado a la apropiación privada de la riqueza, hace que se hable tanto de negocios. Se olvida que el vocablo tiene el sufijo ’ocio’, como indicando no ser saludable el cuidar tanto los negocios sin reservar tiempo para la convivencia familiar, el descanso, el entretenimiento, las amistades y el perfeccionamiento de la vida espiritual.

Sabios ellos, nuestros abuelos consultaban la Biblia al comenzar el día. Sus hijos, el parte metereológico. Hoy se consultan los índices del mercado financiero. La salud personal parece depender más de las aplicaciones rentables que de la disposición física, mental y espiritual. Y la relación con el dinero delimita las relaciones sociales: quien lo tiene se rodea de sus iguales y se aparta de quien lo perdió o nunca lo tuvo. Quebrar implica perder prestigio y amistades. Estar endeudado es, ante los ojos de los demás, haber contraído una enfermedad contagiosa.

Como decía el profesor Milton Santos, no hay un futuro agraciado para una sociedad que cambia los bienes infinitos por los finitos. ¿Cómo enseñar en casa, a las nuevas generaciones, valores que no sean aquellos de los que alardean los operadores de los valores regidos por la Bolsa?

# Alainet