Decía Haya de la Torre que no hay buenas ni malas masas, sino buenos o malos dirigentes. Nuestro modestísimo universo político, intelectual, periodístico, científico, social, nos da una patética demostración de insuficiencia, mediocridad, cobardía y es, en suma, la decepción permanente. No hay líderes porque la gran mayoría claudicó y prefirió el camino fácil y burocrático que el de la forja esforzada de la arquitectura social que reivindica al ser humano, sus ideas y esperanzas en un cuadro nacional.

El peruano vive la decepción permanente. Su sino es la excusa, la veleidad, el casi, jamás la meta, el triunfo, la ambición sana de competencia en buena ley. El atajo traidor, la zancadilla aleve, la trompada subitánea, son más bien parte del menú de comportamiento que se inculca en colegios y universidades. No se hace el esfuerzo, se confecciona la trampa, se acude al timo, se ensalza la imbecilidad que repiten, de generación en generación, millones de hombres y mujeres.

¿Se puede esperar de un pueblo que no conoce los rudimentos más elementales de su historia que reivindique sus derechos en el Mar de Grau lesionados por un país del sur que no ceja en su empeño antiquísimo de expandirse hacia el norte, aunque eso signifique invadir nuevamente al Perú? Aprendamos del que viene de fuera con mayor tecnología y ciencia, pero seamos lo suficientemente hábiles como para superar lo que nos traen como novedades en un mundo ultra-dinámico.

Los tramposos que abundan en ministerios, diarios, televisoras y radios, lanzan la especie a los cuatro vientos que el TLC, tratado de libre comercio, por sí mismo, es una bendición porque vamos a “exportar más”. ¿El común de los peruanos o un grupúsculo de empresas cuya riqueza es sólo para una minoría microscópica? Además, ¿sólo exportando desarrollan los países? Sólo idiotas diplomados pueden decir esto, porque en realidad consagran la tesis que sólo nos debemos quedar en el grado primario de la producción y nunca caminar por la apuesta del valor agregado.

A la decepción permanente, hay que oponerle inteligencia militante. Esa que dicta que lo primero que hay que conservar para cualquier cosa es la dignidad de poder negociar con la frente en alto. Sin pertenecer a bufetes de abogángsters que lo único que privilegian es el regalo de lo que no es suyo a través de concesiones y privatizaciones bastante raras.

La inteligencia militante contra la decepción permanente debe ser la piedra de toque, el espoleo y el llamado vigorizante de las nuevas generaciones que tienen que abominar de sus supuestos íconos, figuras viejas y momias que visitan todos los canales diciendo monsergas al por mayor. Raúl Wiener, en artículo recientísimo, acaba de subrayar las enormes contradicciones de una encuesta que otorga no menos de un 30% de simpatía al desmán etnocacerista de Andahuaylas.

Hay que descreer de todo lo actual porque ha comprobado fehacientemente su fracaso. Hay que cuestionar desde dentro y desde abajo una república que sólo sirve a cogollos obesos de dinero. ¡Son sólo cánceres y su ciclo ha terminado!

¡Atentos a la historia; las tribunas aplauden lo que suena bien!

¡Ataquemos al poder; el gobierno lo tiene cualquiera1

¡Hay que romper el pacto infame y tácito de hablar a media voz!