La noticia publicada el pasado 5 de abril por el diario “Ultimas Noticias” de Montevideo, decía que durante las últimas semanas, el secretario de la Presidencia, Gonzalo Fernández: “ha venido manteniendo una serie de reuniones muy reservadas con oficiales del Ejército en actividad y en retiro.” Se explicaba que el objeto de dichos encuentros secretos es el de convencerlos de que deben dar a conocer el destino final de los detenidos desaparecidos asesinados por tortura durante la dictadura.
Las fuentes del matutino señalaban que los encuentros fueron “duros”, pero con respeto”, que -además de solicitar la información- el gobierno “sugirió la posibilidad de que los responsables del caso de la nuera del poeta argentino Juan Gelman sean denunciados ante la Justicia Penal”, y que esa sugerencia” no fue bien recibida por los interlocutores militares, quienes según el periódico “no aceptan que camaradas de armas sean enviados a la justicia penal invocando la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, y por eso “advirtieron sobre las consecuencias políticas e institucionales que ello puede acarrear”.
En qué país estamos viviendo que hay que pedirle “por favor” a los militares que digan lo que hicieron con los desaparecidos? ¿Qué derecho tienen a aceptar o no aceptar ser citados por la Justicia? ¿Cómo se tolera que “adviertan sobre las consecuencias políticas e institucionales que ello puede acarrear”?
En un Estado de derecho, los militares no opinan, no deliberan, no discuten y mucho menos amenazan: simplemente acatan las órdenes del poder civil. En un régimen democrático, el único papel que les cabe a los militares es obedecer y callar.
Entonces: ¿cómo deben leerse estas “negociaciones” para que devuelvan los cuerpos de las víctimas de su terror y para que se presenten a la Justicia si son citados? ¿Es un exceso de gentileza del gobierno del Presidente Vázquez o es que Uruguay vive todavía bajo un régimen de “Democracia Tutelada”?
Mao Tse Tung explicó claramente que el poder nace del fusil, que el ejército es el principal componente del Poder estatal, y que quienquiera que desee tomar el Poder estatal y retenerlo tiene que contar con el ejército. En Uruguay, si es que realmente el pueblo desplazó a la oligarquía en el gobierno, es necesario destruir a las Fuerzas Armadas de la dictadura y construir unas al servicio del pueblo.
Es obvio que esa transformación no puede hacerse por la fuerza. Pero es preocupante que -al parecer- ni siquiera pueda hacerse aplicando lisa y llanamente las leyes vigentes. Claro, en Uruguay el movimiento popular cometió el terrible error de plebiscitar la aplicación o no de la Justicia a los crímenes cometidos por los militares y los policías durante la dictadura (fue algo así como haber plebiscitado la rotación de la tierra).
La Justicia es un valor y un derecho implebiscitable, indiscutible, irrenunciable. Por más que haya sido ratificada en plebiscito, la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado es inconstitucional y contradice toda la legislación internacional sobre derechos humanos. Para estar a tono con el resto del mundo debería derogarse, pero nada indica que eso esté planteado.
¿Qué hacer entonces? Hay que destruir a las Fuerzas Armadas de la dictadura ideológicamente. ¿Cómo? Para comenzar, las organizaciones defensoras de los derechos humanos y el gobierno mismo podrían lanzar una operación mediática para que no haya un sólo ciudadano que ignore las aberraciones y los latrocinios que estos militares hoy tan quisquillosos y sus cómplices civiles cometieron en nombre de la Patria durante los años en los que hicieron uso discrecional de su poder.
Es necesario que se sepa de una vez por todas cómo vaciaron las arcas públicas y los hogares privados, y cómo la mayoría de la oficialidad se enriqueció mediante negociados espurios, coimas, y uso en beneficio propio de la hacienda pública.
La mera difusión masiva de los terribles sufrimientos y las sádicas torturas a las que estos criminales sometieron durante décadas a hombres y mujeres indefensos, bastaría para quitarles el sustento ideológico y la autoridad moral para discutir nada. Es necesario que todo el mundo sepa -por ejemplo- que los militares violaron “por gusto” a mujeres y hombres adultos y adolescentes, muchas veces en forma pública.
En el libro “Memorias del Calabozo” Eleuterio Fernández Huidobro y Mauricio Rosencoff cuentan -por ejemplo- que “hubo violaciones de compañeras a las cuales las estaquearon totalmente desnudas en la plaza de armas y se autorizó a todo el personal a “hacer uso de ellas” pero con la condición de que la violación no fuera por la vagina sino por el ano. Nosotros sentimos el relato de los soldados, contentos, cuando en aquella oportunidad “mojaron”.
Los mismos autores cuentan también el caso de una detenida “que no tenía nada que ver con nada, cuando ya tenía la libertad decretada, cuando ya no se producían más interrogatorios porque tenían el convencimiento de que no tenía nada que ver y no podía poseer información de ningún tipo, la sacaban del calabozo y con el argumento de una revisación, la llevaban a la enfermería para violarla.”
Más de un asesinado fue castrado, para posteriormente introducirle sus propios órganos sexuales en la boca y dejarlo morir desangrándose así...
Hicieron cosas tan terribles que no sólo cuesta contarlas, sino que son difíciles de creer. Pero las hicieron y es necesario que todo el mundo sepa que los detenidos desaparecidos no sólo fueron asesinados, sino que fueron asesinados de la peor manera posible. Estos militares tan “honorables”, ni siquiera tuvieron la decencia, la clemencia, de fusilarlos. No, fueron asesinados mediante tortura, lenta, dolorosa, sádicamente.
Y eso no sólo les sucedió a los 26 hombres y mujeres detenidos desaparecidos en Uruguay, sino también al centenar de uruguayos desaparecidos en Argentina a manos de los cóndores uruguayos (y no de los argentinos).
Por otro lado, se da por sentado que todos los desaparecidos fueron asesinados. Pero hasta que se pruebe que ha sido así, hasta que aparezcan sus cuerpos: esos delitos se siguen cometiendo hoy día y por lo tanto no están amparados en la Ley de Caducidad. Nada impide investigar, juzgar y condenar a los responsables de esos crímenes.
La crónica citada dice que las conversaciones entre los militares y el secretario del Presidente Vázquez fueron “duras” pero “con respeto”. ¿Qué respeto merecen quienes no sólo cometieron, ordenaron, justificaron, toleraron, aceptaron, y/o mantuvieron silencio ante el conocimiento de estas barbaridades, sino que aún hoy día siguen reivindicando esos procederes sin el más mínimo atisbo de autocrítica? ¿Qué hay que negociar con estas bestias y sus herederos ideológicos?
Qué autoridad tienen quienes guardan los cuerpos de sus “enemigos” como trofeo de guerra” o los destruyeron, para “advertir sobre las consecuencias políticas e institucionales” que podrían derivarse de su concurrencia ante la Justicia? ¿Cómo es posible que los representantes del pueblo acepten negociar algo con estas miserias humanas que hasta robaron bebés y además toleren sus amenazas?
Volviendo al principio: si el poder nace del fusil, y los fusiles los siguen teniendo los violadores de los derechos humanos, la forma de revertir la situación es quitarles el sustento ideológico para que los usen, haciendo públicos estos y otros hechos similares.
Es más, como está sucediendo en Chile, es necesario que las propias víctimas superen su vergüenza y den testimonio público de los abusos a los que fueron sometidas. Es necesario difundir todo esto en cadena nacional de radio y televisión, en suplementos especiales distribuidos por todos los medios de prensa, en todas las páginas web del gobierno y de las organizaciones sociales.
Que todo el mundo sepa cómo mancillaron los uniformes de la Patria esta sarta de hipócritas y depravados. Si no puede ser por medio de los fusiles, será por medio de la verdad que seremos libres. Para que nunca más pase lo que pasó, lo único que hay que olvidar es el olvido.
COMCOSUR
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