“Don Quijote”, la primera gran novela de la literatura universal está llegando a los cuatrocientos años. Dividido en dos partes, tuvo la primera su publicación en 1605, cuando Cervantes tenía 57 años. Obtuvo un suceso inesperado.
Traducido al inglés en 1612 y al francés en 1614, la obra atraía a los puertos de las Américas a centenas de lectores ávidos para buscar en las embarcaciones llegadas de España un volumen de la novela.
En 1615 Cervantes publicaba la segunda parte de las aventuras del caballero de La Mancha. Al año siguiente, el 23 de abril, se encontró con Shakespeare al otro lado de la vida, pues ambos fallecieron el mismo día.
Toda obra de arte vale por su belleza y no necesita explicaciones. Ella es polisémica y cada persona la aprecia a partir de su sensibilidad. Porque todo punto de vista parte de un punto único y original. La sensibilidad sin embargo, no es una cualidad innata. Puede y debe ser promovida, acrisolada, refinada, de modo que se extraiga de la obra de arte el máximo provecho. Lo que para alguien son apenas dos pedazos de madera cruzados al azar, para muchos es una cruz cargada de significado, símbolo de una fe religiosa fecundada en la historia de Occidente por la sangre de los mártires.
Sabemos que todo texto es mejor comprendido cuando se sitúa en su contexto. El impacto que causa la estética de la arquitectura de Don Quijote provoca la curiosidad de la razón, suscitando interrogantes que nos llevan al difícil e irresistible trabajo de la arqueología del texto, como quien contempla la imponencia de las pirámides de Egipto y se pregunta como fue posible una obra tan monumental, cuando todavía no se había inventado la rueda.
En “Meditaciones sobre El Quijote”, Ortega y Gasset dice que "no existe libro alguno cuyo poder de alusiones simbólicas al sentido universal de la vida sea tan grande y, sin embargo, no existe libro alguno en que hallemos menos anticipaciones, menos indicios para su propia interpretación".
Lo que sabemos, porque nos lo dice el autor en el propio texto de la novela, es que Don Quijote es una parodia de los libros de caballería. El autor pretendió, según sus propias palabras “...destruir la autoridad inoportuna que ejercen en el mundo entero y entre el pueblo los libros de caballería”. En el último capítulo de la obra, cuando Don Quijote está en su lecho de muerte y recupera la lucidez, volviendo a ser el bueno de Alonso Quijano, se desahoga con lo amigos que lo rodean: “Tengo ya el juicio libre y claro, despejado de las sombras de la ignorancia con las que me ofuscó mi amarga y continua lectura de los detestables libros de caballería. Ya conozco sus disparates y sus embelesos y sólo me pesa haber llegado tan tarde a este desengaño, que no me ha dado el tiempo para enmendarme, leyendo otros libros que fueran luz para el alma”. Y más adelante: “Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de la infinita caterva de su linaje, ya me son odiosas todas las historias profanas de la caballería andante, ya reconozco mi necedad y el peligro en que me puso el haberlas leído, ya por misericordia de Dios y bien escarmentado, las abomino.”
Una novela no es sólo obra de la razón. Ella se crea sobre todo a partir de un trabajo del inconsciente, allí dónde la intuición elabora la materia prima que sorprende al propio autor. Por eso, más allá del motivo explícito revelado por Cervantes, la crítica radical a la literatura de caballería, hay que preguntarse que otras motivaciones lo llevaron a dedicar tantos años a una obra tan bien estructurada.
No importa que estas motivaciones no hayan sido apuntadas por el autor, porque podía no tener conciencia de ellas. Así como el funcionamiento de un reloj puede ser mejor comprendido al desmontar sus piezas, también el texto, como las pirámides de Egipto, contiene galerías y reductos repletos de tesoros.
La crítica social
La crítica social de Don Quijote es mejor percibida al recordar que el autor fue súbdito de la monarquía absolutista de Felipe II, apoyada por la contrarreforma tridentina y que reeditó su novela bajo el decadente reinado de Felipe III. Felipe II arruinó a España con su megalomanía expansionista, invirtiendo en el crecimiento de un imperio que abarcaba desde las Filipinas al norte de Europa, África y el nuevo mundo latinoamericano, hasta el propio Brasil, dónde los portugueses fueron los primeros en aportar a esa expansión.
Las exorbitantes dispensas militares, la obsesión por derramar por los mares a su Armada Invencible, los gastos con la exploración e importación del oro y plata de las Américas, fueron factores que desataron en el país de Cervantes la espiral inflacionaria, agravando la crisis social. La Mancha, tierra de Don Quijote, es el retrato de la decadencia del reino, dónde el desempleo multiplicaba por poblados y caminos a pícaros, mendigos, charlatanes, bandidos y toda clase de marginalizados y excluidos cuyos harapos desentonaban con los yelmos de los oficiales del rey y con los héroes de las novelas de caballería.
En 1898 España perdió, con la independencia de Cuba, sus últimas colonias. Entonces el Quijote pasó a leerse con nuevos ojos: Cervantes prefiguraba en él la ruina de España, desposeída de su locura imperialista, aunque la herencia conservadora de la contrarreforma produjera más adelante, en el siglo XX, la aterradora figura del generalísimo Francisco Franco.
Se vuelve hoy más fácil releer el Quijote destacando su aguda crítica social. En 1605 ya no había castillos en La Mancha. Había posadas, albergues y bodegas, entre los que transitarían el caballero de la triste figura y Sancho Panza, su fiel escudero, oponiéndose a todas las instituciones de poder: el Estado, la policía, la iglesia y las actividades económicas.
En 1925 Américo Castro publicó “El pensamiento de Cervantes” comprobando la influencia de Erasmo de Rótterdam en Cervantes. López de Hoyos, profesor del creador del Quijote era un erasmista confeso. En un segmento de la novela es citado el libro de devoción “Luz del alma” del fraile Felipe de Meneses, también discípulo de Erasmo. Este erudito sacerdote flamenco se dedicó a liberar a la teología del formalismo de la escolástica decadente. Era un hombre de mente abierta, hizo accesibles los textos bíblicos a los lectores legos, desmitificó el rigor académico de los textos teológicos, tan misteriosos y herméticos al vulgo, junto a los dogmas que los reforzaban.
Nutrido en las fuentes del pensamiento humanista, como Platón, Aristóteles y Horacio, Cervantes relativizó todo aquello que el poder, tanto político como eclesiástico absolutivizaba. Inició su narrativa contándonos que Alonso Quijano enloqueció de tanto leer.
Y a partir de allí construyó el contrapunto entre ilusión y verdad, mezclando la realidad con el sueño, lo cotidiano con lo quimérico, lo heroico con lo cómico, sin ceder al escepticismo de los escritores barrocos. Don Quijote no es una novela picaresca, sin embargo está repleta de pícaros. Es una sátira inconformista que arranca la máscara del imperio español, mostrando que no hay héroes ni caballeros, hay sí malos escritores, soldados indisciplinados, inquisidores disfrazados, médicos incompetentes, bandidos, asaltantes, campesinos y pastores.
Otto Maria Carpeaux observó que influenciado por el humanismo tolerante y crítico de Erasmo, Cervantes hizo una creación crítica y una crítica creativa. Su personaje defiende a las víctimas de las injusticias practicadas por los poderosos y nos alerta sobre la facilidad con que nuestros ojos miopes encaran la realidad: vemos gigantes malos dónde apenas hay molinos de viento, ejércitos de enemigos dónde pasta un rebaño de ovejas, un gran trofeo en una simple bacía de barbero.
“Amadis de Gaula” y otras novelas de caballería glorificaban la mentalidad feudal y la empresa colonizadora de la armada española. Cervantes irguió su pena contra todos aquellos que insistían en la locura de pretender encubrir la verdad histórica con la ficción cosmética. En la primera hoja de la primera edición, hay un escudo con el lema “Post tenebris, spero lucem”, después de la tinieblas, espero la luz.
La luz del antidogmatismo que derriba las verdades absolutas y las certezas consideradas inamovibles. La luz que nos permite ver que todo es ambiguo, contradictorio, dialéctico. Hasta el propio Cervantes, que al fin de su vida escribió una novela de caballería: “Persiles y Segismundo”
Bergamín (y no Chersterton como muchos piensan) nos previno de que “loco es aquel que perdió todo, menos la razón”. Y Michel Foucault en “Les mots et les choses” dice que el Quijote es el loco señor de la razón, pero no por su locura, sino por su protesta.
Hoy el imperio es EE.UU. Y dónde hay pequeñas instalaciones industriales y asentamientos petrolíferos él avizora armas de destrucción masiva, dónde apenas hay familias trabajadoras, él ve terroristas, dónde hay tan solo hombres y mujeres que practican con devoción su fe musulmana, el señala fanáticos y fundamentalistas.
¿Dónde estarán los Cervantes capaces de derrotar con su pena a aquellos que nos apuntan con sus armas?
Traducción: Miguel Guaglianone
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