Las opciones para resolver el conflicto colombiano han tenido un movimiento pendular durante los últimos dos años. Empezamos el mandato del actual Presidente con una euforia nacional por la solución armada, que incluyó una campaña de desconocimiento y desprestigio hacia los movimientos sociales que han trabajado por la paz.

Posiblemente el punto más alto de esta campaña en contra de la paz ocurrió en el primer trimestre de 2005 con la masacre de la que fue víctima la Comunidad de Paz de San José de Apartadó. En ese momento, la terrible tragedia de una comunidad perseguida por la violencia y la pobreza fue aprovechada para resaltar las ventajas de unirse al coro de la guerra, para apoyar a un Estado que sólo podía tener una respuesta militar a un problema para el cual no existían posibilidades de negociación.

Todos los procesos ciudadanos por la paz en el país fueron metidos en el mismo saco. Se alcanzó a decir que debilitaban la institucionalidad. Se llegó a insinuar que cohonestaban con los grupos llamados “terroristas”.

El argumento es muy simple y ampliamente conocido: o estás conmigo o estás contra mí. O los ciudadanos apoyan a las fuerzas militares en su guerra contra la insurgencia, o son cómplices de estas fuerzas insurgentes.

No quedaba espacio entonces para la reflexión, para la introducción de matices en medio de la confrontación, ni siquiera para expresar la posibilidad de que el enfrentamiento tuviese orígenes susceptibles de ser negociados.

En este escenario, los movimientos ciudadanos por la paz fueron atacados desde todos los flancos de la guerra. En el Cauca, el movimiento indígena sufrió una feroz arremetida por parte de las FARC, seguida por la presión por parte del Gobierno y las fuerzas militares para que los indígenas abandonaran su tradicional propuesta de paz, y se alinearan en las filas de la guerra.

Se llegó incluso a proponerle a los indígenas que articularan su guardia indígena, una de las insignias de la resistencia civil frente la guerra, al aparato militar del estado. La negativa de los indígenas fue castigada acusándolos de cogobernar con la guerrilla.

A partir del segundo semestre del presente año, el desencanto de la guerra ha ido tomando aliento, y el péndulo parece desplazarse, aunque más lentamente de lo deseado, hacia el lado de la paz.

Se ha vuelto a hablar de acuerdo humanitario, de posibilidades de negociación, e incluso ha vuelto a ponerse sobre la mesa la posibilidad de entender la guerra como un conflicto armado, abriendo la posibilidad de discutir sus causas y proponer soluciones. Pareciera que las iniciativas de paz vuelven a tener una ventana de oportunidad en Colombia.

El país parece empezar a necesitar del enorme acumulado social que existe en los movimientos ciudadanos por la paz. Y no sólo para encontrar a alternativas creativas que conduzcan a un proceso de negociación, sino fundamentalmente para obtener las claves de las transformaciones que tenemos que hacer los colombianos en la forma de relacionarnos, para garantizar que la paz sea sostenible, para evitar que en unos años volvamos enfrentar nuestras diferencias por la vía de las armas, para salirnos de la trampa del conflicto.

Los movimientos ciudadanos por la paz en Colombia son la cuota de sacrificio que ha puesto durante todos estos años la sociedad civil para encontrarle salidas a la crisis. Muchas cosas le han demostrado estos movimientos a la nación colombiana: han mostrado que el terror de la guerra no es omnipotente y que la sociedad puede seguir funcionando, puede mantenerse viva aún en medio de la amenaza de las armas; han abierto espacios para que todos los ciudadanos y ciudadanas, desde las más remotas regiones hasta las grandes ciudades, se sientan partícipes en la construcción de una nación; han establecido mecanismos para que el país escuche a su población más vulnerable, a sus minorías étnicas, a sus organizaciones de mujeres y de jóvenes; han permitido que la sabiduría de los hombres y las mujeres de nuestros campos y nuestros pueblos construyan experiencias de solidaridad, tolerancia, civilidad, pacifismo, confianza y respeto por la institucionalidad, que serán los ladrillos con que se construya el edificio del futuro de la nación colombiana.

Las Asambleas Constituyentes de Mogotes, Tarso, Tarqui, La Argentina, Nariño; las comunidades de paz de San José de Apartadó y de La India; los Programas Regionales de Desarrollo y Paz de la RedProdepaz, los movimientos de mujeres contra la guerra como la Asociación de Mujeres del Oriente Antioqueño AMOR, la Ruta Pacífica de las Mujeres; las redes nacionales como Redepaz, la Asamblea Permanente por la Paz; todos estos esfuerzos han demostrado que en Colombia la vida es más terca que la muerte, y que frente al indescriptible horror que ha traído la confrontación armada se sobrepone la esperanza, los deseos de vivir, la voluntad de rescatar de las garras de la criminalidad y de la guerra este hermoso país que nos ha tocado en suerte.

Posiblemente los movimientos de paz cumplen un papel que será crítico en la construcción de una paz duradera en Colombia: han abierto los oídos del país. Se han convertido en el escenario para que aquellos que nunca han sido escuchados puedan hacer uso de la palabra, puedan expresar sus sueños y ofrecer sus contribuciones.

La sordera que ha aquejado a nuestro país durante los últimos cincuenta años necesita ser sanada si queremos tener un futuro de paz para las generaciones que vienen. Mantener esos escenarios, ampliarlos a todos los espacios de la vida ciudadana, debería ser un propósito nacional.

La sociedad colombiana debería entender que estos escenarios son posiblemente su mas preciada oportunidad para la paz, pues constituyen probablemente la mejor alternativa para construir una Nación. Debería entender esta sociedad que, lejos de debilitar la institucionalidad, los movimientos ciudadanos de paz son posiblemente la mejor manera de fortalecerla, de profundizar la democracia, de construir un Estado moderno que se legitime día a día por la participación de sus ciudadanos y ciudadanas, que lo hagan más fuerte para enfrentar los complejos retos que plantea el mundo actual.

En últimas, los movimientos ciudadanos por la paz son una extensión de la propuesta que le hizo al país la constitución de 1991. Son en realidad el aporte que decidieron hacer los ciudadanos y ciudadanas de las regiones, de las ciudades, de los barrios marginales, a esa gran apuesta de transformación de la nación colombiana que incorporó nuestra nueva constitución política.

Preservarlos, darles vida, aprender de ellos, es quizá nuestra mejor carta de salvación.


[1] La REDPRODEPAZ (Red Nacional de Programas Regionales de Desarrollo y Paz) fue creada en 2002 como un espacio de articulación, intercambio de experiencias y gestión conjunta, y cuenta en la actualidad con 17 socios que son: Fundación PROSIERRA, Fundación de Desarrollo y Paz de Montes de María, Programa de Desarrollo y Paz del Darién Caribe, PRODEPAZ (Oriente Antioquia), Programa de Desarrollo y Paz del Suroeste antioqueño, Corporación Desarrollo y Paz Magdalena Medio, SEPAS (Santander), CONSORNOC (Norte de Santander), Fundación Alcaraván (Arauca), Grupo Gestor Casanare, CORPEPAZ (Meta), TOLIPAZ (Tolima), Paz y Competitividad (Eje Cafetero), CRIC (Cauca), VALLENPAZ (Valle del Cauca), ASOPATIA, Mirada al Sur (Nariño, Putumayo).