Hablamos de la crisis. Hablamos, también, de fútbol. Aunque por estas horas en apariencia sólo se velan armas, con la última señal de alarma que es la nueva suspensión de Racing-San Lorenzo.

La información no apareció en las páginas deportivas, desde hace varios días dominadas por la crisis del fútbol en todas sus variantes, sino en aquellas destinadas a seguir el movimiento financiero: “...tras una gestión realizada por el economista Orlando Ferreres y el periodista Enrique Sacco (CEO de la gerenciadora) inversores le inyectaron 500.000 pesos a la gerenciadora para mejorar la situación financiera de Sportivo Barracas Bolívar... la escala final de esta aventura deportivo-financiera es lograr que el club termine cotizando en la Bolsa de Comercio”. Sportivo Barracas Bolivar está en primera C.

En tren de explicaciones el financista encargado de juntar la plata (Héctor Scaserra) dice respecto de esa inversión: “Llamé a los clientes con los que hicimos buenos negocios en los últimos años. Si sacamos dos jugadores de 100.000 dólares los inversores recuperamos el capital, de ahí para arriba todo es ganancia”. Finalmente la información ilustra que Sportivo Barracas Bolívar (así llamado después de que fuera transportado desde el sur porteño a la ciudad de Bolívar, ubicada en el interior de la provincia de Buenos Aires por recomendación de Julio Grondona) tiene su clásico rival en Fénix, otro equipo gerenciado, en este caso por el consultor César Mansilla (2).

Se podría agregar que Atlas, un equipo de la última categoría, primera D, es el protagonista de un reality show que lo conviritió en un objeto de consumo y negocio a partir de la emisión de Fox Sports. Y que Orlando Ferreres, citado más arriba, es uno de los economistas liberales más apreciados por el establishment, en tanto Sacco ejerce un cargo de máxima responsabilidad en la cadena ESPN. Y que estamos hablando de las dos últimas categorías del fútbol argentino.

Nada de todo esto es ajeno, como causa, a lo que se da en llamar la crisis del fútbol, aunque la relación no sea sencilla, hecho que hace que muchos abandonen cualquier intento de interpretación. Y que a otros no les convenga.

En estos días en el que muchos están tentados en descubrir “el punto de inflexión” que marque un antes y un después en el fútbol, se puede observar una paradoja: lo simple –el juego- se complejiza, en algunos casos hasta con una pretensión cuasi científica, y lo complejo –la violencia, término al que apelamos solo como referencia, sabemos que es más que eso- se simplifica a extremos absurdos.

Mientras el juego sigue siendo once contra once en un rectángulo con medidas reglamentarias y dos arcos, igual que siempre, lo que proyecta el fútbol como fenómeno social, político, económico y cultural en este principio de siglo XXI no reconoce antecedentes con nada, ni siquiera si mirara su propia historia de hace 20 años atrás, ó 15.

Sería confundir los planos. Como por ejemplo apelar al hoy respetado Dante Panzeri –impiadosamente atacado en vida por muchos de sus colegas, que hoy lo reivindican sin reconocer nunca que lo detestaban- para discurrir sobre el juego leyendo su impecable Burguesía y Gangsterismo en el deporte y buscar entender el fenómeno del deporte, en especial el fútbol, en la sociedad de consumo recurriendo a Fútbol, dinámica de lo impensado: si bien siempre se hace referencia a procesos integrales, mientras que en Fútbol, dinámica de lo impensado –un testimonio casi único de cómo ver un partido de fútbol- Panzeri aseguraba que ese libro “no servía para nada” –precisamente porque se trataba de una lectura del juego-, en Burguesía y Gangsterismo en el deporte se sinceraba y aseguraba que éste si servía “para testimoniar un proceso que veo deliberadamente ocultado por el periodismo, alguna vez encargado de documentarlo”.

No se trata de la dicotomía fútbol/negocio sino fútbol/negocio/sociedad de mercado/capitalismo como único sistema, fenómeno que no alcanza a desarrollar Panzeri simplemente porque se murió en abril de 1978.
Pero no basta con usar categorías de análisis que entendiendo al fútbol como un hecho social y cultural –a esta altura un lugar común a la hora de entrarle al tema- cristalizan caracterizaciones y diagnósticos que la imparable velocidad de estos tiempos ya han pulverizado.

Por estos días en el mundo del fútbol se habló:

#De direcciones mafiosas y eternizadas (Grondona, la AFA);
#De operaciones políticas para desplazar al mencionado Grondona (el gobierno más algún jugador cuya trayectoria calza justo en el perfil de conspirador);
#De la FIFA, que desde el suprapoder mundial que comparte con la Organización Mundial de Comercio, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, entre otros, sale en defensa de la AFA, con un símil del discurso de la seguridad jurídica que reclaman las corporaciones multinacionales a la hora de invertir, amenazando con que si lo tocan a Grondona Argentina se puede quedar afuera de todo, incluso de un mundial;
#De policías, gendarmes, organismos de seguridad;
#De barras bravas, patotas, fuerzas de choque que descontroladas o, simulando descontrol, gobiernan el estadio y sus adyacencias donde se juega al fútbol;
#De dirigentes que apañan, impulsan y hasta que forman parte de esas barras, patotas y fuerzas de choque;
#De instituciones vaciadas por historias de corrupción, varias de ellas a partir de gerenciamientos, el nombre que adquiere en el fútbol la privatización;
#De la subordinación absoluta del fútbol al grupo de comunicación que monopoliza el negocio (Clarín);
#De la debilidad representativa del gremio de los jugadores, de la dificultad de la mayoría de asumirse como trabajadores y de la insolidaridad de los más conocidos;
#De la vinculación entre directivos de fútbol, barras bravas, políticos y dirigentes gremiales (muchos de ellos ligados formalmente o no a los clubes) que excede el escenario del fútbol (el conflicto del Hospital Francés y los incidentes del 17 de octubre en San Vicente y este fin de semana en un local de la UOCRA en Quilmes son los ejemplos más recientes a los que se apela).

Frente a ese panorama no deja de ser patético que se pretenda abordar semejante complejidad dando lugar al más ingenuo de los simplismos, desde proponer el “derecho de admisión”, “un sinceramiento general”, “que pongan plateas para todos”, hasta el nunca ausente reclamo de más mano dura. Por supuesto: la ansiedad de estos tiempos obliga a que sea ya, ahora, ayer si hubiese sido posible. Descomprimir, tranquilizar, retornar por el camino de la gobernabilidad futbolera, aunque esto pueda significar, o no, que Grondona dé un paso al costado; el fútbol no puede quedar en offside.

Como aquella frase que se acuñó en el mundo del espectáculo, el fútbol debe continuar, con el formato más adecuado a las circunstancias pero sin que el control real cambie de manos.

No se trata, frente al prejuicio de la corporación futbolera, de entrarle a ese deporte desde afuera sino que el fútbol no pierda de vista que el “afuera” (la política, la economía, la cultura, los medios) está muy adentro de él como para que no lo tenga en cuenta.

Así como se ha dicho que la economía es lo suficientemente importante como para que quede sólo en manos de los economistas, todo lo que mueve el fútbol es demasiado importante como para que quede en manos de la gente del fútbol, cosa que ya no sucede porque el negocio-fútbol quedó en manos de quienes ejercen, por distintas vías, el poder.

La mayoría de la sociedad, no sólo los hinchas, habla de fútbol –con conocimiento, sin él, con pasión, de compromiso- y respira cuando predomina la discusión sobre el juego, sus aspectos técnicos (que los tiene y muchos) pero se desespera, confundida, impotente, cuando la realidad le tira –aunque no termine de interpretarlo- que eso que le apasiona reúne tantas miserias como aquellas cosas que desprecia. Y, encima, reiterando muchos de los protagonistas, que se mueven en el “adentro” del fútbol y en el “afuera” de la realidad.

No queda otra que complicarla y ser antipático, porque en estas condiciones no hay soluciones a la vista.

Con lo que ocurre en el “verde césped” (al decir del Feo, Angel Labruna) se podrá seguir discrepando sobre cuál es el “dibujo”, como se dice ahora, más adecuado 3-5-2, 4-4-2, 4-3-1-2, el valor de la pelota parada, de los que juegan sin la pelota, del pressing, de si carrileros sí o no, de si desapareció el enganche, de si Messi será o no el crack que se espera, incluso –aunque acá ya ingresamos en otro terreno- qué significa ganar. Coincidiendo o en desacuerdo, nada de eso cambiará sustancialmente nuestras vidas, aunque la adrenalina de una discusión futbolera, el recuerdo imborrable y el disfrute de la belleza del juego nos haga un poco más felices. (Claro que la actualidad del juego no permite cultivar el entusiasmo, porque las secuelas de la crisis también impactan en la calidad de lo que se ve, pero esto será motivo alguna vez de otro análisis).

Sucede que el negocio-fútbol forma parte de aquellas cuestiones que directa o indirectamente inciden sí sobre nuestras vidas, y no precisamente en sus matices futboleros. El juego inimputable transporta el mismo virus que marca la cancha a favor de los poderosos (empresarios, magnates, políticos, religiosos, medios), con una ventaja para estos impostores: lograron separar la belleza de su práctica del ejercicio del negocio, hoy en su etapa de ganancias más fabulosas.

Aquella moda del fútbol espectáculo que a comienzos de los `60 impulsaran Alberto J. Armando y Antonio Vespucio Liberti (presidentes de Boca y River, respectivamente) es un antecedente descafeinado del fenómeno actual: afiebrada contratación de jugadores de países exitosos en lo futbolístico, predominio de lo físico sobre el juego, la ciencia aplicada al deporte, ganar como excluyente forma de satisfacción. No se trata de restarles a ambos cierta condición de adelantados, pero aquello era casi un juego de niños a la luz del proceso que nos trajo hasta aquí. Como lo era Fútbol de Potrero -aquellas transmisiones de partidos entre equipos de clubes de barrio que realizaba Canal 13, los domingos al mediodía, en los años 70, una impostada reivindicación de lo amateur ante el avance del profesionalismo también en esa época- respecto de los Yupanqui, Atlas, Barracas Bolívar de hoy.

El fútbol es la principal materia prima de la industria del entretenimiento, que merced al explosivo desarrollo de las tecnologías de la comunicación, es la nave insignia de quienes controlan la hoja de ruta económica, política, social, cultural en el mundo. Y eso determina el sentido de una actividad que necesita del juego apenas como instrumento que potencia la capacidad de acumulación de los más poderosos.

La capacidad de expansión del fútbol-negocio en la sociedad de mercado y su ilimitado número de consumidores (simpatizantes, hinchas, interesados periféricos y los traccionados merced a la publicidad y marketing, directos e indirectos que se suman ante eventos especiales, un Mundial por ejemplo) tiene para los Dueños de la Pelota la invalorable virtud de dinamizar casi exponencialmente la reproducción de capital y potenciar sus ganancias: cadenas de comunicación monopólicas -multinacionales y nacionales-, dueños de clubes –convertidos en sociedades anónimas o gerenciados- y la FIFA –donde, por supuesto, los países representantes de las grandes ligas definen- son una combinación de un reducido número de socios que fijan las reglas, con poder de veto y acciones inapelables.

En un excelente artículo publicado por el matutino La Nación el domingo 26 de noviembre, bajo el título “Para el que lo ve por TV” el periodista Carlos Ulanovsky señala: “Aquí y en todo el mundo la televisación de los deportes tiene como objetivo que la gente no se mueva de sus casas y, entre el control social y el supremo esparcimiento visual, que consuma lo más posible. Aquí y en todo el mundo, poderosas señales de TV, por aire, cable o satelitales, respaldan el funcionamiento de equipos y solventan a clubes quebrantados”.

Ese planeta fútbol-negocio-entretenimiento recoge los beneficios de la globalización económica neoliberal no sólo porque hoy tenemos fútbol a toda hora, de todo el mundo y por varios canales sino porque fortaleció a los más poderosos, que parados en el control estructural del negocio (donde se combina la concentración horizontal e integración o expansión vertical) y con una bolsa de dólares y euros, salieron a quedarse con todo, vaciando ligas menores y no tan menores, tirándoles el paquete de una crisis descomunal de la que –por contagio, pertenencia de clase e identidad de intereses- los dirigentes locales pretendieron salir reproduciendo las prácticas de aquellos que los destruían, convencidos que así sobrevivirían.

Lógica pura del capitalismo. Pura.

La incapacidad para vincular todo ese proceso con el jugador que lleva la pelota torna invisible ese mecanismo de dominación, alejando la posibilidad de enfrentarlo seriamente, ya sea por ignorancia, porque algunos se convencen de su inevitabilidad, porque otros se resignan o, finalmente, porque un número considerable se pasa con todos sus petates al equipo rival.

¿Por qué el fútbol-negocio va a ser distinto a la realidad que padecen millones de personas si quienes lo controlan son los mismos que determinan que la vida sea de esta manera y no de otra?

¿Acaso el dirigente medio del fútbol no da con el phisique du rol de sus pares de la política, empresarios, sindicales? ¿Acaso a Grondona no lo eligieron sus pares de los clubes de fútbol, lo dotaron de un aire de Padrino, le deben favores y lo defienden desde la incapacidad y el más especulativo pragmatismo, al mejor estilo liga de gobernadores que, eso sí, en cualquier momento se adaptará a los “nuevos” vientos?

La mediocridad e incapacidad dirigencial, sus actos de corrupción, su penosa apuesta a los tiempos modernos, también en el deporte, está, a pesar de todo, por debajo, bastante por debajo, del sistema en el que sobreviven y donde son absolutamente funcionales desde espacios subalternos a los dueños del negocio: a lo sumo, alcanzan la categoría de socios menores, descartables según las circunstancias, algo que parece estar pasando hoy cuando quienes sostuvieron esos mecanismos de sometimiento del fútbol al interés de la corporación comunicacional que marca el paso, son blanco de ataques que toman la verdad desde una perspectiva parcial para manipularla y terminar haciendo como “que se cambia” para garantizar continuidad de intereses más allá de nombres.

Así como el reciente libro del periodista Alejandro Fabbri, “Nacimiento de una Pasión”, fundamenta, en un valioso trabajo, el surgimiento de los clubes de fútbol en la Argentina dando cuenta del contexto social, económico y cultural en el que se dio (“En aquellos años fundacionales, el elitismo europeo se fue diluyendo, aparecieron los hijos de italianos o españoles, los criollos con origen bien argentino y el fútbol pasó a ser del pueblo. Luchas desiguales para conseguir un terreno propio, para que alguien pusiera el dinero que permitiera comprar camisetas, una pelota o incluso un sello que identificara al nuevo club”, ilustra en su introducción Fabbri), para entender este presente del fútbol es necesario comprender que el ejemplo citado mas arriba respecto de clubes de las categorías más bajas del fútbol argentino confirma la regla que caracteriza al deporte más popular.

En su ya citado artículo Ulanovsky afirma:

“Lo real es que este otrora delicioso juego de equipo no es el mismo que concibieron ingleses e irlandeses, allá lejos y hace tiempo. Y no lo es porque la televisión se apoderó de él en muchos aspectos, tanto en lo económico y publicitario como en el sentido del espectáculo. Hay un fútbol jugado entre 22 jugadores dentro de un campo y un fútbol realizado para la televisión, que incluye raros peinados nuevos en el césped, formidables y renovados diseños de indumentaria, redes de colores y una forma de puesta en escena global, que hace que, hoy, los goles sean festejados de un modo idéntico en las multimillonarias ligas de España y de Italia como en las desparejas canchitas de la división D de la Argentina. ¿Quién sino la televisión ha dictado esa estética global? El fútbol es uno y el fútbol televisado (y su versión compacta, mucho más) es una puesta en escena de magnitud cinematográfica, teatral u operística”.

En ese escenario el futbolista –al margen de su pasión por el juego- crece convenciéndose que los clubes de fútbol son vidrieras en un país de tránsito: las inferiores forman materia prima de exportación –se insiste, aún reconociendo la calidad potencial del pibe nacido en estas tierras-, incentivan la competencia y, a la manera de Juan Carlos Blumberg que reclama bajar la idea de inimputabilidad para los menores, desde ese lugar de formación se comercia a cuenta del futuro a pibes cada vez más chicos, sin contradicción con los padres y buena parte de la sociedad.

¿Quién podría cuestionar aquello de no cortarle la posibilidad de hacer la diferencia a algún jugador, cuando muchos sueñan con ello como norte de sus vidas, algo que no concretarán la mayoría de esos soñadores? ¿Alguna voluntad colectiva que convenza de la necesidad de quedarse a hacer de esta parte del mundo un lugar más igualitario, más solidario, más humano? El espíritu de cuerpo, no la solidaridad, de un grupo que constituye un equipo de fútbol tiene fecha de origen, cuando empieza la pretemporada, y fecha de vencimiento, cuando termina el campeonato.

La consecuencia es que desaparece lo mejor –y a veces ni siquiera eso- de una generación en su etapa de maduración y consolidación en el desarrollo de sus aptitudes individuales y colectivas para el juego, convirtiendo los modelos a imitar y reflejarse futbolísticamente de los más pibes en potentes y alejadas expresiones mediáticas, cuyos trazos más gruesos están más ligados a lo que producen como negocio que como inspirados intérpretes de un juego hermoso, pese a que esto no está del todo ausente (los que dominan el negocio no son estúpidos).

Después de entregar lo mejor allá lejos retornan, en lo posible al club “de toda la vida” apelando a explicaciones que remiten a un sentido casi amateur: reaparece la camiseta y la historia con un sentido más de marketing que de nostalgia. Por entonces habrán dejado atrás la barrera de los 30 años.

En el camino los que se quedaron lo hicieron, en su mayoría, en contra de su voluntad, porque ello fue vivido como la imposibilidad de acceder al “progreso”. Y su necesidad de permanecer en el candelero futbolístico, aún con todas esas limitaciones, los alejó de cualquier forma de participación para mejorar sus condiciones y defender derechos, nada diferente de lo que ocurrió en este país por más de 15 años.

Por eso fue natural que también su organización, Futbolistas Argentinos Agremiados (FAA), transitara por esa realidad, corporativa y del conjunto de los trabajadores. Atrás quedó la etapa de los dirigentes-jugadores activos al estilo Pastoriza, Della Savia, José Perico Pérez y surgió la época de los que se quedaron a poner el hombro cuando esa función pasó a ser mala palabra. Con el riesgo de que la distancia mal manejada se convierta en burocratización.

A ese peligro –abonado por comportamientos poco claros de FAA en la relación con la AFA y Torneos y Competencias- se sumaron ahora ciertos vientos de cambio, fogoneados desde algunos factores de poder, donde la elite futbolística –que resolvió de sobra el futuro de ella y de su familia, allá en su exitoso exilio futbolístico no forzado- se presenta, a partir de manejar los códigos televisivos, como la alternativa, en su doble condición de estrellas y jugadores en actividad: ellos sí son conocidos, a diferencia de aquellos jugadores/ex jugadores sospechados por ser sindicalistas y que además “no existen”, aberrante descalificación de la cultura audiovisual que naturaliza la exclusión.

Mientras, Grondona aparece públicamente, en una entrevista de la revista Debate, para mentir que los dirigentes “no buscamos a los barras bravas”, cuando esas fuerzas de choque –barras bravas, patovicas, patotas- se hicieron imprescindibles para garantizar la bochornosa deslegitimación que atraviesan conducciones políticas, empresariales, sindicales, universitarias, hospitalarias, no por una cuestión de tiempos de mandato sino por tipo de construcción, que evita la participación y defiende intereses minoritarios a como sea.

Cuando el zaguero de Banfield Javier Sanguinetti –uno de los que hicieron toda su carrera aquí- dice que esto lo resuelve “un Che Guevara” apela a una frase grandilocuente que tiene dos riesgos: que algunos lo tomen como sinónimo de inalcanzable y por lo tanto bajen los brazos o sigan en la misma –según el lugar en el que están parados-; o que algunos no lean –más allá de que esa haya sido o no la intención de Sanguinetti- que la frase invoca a un personaje de la historia que llamaba a cambiar de raíz las estructuras injustas de una sociedad. Modificar conductas, actitudes y producir otros ejemplos tiene valor –en el fútbol, y en la vida, hay gente que lo hace- pero si no se apunta al verdadero origen sistémico del problema se estará acometiendo una acción valiosa pero voluntarista y condenada a no progresar.

Aunque algunos de esos valores merezcan mejor suerte; pero no se trata de una expresión de deseos, sino de organizar una fuerza que con otras ideas y valores confronte con el sentido hoy hegemónico de este fútbol/negocio aberrante, miserable. En definitiva, para no hacer del problema y la preocupación una cuestión abstracta, y ya que tanto se habla de los poderosos del fútbol, se trata de construir poder para disputar poder. También en el fútbol.

El vicepresidente Daniel Scioli dijo que “el fútbol no puede ir a contrapelo de lo que pasa en el país”.

Que se quede tranquilo. Ni siquiera va a contrapelo de lo que pasa en este mundo de hoy.

(*) Periodista. Secretario General de la UTPBA.

1) Daniel Scioli, vicepresidente argentino, en declaraciones al programa Dicho y Hecho, de radio Nacional, sábado 25 noviembre 2006.
2) Gustavo Bazzan, diario Clarín, 25-11-06.