El entusiasmo por las propuestas profesionales y económicas muchas veces relega a un plano entre secundario y ausente aquellos instrumentos que protegen los derechos de la parte “actora”, concesión a la que apela el convocado/a para no reprimir el mencionado entusiasmo y, de paso, evitar poner en riesgo el acuerdo, una conducta que puede parecer legítima pero que, fundamentalmente, contribuye al tranquilo regocijo empresario que, una vez más, impone sus condiciones.

Cuando desde la UTPBA se insiste sobre la plena vigencia de los estatutos (del Periodista y del Personal Administrativo de Empresas Periodísticas) y los convenios colectivos (301/75 y 124/75, de prensa escrita y televisada, respectivamente) se lo hace rescatando esa realidad inapelable en la búsqueda permanente de que no se transformen en instrumentos de defensa con efecto retroactivo, al que se recurre frente al hecho consumado de un contrato –ilegal, dado que en prensa no existen- que se vence, una irregular condición de prestador externo que se cae o de un despido.

Enfrentar la ignorancia, la comodidad o la especulación puede resultar antipático, pero gana por un campo de distancia a la bronca de lo irreparable, que suele aparecer cuando los medios o las productoras deciden que tal programa hasta ahí llegó o que sigue pero con muchos menos trabajadores.

La necesidad de alejar presencias supuestamente incómodas a la hora de vincularse laboralmente –en el error de que el derecho de quien trabaja es un obstáculo frente al patrón- es inversamente proporcional a la desesperación de saber qué corresponde reclamar frente a quien hace del abuso una práctica cotidiana, una forma de vida, no sólo cuando decide bajarle el pulgar a quién llamó prometiendo el oro y el moro.

Ocurre que mientras ese acuerdo/contrato es un acto cuyos alcances lleva el sello de un acto esencialmente individual -desde donde se tolera incumplimientos parciales a esa ilegalidad que cometen las empresas- la suma de injusticias o, directamente, la ruptura de la relación laboral de manera unilateral por parte de los “empleadores” suele derivar en la búsqueda de fuerzas colectivas que hasta ahí se ignoraron o rechazaron en la creencia que ello sería garantía de futuro.

Y de ahí, dos pasos: asumir la posibilidad de la respuesta de conjunto, que significa reconstruir a la velocidad de la luz relaciones y mecanismos ignoradas, con resultados muchas veces imprevisibles y prepararse para un desenlace que puede incluir un conflicto.

El otro paso es apelar a un abogado y exigir no ya lo incumplido sino que hasta lo concedido en su momento sin ninguna contradicción, para que venga en ayuda de aquel acto inicial marcado por el individualismo.

En estos tiempos de soberbios conquistadores que salen a la caza de la presa que más le conviene, encubriendo engaños que los días desandarán casi inexorablemente, bien convendría anticiparse a la desilusión que provocan las palabras alejadas, alejadísimas de los hechos de los empresarios mediáticos y productoras “independientes” –y sus voceros-, tomando nota de esos derechos que preexisten al momento en que la conciencia o la realidad del compañero se conmueve frente al impacto de la injusticia y la impunidad.

Tomar registro de esos derechos es saber que existen; saber que existen es saber que fracasaron los que hicieron todo para destruirlos, hasta, incluso, hacer invisible ese fracaso y convencer a los beneficiarios de esos derechos de que ya no existían, con la inestimable colaboración de cómplices varios; saber que existen es, también, reconocer que no fueron entregados. Y esto tiene un valor, antes, durante y después de una relación laboral, por más efímera o temporal que esta sea.