No pocas son las responsabilidades aún no aclaradas o individualizadas de las miopes castas políticas peruanas que ayer, como hoy, ignoraban asuntos fundamentales del drama nacional. Así surgieron conflictos desde la misma génesis fundacional de la república. En Las veleidades autocráticas de Simón Bolívar, Tomo IV La guerra de límites contra el Perú, el embajador Félix C. Calderón revela por vez primera y con abundancia de detalles estos intríngulis escabrosos. Y hay que decirlo con voz bronca: aberrantes. Los artículos a continuación, a modo de resumen, sintetizan capítulos mantenidos en tinieblas durante decenios. (hmr)

La obsesión de Bolívar por Jaén y Maynas (III)
por Félix C. Calderón

Veamos la concesión mayor de Unánue hecha meses antes de la citada carta de Bolívar a Santander, pero que parece inducida por el caudillo caribeño, y que figura en el pliego de instrucciones de 18 de febrero de 1826, impartido a la delegación peruana en el istmo, liderada por Manuel Lorenzo Vidaurre:

“Novena.- La cuestión sobre límites entre las Repúblicas del Perú y Colombia se ventilará en esta capital con el Gran Mariscal de Ayacucho (sic), o con cualesquier otro comisionado legítimamente autorizado para el efecto, en atención a existir aquí los documentos de la materia (sic), y a que podrá adquirirse más fácilmente todas las nociones precisas para tranzar cordial y amigablemente este negocio, mediante a la federación y generosidad recíproca que ligan a ambos Estados, cuyos inmensos terrenos ocupan gran parte de las márgenes del Marañón (sic), y son inútiles en el día por la falta de pobladores (sic).” (Tomo Segundo: La fanfarronada del Congreso de Panamá).

Nótese bien lo que se le hizo escribir al reblandecido Unánue: (i) existían en Lima “los documentos de la materia”, mas éste y todos los peruanos aupados al carro del dictador seguían desconociendo el contenido de la Real Cédula de 1802, como se ha demostrado; (ii) se trataba de tranzar amigablemente mediante concesiones recíprocas, o lo que es lo mismo se desconocía el enjeu territorial, pero ya se hablaba de concesiones recíprocas: y, (iii) se partía del presupuesto, sin duda alguna por ignorancia supina o inducción mefistofélica, que ambos Estados ocupaban “gran parte de las márgenes del Marañón (sic)” y que, además, se trataba de territorios “inútiles (...) por la falta de pobladores.”

Y lo paradójico es que Gual y Briceño, los delegados de Bolívar que asistieron a Panamá tuvieron instrucciones “muy explícitas” basadas en “el uti possidetis de la época en que comenzó la Revolución”, según lo manifestado por Vidaurre y José María Pando en un oficio remitido a Lima el 24 de diciembre de 1825. Posición que venía acompañada del señuelo que se podía “canjear” Jaén que supuestamente pertenecía a “Colombia por derecho incontrovertible” por Maynas. (Ibid.).

Veremos en las siguientes páginas cómo esa misma argumentación que ya la invocó Mosquera en diciembre de 1823 y que reiteró, luego, Bolívar en mayo de 1826, fue exhibida como propia por el plenipotenciario peruano José Larrea en Guayaquil en la segunda quincena de 1829 y, al mes, repetida vergonzosamente en el Congreso peruano para escarnio de la casta política de la época que incurrió en claudicación y, por añadidura, en el colmo de la ignorancia pareció no darse cuenta.

Como es de suponer, luego de producirse la revuelta de la tropa colombiana en Lima el 26 de enero de 1827, se volvieron a sentir los reclamos territoriales de la Colombia bolivariana, llegando a ser parte de la majadera argumentación del canciller colombiano J. R. Revenga en la nota que le remitió el 3 de marzo de 1828 al ministro plenipotenciario peruano José Villa. Es así como se llega a la Minuta que presenta Sucre a La Mar el 3 de febrero de 1829, en que sorpresivamente, tal vez desinformado el leal lugarteniente sobre los pérfidos matices introducidos por Gual, regresó en términos muy específicos al uti possidetis de 1809, como sigue:

“2ª. Las partes contratantes nombrarán una comisión para arreglar los límites de los dos Estados sirviendo de base la división política y civil de los virreinatos de Nueva Granada y el Perú en agosto de 1809 en que estalló la revolución de Quito, y se comprometerán los contratantes a cederse recíprocamente aquellas pequeñas partes de territorio que por los defectos de la antigua demarcación perjudiquen a los habitantes.”

Frase fatal para la obsesión bolivariana: “sirviendo de base la división política y civil de los virreinatos de Nueva Granada y el Perú en agosto de 1809 en que estalló la revolución de Quito”; por cuanto, implicaba reconocer sin apelación posible los derechos del Perú sobre Jaén y Maynas. Pero, es verdad que por esos días Sucre estaba de su cuenta; pues, lo único que quería el veleidoso autócrata era la victoria. Por eso, tras el fiasco en Portete de Tarqui, el comedido lugarteniente reprodujo ad litteram el mismo texto de la Minuta en el Tratado de Jirón.

Es decir, repetimos, involuntariamente Sucre dejaba intactos los derechos territoriales del Perú sobre Jaén y Maynas, poniendo en serios aprietos a Bolívar y a Gual, porque se supone que este tratado fue ratificado por ambos jefes militares, como hemos visto. Más, el golpe de estado en el Perú, el primero en la historia republicana, resultó una bendición para la obsesión bolivariana, pues llegaron al poder en Lima militares peruanos que le eran adictos, tal como no cesó de repetir Bolívar en numerosas cartas. Ergo, las cosas se le facilitaron porque al repudiar ese tratado tanto el general Gamarra como Gutiérrez de la Fuente, se crearon las condiciones para que Bogotá propugnara el borrón y cuenta nueva. Y nada más grata la oportunidad para el veleidoso caudillo que tener a su pupilo y cortesano Larrea como ministro plenipotenciario del Perú en Guayaquil, quien debía hacer frente a Pedro Gual, mucho más versado en estos menesteres.

Conviene, asimismo, tener presente que días más tarde de la conclusión del Tratado de Jirón, el 22 de marzo de 1829, Flores remitió una carta a Bolívar con la siguiente precisión:

“Desde Guaranda escribiré al general Heres lo que desea V. E., sin embargo de que encuentro imposible ocupar en esta estación a Jaén y Maynas por los caminos de Loja. Hace mucho tiempo a que encuentro inclinado a V. E. a tomar aquella ruta en operaciones formales; y es sin duda porque V. E. ha tenido informes inexactos, pues también casi imposible (sic) conducir caballería y el bagaje del ejército por los caminos que conducen de Loja a Jaén. Si V. E. quiere obrar por la sierra, es indispensable marchar por Ayabaca o Piura, bien sea para subir a Jaén o Cajamarca. El itinerario que formó el Coronel Paredes es por Ayabaca, Provincia del Perú, no por el de Loja que es casi intransitable.” (O’Leary: Op. cit.- Tomo IV).

Es bueno retener esa aseveración de Flores sobre la importancia de Ayabaca para ingresar a Jaén; por cuanto, a partir de ese momento Ayabaca pasó a ser una obsesión para el usurpador contumaz que veía, por fin, la gran oportunidad de arrebatarle al Perú toda la margen izquierda del Marañón-Amazonas y, encima, en condiciones ventajosas para su engendro geopolítico.

Por su lado, Larrea se sentía abrumado por las atenciones de que era objeto desde su arribo a Guayaquil. Tan expeditivo fue el tratamiento que se le confirió a este enviado peruano, que el 15 de setiembre de 1829 presentó sus cartas credenciales ante el autócrata, refiriéndose en su discurso a “la Nación Colombiana y al jefe inmortal (sic) que dirige sus destinos”, y agregando que esa “transacción (iba) a fijar la suerte de las repúblicas sudamericanas”, con lo cual indirectamente no se equivocó, pues el tratado que suscribió marcó adversamente la suerte de la región andina. Ese mismo día tuvo lugar un suntuoso banquete en su honor presidido por el mismísimo Bolívar, seguido de un baile al mejor estilo virreynal. Lo que hacía el caraqueño, en realidad, era preparar con fasto virreynal el “setting’ de lo que vendría al día siguiente. Se diría que entre trago y trago no dejó de soplarle al oído al intonso Larrea la conveniencia de tirar desde Tumbes una línea hacia el río Chinchipe y de allí pasar al Marañón. Y fue tan efectivo el mefistofélico caraqueño en su prédica que el infeliz plenipotenciario peruano no cejó de repetir a Lima días más tarde, a guisa de justificación proditora, lo que él mismo no sabía lo que significaba.

Como no podía ser de otra manera, al día siguiente, 16 de septiembre, ya se tenía concertada la prórroga del armisticio por sesenta días más. Y el segundo acto de este acólito de Bolívar fue concluir el 22 de ese mes, con el Ministro Plenipotenciario de Colombia, Pedro Gual, el Tratado de Guayaquil. Y lo de acólito no es un estigma gratuito, en tanto en cuanto en el Tomo Tercero Descodificando la creación de Bolivia; así como en el Tomo IV La Guerra de Límites contra el Perú, hemos demostrado que merece ese calificativo. Por consiguiente, no debería llamar la atención el tiempo récord que puso Larrea para transar con Gual: diez días.

El artículo 5º del Tratado de Guayaquil, prima facie, parecía la repetición de la propuesta que le hizo Sucre a La Mar el 3 de febrero en la Minuta adjunta a su carta, como se ha visto; pero mañosamente se introdujo una variación de talla que el cortesano Larrea la aprobó con facilidad. Como se sabe, en el artículo 2º de la Minuta de 3 de febrero figuraba el siguiente miembro de párrafo: “sirviendo de base la división política y civil de los virreinatos de Nueva Granada y el Perú en agosto de 1809 (sic) en que estalló la revolución de Quito”. Nótese bien, “agosto de 1809 (sic) en que estalló la revolución de Quito.” Sin embargo, en el artículo 5º del Tratado de Guayaquil solo se consignó: “los mismos que tenían antes (sic) de su independencia los antiguos Virreinatos de Nueva Granada y del Perú.” Dicho de otra manera, sabedor el megalómano caudillo que en Lima por más amor que le profesara Gutiérrez de la Fuente, era posible caer en la cuenta que Jaén y Maynas en 1809 eran indiscutiblemente peruanos, de manera deliberada se suprimió el año y se utilizó en forma vaga “que tenían antes (sic)”, con lo cual se podía retroceder obviamente hasta 1801 ó 1797, como hemos visto, para de este modo amputarle al Perú la margen izquierda del Marañón-Amazonas. Forma dolosa de sorprender la buena fe reconocida por el derecho de gentes de la época, y de aprovecharse de la indolencia del negociador peruano, compartida por Gamarra y Gutiérrez de la Fuente, en grave perjuicio del Perú. ¡Lo que le costó al pueblo peruano durante más de cien años de República este entreguismo de lesa patria!

De la lectura de las piezas documentales encontradas, hoy en día no cabe duda que la razón por la cual Colombia no ratificó el tratado de límites de 1823 fue precisamente por no asociar esa referencia del “uti possidetis de 1809” a la línea transversal hasta la frontera con el Brasil, con lo cual las cosas seguían en statu quo ante bellum en beneficio del Perú. Linkage doloso sobre el que no cayó en la cuenta la negligente diplomacia peruana de entonces por ignorar los alcances de la Real Cédula de 1802.

Como no podía reprimirse ante el enorme triunfo conseguido en la mesa de negociaciones, Bolívar escribió a Estanislao Vergara el 20 de setiembre, dos días antes de que se concluya el Tratado de Guayaquil, pero tras la famosa conferencia del 17, cuyo verbatim ha llegado hasta nuestros días, una carta que contiene el siguiente relevante fragmento:

“(...). Ya hemos convenido un tratado en que se aseguran o reconocen los derechos más esenciales de Colombia. Hemos logrado como un triunfo (en cursivas en el original) la integridad del virreynato de la Nueva Granada. ¿Puede Ud. creerlo?, pues es así. El ministro (Larrea) ha tenido que excederse (Idem.) en sus facultades (sic) para poder convenir en este punto. Se ha asegurado también el reconocimiento de la deuda.” (Vicente Lecuna: Op. cit.- Tomo IX).

“¿Puede Ud. creerlo?, pues es así.” No daba crédito, todavía, a lo que venía de lograr con empeño y manejo doloso de la situación. Para el sicofante de la libertad que había proclamado a los cuatro vientos su plena adhesión al uti possidetis de 1809 ó 1810, presentaba ese 20 de setiembre como un triunfo que el virreynato de Nueva Granada recuperara su integridad territorial que no la tuvo desde 1802 ni obviamente antes de su creación definitiva en 1740, en que todo dependía del virreynato del Perú. Manipuló y sorprendió para conseguirlo, pero claro necesitaba para eso en Guayaquil al fatuo Larrea y Loredo, y como colaboracionistas a los indolentes Gamarra y Gutiérrez de la Fuente, entre otros, en Lima. Mejor situación no tuvo nunca, porque esta vez tampoco era válido el argumento que podía jugar en su contra hasta el 26 de enero de 1827 de la ocupación por tropas colombianas del territorio peruano. El triunfo era total, porque a diferencia del Tratado de Jirón en que podría argumentarse que fue dictado por la fuerza, aún cuando en la cuestión territorial era favorable al Perú, esta vez era el Perú el que libre y gratuitamente cedía en lo esencial, como se apresuró el caraqueño a confesarle a Joaquín Mosquera en carta escrita en Guayaquil el 21 de setiembre. Y encima decía en otra carta a Urdaneta ese mismo día que no podían descansar muy enteramente “porque los peruanos son muy canallas, según lo hemos visto antes (sic).” (Ibid.).

“Hemos logrado como un triunfo (en cursivas en el original) la integridad del virreynato de la Nueva Granada. ¿Puede Ud. creerlo?, pues es así.” En su estilo de redacción, ese “hemos” era stricto sensu él. Gual fue simplemente su plenipotenciario, como lo fue más tarde Mosquera. Por tanto, es en esa carta a Vergara de 20 de setiembre que Bolívar asumió íntegramente la responsabilidad del grave litigio fronterizo que le creaba al Perú y que duró alrededor de 170 años, guiado únicamente por su megalomanía temeraria. Lo que se había propuesto debía conseguirlo a cualquier precio, aún a costa de hacerlo dolosamente. “¿Puede Ud. creerlo?” Ni la Cancillería en Bogotá estaba al tanto de ese arreglo denigrante para su legado de libertador. Y lo que es peor ya no podía hablarse de la Colombia bolivariana si crujía por todos lados la estructura geopolítica que había tejido el osado caudillo precariamente. Allí, en esa carta de 20 de setiembre de 1829 Bolívar se reveló como el partero de la semilla del mal. Dejó a los pueblos que en mala hora ocupó un entredicho imaginado por su propio delirio.

Esto hace que sigamos sin entender por qué algunos peruanos, algunos de ellos educados, le siguen rindiendo pleitesía este a veleidoso caudillo. No creemos que ese culto se dé dentro de un contexto de relaciones sado-masoquistas; pero sí de una inapelable ignorancia supina. Pues, quien se entera de todo lo que hizo Bolívar para malograrle la existencia al Perú cuando nacía la vida republicana, no puede racional y conscientemente seguir mostrando su simpatía por ese torcido autócrata. (Continuará).