Alvear regresa al Río de la Plata en marzo de 1812 junto a San Martín. Los dos son masones y pertenecen a la Logia Lautaro pero nunca se pondrán de acuerdo en política. A los veinticinco años, Carlos María es alférez de carabineros reales de España y está emparentado con las más prestigiosas familias porteñas. Brillante, audaz, fanfa­rrón, sueña con llevarse la gloria de la emancipación americana. En cambio, el teniente coronel San Martín es casi un plebeyo y para congraciarse con los doctores porteños se casa con una niña de los muy respetables estancieros Escalada.

La ambición de Alvear es tanta que despierta la alarma de su tío Gervasio Posadas: "Cada día estamos más aturdidos del arte e ingenio de Alvear en una tan corta edad", escribe el que será primer director de las Provincias Unidas. En aquella aldea de veinte manzanas donde el fervor revolucionario se apaga con la muerte de Moreno y las derrotas de Castelli y Belgrano, los terra­tenientes hacen negocios descomunales con los buques ingleses. En poco tiempo la precaria industria del interior desaparece suplantada por productos importados y la mano de obra pasa a ser carne de cañón: los ponchos de los soldados de Belgrano se confeccionan en Gran Breta­ña y los Anchorena, Terrada y Rosas viven su gran hora abriendo saladeros.

Alvear se aprovecha de las victorias de Rondeau en Montevideo y gana una fama que lo envanece y lo agiganta en la Logia y en la Sociedad Patriótica que maneja Bernardo Monteagudo. A la caída de Posadas como director supremo, Alvear, que aún no tiene vein­tiocho años, ocupa el cargo en el que ya influía desde la sombra. Manda soldados contra el gran Artigas y logra alejar a San Martín de la escena política, pero una hábil maniobra del futuro libertador, que se finge enfermo en Mendoza, le impide derrotarlo para siempre.

No bien Fernando VII regresa al trono, Belgrano y Rivadavia son enviados a Madrid, París y Londres para negociar disculpas y alianzas. San-atea, que fue a com­prar armas a Inglaterra, vuelve con las manos vacías. Alvear, aterrorizado, escribe a la Corte de España para explicar que está al frente del gobierno de las Provincias Unidas nada más que para preservar los intereses de la Corona. Es decir, continúa con la ficción ideada por la Primera Junta pero decide devolver estas tierras al rey a cambio del perdón para los estancieros y comerciantes que abjuren de las ideas de Mayo.

Entre fines de 1814 y comienzos de 1815 todos los movimientos revolucionarios estaban en retroceso. Bolí­var había salido de Venezuela para refugiarse en Jamaica bajo protección británica. En Quito, Chile y México triun­faban las fuerzas de la contrarrevolución y en el Río de la Plata Artigas les hacía la vida imposible a los porteños.

paz que le impone en Río de Janeiro el derrotado emperador del Brasil. Pero en 1815 García se apresuró en redactar el "memorial" sugerido por lord Strangford. El ejemplar que se conserva en el Foreign Office tiene fecha 3 de marzo y la copia que le manda a Alvear con ligeras diferencias es del 4.

Menuda sorpresa se llevan Belgrano y Rivadavia cuando se topan con García el 3 de marzo y se enteran de la misión ya consumada. Algún memorialista sostiene que Belgrano se enfurece y se va de manos. Rivadavia, más sutil, retiene el oficio original de Alvear y le escribe de inmediato para que conste ante la posteridad: "Ya hemos hablado largamente con García. Pero lo queme ha pasmado sobre todo es el pliego para Inglaterra y el otro idéntico para Strangford aún más. Yo protesto que he desconocido a usted en este paso. Este avanzado proce­dimiento nos desarma del todo..."

En Londres, Rivadavia no consigue entrevistarse con lord Castlereagh y se guarda el oficio del efímero dictador. Muchos años después, como secretario del gobierno de Martín Rodríguez y cuando lo nombren primer presidente de la República unitaria, Rivadavia habrá de recordarle aquel sobre imprudente a su ministro de Guerra, Carlos María de Alvear. Los ingleses a los que Rivadavia abrió las puertas de manera tanto más elegante lo derrocaron enseguida porque no toleraban sus intrigas y los arrebatos de su carácter sinuoso. Pero tal vez el presidente intuía que la historia liberal iba a seleccionar con mucho cuidado a sus próceres. Por eso tuvo la delicadeza de guardar, sin quitarle los sellos, aquella carta en la que Alvear se anticipaba a tantos otros héroes que ahora tienen sus calles y salen, muy orondos, en las figuritas del Billiken. (Cuentos de los años felices, Osvaldo Soriano, 1993).

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