En su mensaje sobre el Estado de la Unión, Obama lanzó una idea audaz, de apariencia comercial inocua pero de enorme profundidad geoestratégica, ya que encubre la creación de un superbloque holístico que representaría la máxima superpotencia militar y geoeconómica del planeta (50% del PIB global y la tercera parte del comercio planetario). Se trata de la creación de un bloque de libre comercio del Atlántico Norte (TAFTA, por sus siglas en inglés) entre los tres países del TLCAN [1] –obviamente, ni permiso pidió el omnipotente presidente de Estados Unidos a sus supuestos «socios» de Canadá y México– con 27 países de la Unión Europea. La UE, si es que no se balcaniza antes y si finalmente se salva de la grave crisis del euro, podría incorporar la cuadripartita Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA, por sus siglas en inglés: Islandia, Noruega, Suiza y Liechtenstein) y quizá, siendo exageradamente optimistas, mediante la «agenda de expansión europea», a los países balcánicos escindidos de la antigua Yugoslavia e incluso a Turquía, donde se libra una batalla ontológica sobre su destino euroasiático.

No hay que ser genios para ver que el audaz proyecto de Obama, susceptible de transformar las coordenadas de la geopolítica global, ha sido concebido para contrarrestar el ascenso irresistible de China, de por sí cercada doblemente: desde el punto de vista militar, por el nuevo «pivote» de Obama –que ya empezó a cobrar sus frutos con la escalada de tensión en el noreste asiático, tanto por el choque de intereses entre Japón y China sobre las islas Diaoyu, como con la reciente prueba nuclear de Corea del Norte– y, desde el punto de vista mercantil, por la creación del bloque comercial Alianza del Transpacífico (TPP, por sus siglas en inglés) del que curiosamente forma parte el «México neoliberal itamita», totalmente emasculado y entregado al esquema geoeconómico/geopolítico de Estados Unidos.

La idea del TAFTA es añeja y fue considerada en la década de 1990, en la fase unipolar, cuando Estados Unidos, en tiempos de la administración de Bill Clinton, anhelaba conquistar el mundo subrepticiamente mediante tratados comerciales multisectoriales (como el fracasado ALCA [2] proyecto para el continente «americano»). Ahora, en la incipiente fase multipolar, Obama resucita el TAFTA, de mayor envergadura, con el fin de someter a China, cuyos medios de prensa han permanecido apagados, para no decir perplejos, al respecto.

Nadie ha recibido el proyecto mercantilista de Obama en forma más ditirámbica que la prensa británica y el primer ministro David Cameron, un fundamentalista neoliberal. A él se han sumado con entusiasmo redentor tanto la atribulada canciller alemana, Angela Merkel, como los apparatchiks de la Comisión Europea, con la notable reticencia del presidente francés, Francois Hollande.

De lo que se ha escrito sobre el tema vale la pena resaltar la producción de Philip Stephens, del Financial Times [3], portavoz de la globalización financierista, quien, al unísono de la euforia del oligopolio multimediático anglosajón, afirma con euforia que el «Pacto Transatlántico promete un premio mayor» con la resurrección del «orden político liberal que recientemente parecía en retirada». Stephens vislumbra el advenimiento del TAFTA como un «fin geopolítico»: la «economía como medio de un fin». No lo dice, pero se hace eco de un G-2 geopolítico entre las otrora poderosas geoeconomías hoy alicaídas a los dos lados el Atlántico Norte.

Stephens ni siquiera oculta el desprecio británico hacia la Europa continental: «Europa ya no es el centro del interés geopolítico de Estados Unidos» frente a los supuestos chantajes de Vladimir Putin (Nota: aunque el autor no lo explica, seguramente se refiere al gas ruso y a la detención de la expansión de la OTAN en el Cáucaso). El desprecio que expresa por el zar ruso es superior incluso al que dedica a Europa: «el líder ruso es alguien que da risa más que miedo». No comment!

Más allá de las cifras económicas (como «3,5 millones de millones de dólares en acciones de inversiones compartidas») que sirven de plataforma de lanzamiento para la gran alianza geopolítica en ciernes, se encuentra el «interés compartido para preservar un orden internacional abierto basado en reglas como el mejor garante de la seguridad occidental».

¿Se apresta Estados Unidos a tragarse militarmente a la Unión Europea, hoy cruelmente vapuleada con la grave crisis del euro y el espectro de su balcanización? ¿Llevará el pacto a una unificación monetarista de las dos mayores divisas del planeta con un euro castrado y totalmente sometido al dólar?

Stephens define el «poder» en términos modernos que se suman a las cifras secas del economicismo y que condensa en la «seguridad que reside tanto en la amplia aceptación, de normas y valores internacionales como en la fuerza militar bruta» con la «capacidad de configurar los eventos». Se conforma con la consecución de 50% del total teórico del proyectado pacto y fulmina contra los «tecnócratas», contra quienes los «políticos tendrán que utilizar el látigo».

El problema es que tras más de tres décadas de «teología neoliberal», la clase política está en vías de extinción frente a la proliferación contaminante de «tecnócratas» ignaros a quienes se les ha desplomado su modelito financierista/monetarista.

Pese a sus disonancias cacofónicas y afónicas, Stephens no pierde de vista la realidad que deben entender los «políticos» cuando los «tecnócratas» se encuentran discapacitados: «El sistema emergente es una vez más multipolar y menos multilateral. El orden global ya no pertenece a Occidente».

Lo importante («el verdadero precio»), a su juicio muy sesgadamente británico, reside en que «el sistema permanezca arraigado en algunos valores universales –el imperio de la ley, la seguridad colectiva, el respeto a la dignidad humana y la contabilidad gubernamental». Sin duda alguna.

El grave problema es que el «Occidente neoliberal», presa del bárbaro y misantrópico «síndrome de Shylock», ha olvidado sus valores humanistas trascendentales.

Aun sin contabilizar los obstáculos que parecieran infranqueables entre Estados Unidos y la Unión Europea, si la paralizada ronda Doha y los choques culturales –que van desde los alimentos genéticos alterados hasta los pollos clorados, pasando por la repulsiva fragmentación o fracking [4]– son de por sí realmente ilustrativos, todavía queda por ver qué tanta «risa» pueden provocar las ojivas nucleares de Vladimir Putin, precisamente en momentos en que Washington y Bruselas ya dicen estar aterrados por las bombas nucleares de Irán, que ni siquiera existen todavía.

¿Acabará el nuevo pacto invitando a Rusia a formar parte de su «OTAN económica»? ¿Lo aceptará Vladimir Putin, quien prefiere jugar al pivoteo euroasiático entre la Unión Europea y China?

¿Cuáles serán las medidas preventivas y defensivas de la cercada China, que cuenta actualmente con las mayores reservas globales de divisas y que, pese a las Casandras globalistas/Noratlantistas, sigue creciendo en forma impresionante?

Una probabilidad insondable todavía es que el pacto económico noratlántico tenga como consecuencia un mayor acercamiento entre Rusia, la India y China), extensivo a los BRICS (o sea, los tres países ya mencionados más Brasil y Sudáfrica), mientras que los demás países tendrán que escoger por su cuenta y riesgo con cuál de los bloques van a jugar.

Fuente
La Jornada (México)

[1Siglas en español de Tratado de Libre Comercio de América del Norte ya vigente entre Canadá, Estados Unidos y México. NdlR.

[2Alianza de Libre Comercio de las Américas, que pretendía incluir a todos los países de América del Norte, Centro y Latinoamérica.

[3«Transatlantic pact promises bigger prize», por Philip Stephens, The Financial Times, 14 de febrero de 2013.

[4Técnica extremadamente contaminante utilizada en la extracción del gas de esquistos. NdlR.