La actual administración distrital de Bogotá ha convocado a todos los habitantes de la ciudad para celebrar en noviembre su primer Carnaval. Un gran goce y una inmensa representación popular que retome lo que somos, lo que sufrimos y lo que soñamos. Desde ya se escuchan propuestas y se comparten experiencias. Aquí unas primeras ideas para el debate.
Como muchas ciudades latinoamericanas, Bogotá es una compleja mezcla de formaciones sociales, y de culturas regionales y cosmopolitas. Su conformación está signada por la tensión social y cultural interna, entre élites centralistas y excluyentes y la periferia mestiza, solidaria a su modo porque es la que recibe y alberga a personas y grupos desplazados. Este fenómeno hace de Bogotá una ciudad socialmente nueva y culturalmente compleja. Los desplazados, sujetos de los dramas sociales acumulados, son también portadores de memoria y fundadores de nuevas formaciones culturales.
En Bogotá, las expresiones culturales regionales y las nuevas formaciones urbanas carecen de reconocimiento. Esa carencia, sumada a la falta de oportunidades, hace de ella la capital del rebusque, creatividad desde y para la supervivencia, expresada doblemente en la informalidad económica y la inseguridad social; pero también en formidables movimientos culturales alternativos que se expresan sobre todo en teatro, cine, artes plásticas, danza, literatura y música. La inseguridad no es un modo de ser sino una manera de carecer.
Por ello, un Carnaval en la ciudad tiene sentido si aporta en la creación de nexos solidarios entre la periferia y el centro; si se apoya en las organizaciones, grupos y formaciones sociales y culturales existentes; si desde la fiesta y la creatividad popular ayuda a recomponer un mapa cultural que de cuenta de la diversidad que nos caracteriza; y si contribuye a retejer los lazos sociales, rotos por el desafecto y la violencia.
A la hora de abocar el reto de este Carnaval, no podemos dejar a un lado la experiencia nacional. La historia de los carnavales en Colombia brinda grandes enseñanzas, tanto de lo que se debe hacer como de lo que se debe evitar. El primer Carnaval es el de Cartagena, desde los cabildos, forma mutual de solidaridad social, ligazón cultural y fiesta de afrocolombianos y mestizos; fue expropiado por las élites cartageneras y convertido en fiesta de escenario, blanca y excluyente, realizada para celebrar la ‘independencia’ mediante la coronación de reinas de belleza y donde la motivación fundamental es el comercio, el turismo y sobre todo la exclusión. Por fortuna, gracias a los grupos culturales populares, los artistas, la familia Zapata, los teatreros, los bailarines y comunidades, empieza la recuperación de los cabildos.
Bogotá es una ciudad de ciudades destinada por naturaleza a la convivencia de la modernidad con las tradiciones culturales regionales. Un Carnaval en Bogotá puede ser una oportunidad de reencuentro de esas culturas regionales con sus ciudades y culturas de origen; un puente entre las regiones que la habitan y las nuevas formaciones urbanas, entre la periferia y el centro; un espacio de expresión de las comunidades locales y barriales; y un lugar de comunicación de esta urbe con el mundo. Su fundamento estaría en evitar que tales expresiones sean el resultado de concursos y competencias que siempre ganan los más hábiles para escribir proyectos. Sería preferible que las convocatorias sean un llamado a procesos existentes y nuevos donde se pueda crear colectivamente una fiesta de fiestas que dé cuenta críticamente, desde la rumba, de lo que en esta ciudad estamos siendo y nos está pasando.
La fiesta y el duelo son formas primordiales de la vida social. Hacen parte de la representación de la vida y la muerte como dualidades fundamentales de la cultura.
El Carnaval es por excelencia la gran fiesta popular de celebración. Es un espacio-tiempo donde una comunidad puede transgredir transitoria los poderes establecidos. Como dice Bajtin, es una segunda vida del pueblo basada en la risa. El Carnaval, así ostente una gran teatralidad, tiene mayor relación con el juego que con el teatro, porque no hace separación entre actores y espectadores. Al Carnaval no se asiste. Se vive.
Existen varios tipos de carnavales. En unos, como el de Venecia, el disfraz generalmente apolíneo sirve a los actuantes como un enmascaramiento. En otros, como los de Barranquilla y Riosucio, el disfraz -más bien desde la caricatura o el esperpento- desenmascara conflictos, situaciones y personajes que subyacen en el imaginario popular. En estos carnavales, el disfraz tiene un carácter más bien dionisíaco.
Espacios de poder
Todo Carnaval es una especie de procesión invertida donde el baile, el disfraz, la risa, la música y el recorrido por la ciudad son básicos. Puede decirse que el Carnaval es una expedición por lugares sagrados o de poder, para demostrar ante la ciudad el otro poder demoledor, el del goce y la risa colectiva.
En Occidente, los espacios de poder están hechos en forma seria, ostensible y apolínea. Se construyen para consagrar la desigualdad social. En cambio, el Carnaval no tiene escenario fijo. Su espacio es el desfile festivo en el cual él mismo ostenta su carácter transitorio. Es un acontecimiento que pasa física y temporalmente. Queda en la memoria colectiva como valor intangible, pero sus efectos sociales son a veces demoledores. En el Carnaval de Barranquilla, a un funcionario representado en una parodia callejera, sacado y expuesto ante todos a la risa, le queda difícil recuperarse socialmente.
La sociedad de consumo y las instituciones intervienen las fiestas populares y los carnavales para instrumentalizarlos, buscando convertirlos en cultura-espectáculo. Lo primero que hacen es transformar la plaza pública, por excelencia espacio natural de la fiesta popular, y convertirla en escenario de espectáculos, y dividen así la comunidad entre actores y espectadores.
Movilización y catarsis
Los desfiles callejeros son catárticos, rituales de religancia, memoria del mito y renovación de poder. En ellos, la sociedad ostenta creencias y deseos. La ciudad es convocada a movilizarse. Y los motivos son generalmente de celebración, duelo, memoria y protesta. A la vez, toda movilización cuenta con ‘oficiantes’ que son sacerdotes y/o dirigentes que median entre el grupo, el asunto y la sociedad.
En Semana Santa, por ejemplo, la Iglesia convoca, oficia y ostenta las jerarquías. Las celebraciones religiosas no sacan al pueblo del orden existente. Por el contrario, los oficiantes, en este caso los jerarcas, movilizan a la gente desde la representación de la Pasión de Cristo para religarla de nuevo con sus creencias y temores. Son celebraciones jerárquicas que miran al pasado para conservar el orden social existente.
Las manifestaciones políticas son momentos catárticos de medición de fuerza y afirmación colectiva ante los poderes establecidos. En el caso de las manifestaciones políticas, al avanzar el desfile o la marcha, los participantes se ligan entre sí y con el asunto que les convoca, a veces de modo catártico, al punto de que en las grandes movilizaciones reivindicativas o políticas se encuentran personas pasivas que por la fuerza motivadora de la masa devienen en actos heroicos y pasionales de ruptura. Sin embargo, en general las manifestaciones políticas mantienen un carácter jerárquico. Los oficiantes, en este caso los dirigentes, van casi siempre adelante, mantienen y renuevan su autoridad, y las consignas se establecen de antemano.
El mundo al revés
En el Carnaval, en cambio, existe una liberación provisional de las jerarquías que crea un tipo de comunicación creativa, festiva, risueña y sobre todo insólita. Lo más extraordinario es su capacidad para relativizar los poderes establecidos y transmitir las cosmovisiones populares.
El Carnaval se caracteriza por romper la lógica de las cosas y cambiarlas por otras mediante parodias, inversiones, degradaciones, profanaciones, coronamientos y derrocamientos bufonescos. Es como un juego de permutas y saberes donde se presenta sarcásticamente lo irrisorio del poder, al mostrar el mundo al revés. En el Carnaval, el rey se viste de mendigo, y de rey el mendigo.
Los carnavales sacan a la calle los personajes como "reyes de burlas" y les declaman letanías en las que con liturgias paródicas caricaturizan sus atributos físicos y de comportamiento. En Occidente, la mayoría de carnavales está ligada a la religiosidad, razón por la cuál, en formidables creaciones colectivas, el pueblo recupera desde el juego lo que se le niega desde el poder.
A pesar de los intentos de compra manipuladora de agentes del turismo, empresarios de espectáculos y el propio establecimiento, el Carnaval es invendible en su esencia porque carece de oficiantes formales. Podría decirse que en el Carnaval el oficiante es el pueblo y la gran liturgia es la risa.
Mestizaje y Carnaval
El mestizaje en América ha transformado los carnavales al incorporar expresiones afroamericanas, indígenas y mestizas. En particular, la influencia africana ha transformado la fiesta popular en el mundo y le otorga sensualidad, negada en la culpa cristiana por la religión, que condena el sexo y el cuerpo al pecado de origen y al sufrimiento, especialmente en el caso de las mujeres.
Ejemplo de transgresión mestiza de esta condena se ve en el Carnaval de Rio, donde por encima de los intentos de comercialización se erige la dualidad de cuerpo desnudo y sensual, y cuerpo disfrazado en formidables narraciones de paso. Los cuerpos conviven en los relatos procesionales o comparsas al modo invertido de los autos sacramentales, en que, además de la imagen, el Carnaval se ‘toma’ literalmente la ciudad. En esa ‘toma’ festiva, transmuta desde el equívoco los valores y mitos que subyacen en el imaginario popular.
Tradiciones indígenas
Las tradiciones indígenas conservan y desarrollan complejísimos carnavales y fiestas populares. Uno de los más misteriosos es el Carnaval de Oruro (Bolivia), donde con fasto impresionante y en cuya elaboración las comunidades invierten meses de organización, imaginación y recursos, los danzantes desfilan una semana con verdadero frenesí colectivo que los conecta entre sí y con la memoria. Con asombrosos iconos, las comparsas de Oruro representan demonios fantásticos que hacen parte de complejas cosmovisiones culturales de las comunidades indígenas frente a los miedos traídos por los colonizadores. Mediante rituales colectivos masivos, los grupos entablan luchas que finalmente consiguen dominar los demonios y hacer prevalecer la fiesta como celebración de la vida.
En La Paz se hace la fiesta del Ekeko o las Alasitas, gran Feria del deseo. Es posible adquirir lo que uno desee, sólo con la compra de objetos tan minúsculos como ‘inútiles’ y bellos. ‘Utilidad’ y belleza residen en la ironía y la minuciosa elaboración artesanal. también, puede ‘adquirir" una representación de lo que necesita, o comprar a bajo costo algo que simboliza lo que espera que suceda: muebles, casas, dólares. Igualmente, en miniatura, representaciones de novios, amantes, maridos, esposas, viajes, fama. Luego los ofrece y se los cuelga al Ekeko, especie de mestizo próspero, cargado de poderes y dador de dones, bienes y deseos. Esta fiesta-feria es demoledora de la sociedad de consumo.
En Colombia existe un carnaval mestizo en que se le rinde culto al diablo. Es el Carnaval de Riosucio, en Caldas, surgido en un pueblo que estuvo cercado y aislado durante años por disputas de tierras entre los departamentos vecinos. La ‘liberación’ del aislamiento de Riosucio se selló con un Carnaval donde se erigió al diablo como testigo y patrón.
Fiesta asombrosa es la de los Muertos en México, especie de carnaval en el que festiva y amorosamente se puede transgredir el miedo occidental a la muerte. Los deudos hacen la fiesta en las tumbas de parientes y amigos; les llevan flores, música y comida al gusto del finado. La muertecita, sonriente, les acompaña, representada en iconos sincréticos, cómicos y alegres. La ciudad se inunda de mercados de la Muerte, que se vende como artesanía en yeso, latón y festones de alegres colores, elaborada minuciosamente en papel recortado. Literalmente, la Calaca, Pelona o Catrina, como la llaman, se convierte en alimento y se reparte en dulces y tortas. Es una calavera amiga, alegre y fiestera, surgida del mestizaje que desbarata y deconstruye la trágica cosmovisión occidental y cristiana que presenta a la muerte no como parte de la vida sino como ‘enemiga’. El primero de noviembre, cuando se celebra, no se puede estar triste porque el ‘muertito’ se entristece. Ese día, dicen los mexicanos, se debe acompañar al difunto llevándole lo que más le gustaba para "alegrarle la vida".
En el Pacífico colombiano, las comunidades afrodescen-dientes, cuando muere un niño, ‘celebran’ con rituales en los cuales en fiestas colectivas, entre tambores, letanías y coros, se danza y se canta el ingreso del niño inocente a los cielos y su conversión en ángel.
Creación colectiva
Amilkar Cabral, dirigente y poeta africano, dice que la cultura está hecha de las respuestas que los pueblos les dan a las crisis. Es por eso inimaginable un carnaval que no hable, en clave de fiesta, de lo que a la gente más le duele y asombra. El Carnaval es una de las más grandes creaciones colectivas y populares. Su preparación es un proceso complejo que en algunas partes representa para la comunidad un trabajo creativo y productivo de todo el año. En Rio de Janeiro, en ciertos lugares la organización y montaje de las comparsas se hace en escuelas de la comunidad. Primero eran las escuelas de samba, concebidas originalmente para el diseño de la comparsa y el aprendizaje coreográfico. Poco a poco, estos espacios se hacen verdaderas mutuales donde se intercambian saberes y sabidurías populares en complicadas tramas que combinan la tradición con la modernidad.
En algunas escuelas, la gente aprende a leer y escribir mientras baila, así como técnicas de sonido e iluminación mientras enseña y aprende danza y capoeira. Los artistas y técnicos participan con propuestas de diseño discutidas en la comunidad. A la vez que se estudia la tradición, mediante la enseñanza festiva se amplifica el conocimiento del territorio y la historia del mestizaje.
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