La reelección del presidente colombiano Álvaro Uribe ha tomado un ritmo tan vertiginoso, que ya varios analistas políticos consultados para este artículo coinciden en que las elecciones podrían precipitarse para octubre de este año o a más tardar en marzo del año próximo, es decir, cuando aun faltan dos años para que termine el periodo de cuatro para el cual fue elegido.
Para reflexionar con mayor profundidad sobre este tema, que bien podría cambiar el rumbo de la precaria democracia colombiana, vale la pena mirar en detalle cuál es el tortuoso camino que debe seguir el proyecto.
En primer lugar, un proyecto de reforma constitucional debe ser aprobado en cuatro debates en el Congreso de la República: dos en el Senado, y dos en la Cámara de Representantes. Los congresistas tienen que hacerlo a las carreras, antes del 20 de junio próximo, cuando vence el periodo de sesiones de las cámaras legislativas. Debe ser una reforma constitucional porque la Constitución expedida en 1991 de manera expresa prohíbe la reelección del Presidente de la República.
En Colombia existe la reelección a perpetuidad de los congresistas, y la reelección alternada de los gobernadores regionales y los alcaldes municipales, esto es, deben esperar un periodo para volverse a postular. Pero para Presidente está prohibida en todas sus formas. Esta tajante y muy tropical determinación de quienes redactaron la Constitución es el resultado de una tragicómica historia de reelecciones fallidas durante el siglo 20.
Todo aquel que ejerció el poder durante la centuria pasada y fue reelegido, terminó su mandato en medio del desastre político o simplemente no pudo terminar. Así le ocurrió al general Rafael Reyes a comienzos de siglo, y al flemático Alfonso López Pumarejo en los años cuarenta. El general Gustavo Rojas Pinilla fue derrocado en 1957 justamente cuando buscaba perpetuarse. Lo bajaron las mismas clases dominantes que cuatro años atrás habían aplaudido el golpe de Estado por el cual llegó al poder.
De allí la frase acuñada en política según la cual «nunca segundas partes fueron buenas».
La Asamblea Constituyente de 1991, conformada por una mezcla inusual de ex guerrilleros, veteranos ex parlamentarios, respetados académicos, indígenas primíparos, industriales en receso, uno que otro representante de los narcotraficantes, candidatos presidenciales frustrados y hasta un ex presidente de la República, decidió prohibir la reelección.
Esta fue una decisión formal que refleja un hecho real: a los colombianos no les gusta la reelección. O no les gustaba, porque con el actual presidente Álvaro Uribe los estudios de opinión dicen de manera reiterada que los consultados quieren que repita mandato. Casi todos los presidentes colombianos han gozado de una buena imagen durante los dos primeros años de gobierno, periodo conocido como la «luna de miel». Al único que se le ha ocurrido que esa transitoria popularidad debe convertirse en una prolongación de su mandato es a Álvaro Uribe.
De allí que varios analistas coinciden en que si es aprobada la reforma constitucional, las elecciones podrían realizarse de inmediato, es decir, en octubre de este año o en marzo del próximo. Esperar más tiempo sería arriesgarse a que el Presidente pierda popularidad y eventualmente sea derrotado. Un fiasco del tamaño de una catedral.
Pero sigamos con el proceso que debe surtir el proyecto. De ser aprobado antes del 20 de junio, habría una «segunda vuelta» a partir del 20 de julio, cuando se inicia un nuevo periodo legislativo. Una vez más, debe darse un debate en la comisión del Senado y en el pleno de esta corporación, y sendos debates en comisión y en el pleno de la Cámara de Representantes. Para esta «segunda vuelta» el proyecto debe ser aprobado por mayoría absoluta de los miembros de cada una de las cámaras legislativas. En síntesis, el Presidente de la República debe asegurar en primer término una mayoría parlamentaria.
Como en Colombia no existen partidos políticos organizados, el mandatario debe cerciorarse de gobernar dando participación burocrática a cada pequeño grupo político que lo apoye, y aun a cada uno de los congresistas.
Generar equilibrio en este proceso es muy difícil, y si le da más cuota o puestos públicos a un representante a la Cámara que es rival de otro, puede perder un valioso voto a la hora de las definiciones. Por eso ya varios columnistas de prensa hablan del Presidente-candidato: todas las decisiones que tome en adelante, los puestos de mando que nombre, los presupuestos que asigne, van a estar atravesadas por su firme de decisión de ser reelegido. Sus potenciales competidores van a denunciarlo con ferocidad.
Si el proyecto es aprobado por el Congreso, debe aun pasar el último examen en la Corte Constitucional, que puede pronunciarse sobre la forma en que fue aprobado, esto es, que haya reunido las mayorías calificadas y que haya cumplido con todos los trámites y condiciones en su paso por las cámaras legislativas. La Corte no puede pronunciarse sobre el contenido mismo del proyecto pues se supone que el Congreso es autónomo para reformar la Constitución. Esas sutilezas, sin embargo, no son comunes en Colombia. Existe la posibilidad de que el proyecto se ahogue en este punto del proceso.
Existen otros caminos quizá más cortos, como que el Congreso apruebe una ley de referendo y llevar el proyecto de reelección directamente a las urnas, pero esto supondría dos elecciones: una para aprobar el proyecto, y otra para votar por los candidatos, dentro de los cuales estaría el actual Presidente.
Independientemente del camino que se adopte, el Presidente y sus colaboradores están decididos a sacar el proyecto adelante, y a hacerlo cuanto antes. El Gobierno considera que tiene los reales factores de poder a su favor: el Ejército, el Gobierno de los Estados Unidos, los grandes empresarios, los principales canales de televisión, y una mayoría probada dos veces en las urnas.
Por qué quiere la reelección
El presidente Uribe llegó al poder con la promesa de acabar con la guerrilla de las Farc. Hace poco dijo que si esa guerrilla lleva cuarenta años luchando contra el Estado, él necesita más de cuatro años para combatirla. El embajador de los Estados Unidos en Colombia respaldó su declaración.
Pero combatir a la guerrilla campesina más antigua del mundo no es fácil. Sus mandos están replegados en las espesas selvas del sur de Colombia que solo ellos conocen palmo a palmo. Tienen una concepción del tiempo rotundamente opuesta a los habitantes de las ciudades. Mientras en el mundo moderno los resultados se miden en lapsos fijos de tiempo -el Presidente prometió derrotar a la guerrilla en cuatro años-, en el mundo rural, del cual son oriundos los principales dirigentes y los guerrilleros rasos, no hay premura. Exhiben como mérito histórico el hecho de haber pasado de ser un pequeño grupo de cincuenta hombres en 1964, cuando nacieron, a ser un ejército de miles de hombres con una cerrada organización política y militar.
La estrategia del gobierno de Uribe ha sido atacar con severidad a la guerrilla, y la estrategia de la guerrilla ha sido replegarse. El Gobierno lucha contra un enemigo fantasma, y el tiempo corre en su contra. Hasta el momento los principales mandos guerrilleros siguen vivos y escondidos en la selva, y no hay noticia de grandes combates. Existe en las ciudades la percepción de que esta aparente calma se origina en el éxito continuado del Gobierno en el campo militar. Si a esto se le suma una recuperación económica después de, al menos, cuatro años de recesión, hay configurado un escenario virtual para decir, como dicen los asesores del Presidente: «ninguna empresa cambia a su gerente cuando éste está haciendo las cosas bien».
Desconocen que un país no es una empresa comercial. A los cinco males que ha padecido Colombia en su reciente historia: narcotráfico, pobreza extrema, corrupción política, guerrilla y paramilitares, se le puede sumar ahora, con la reelección presidencial, uno nuevo: la tiranía.
Manténgase en contacto
Síganos en las redes sociales
Subscribe to weekly newsletter