El 4 de noviembre de 1964, en un golpe de Estado casi incruento, concluyeron 12 años ininterrumpidos de gobierno del MNR, para entonces ahogado por graves contradicciones internas que anunciaban su diáspora. Con el golpe se inició el período denominado de la Restauración, favorable a las fuerzas regresivas encarnadas, principalmente, en regímenes militares fuertes -excepto en el interregno de Juan José Torres- que tomaban así la revancha histórica en el monopolio político del MNR.

Aunque el proceso de la Revolución Nacional -y la política de protagonismo estatal- prosiguió hasta la dictación del celebérrimo D.S. Nº 21060 de adopción del nuevo modelo económico de apertura, el hecho es que desde 1964, fue posible la reconformación de un sistema político que no había sido totalmente desmantelado luego de las épicas jornadas del 9 de abril de 1952, esto es, durante la Revolución.

El ciclo de la Restauración, si bien no cambió sustancialmente el modelo estatista y, al contrario, éste se profundizó en la era de los gobiernos militares que se prolongaron hasta finales de la década de los 70’ y el retorno de la democracia, los actores políticos preponderantes -militares golpistas, en su mayoría- reclutaron asesores civiles identificados con los sectores más conservadores o reaccionarios.

El ejemplo más claro -en esas sorprendentes paradojas con las que la Historia suele imbricar el hilo de la evolución de los pueblos- lo tuvimos en 1971, cuando el entonces coronel Hugo Banzer conformó una plataforma político-partidaria denominada Frente Popular Nacionalista con los sectores más agresivos del golpismo militarista: la Falange Socialista Boliviana -de clara tendencia derechista y fascistoide- acompañando ¡quién lo creyera! a sectores del MNR próximos a Paz Estenssoro. El experimento duró muy poco y, ya en 1974, las Fuerzas Armadas asumieron a plenitud y en exclusiva los destinos del país.

La Restauración, no fue sino un período formal de desquite y de revancha de las fuerzas resentidas por su desplazamiento político, especialmente por cuenta de sectores sociales ascendentes -clases medias empobrecidas, intelectuales de izquierda y, desde luego, el sindicalismo revolucionario encabezado por los mineros bolivianos-. Manteniéndose casi intacto el modelo económico estatista, sin embargo, se permitió el reflujo y reacomodo de las posiciones más regresivas, duras y fascistas.

Cambió la sustancia, no lo esencial o material.

Salvando las naturales distancias entre aquellos años y los actuales, a más de cuatro décadas de la inauguración del ciclo de la Restauración, nos encontramos ante situaciones históricas -no la Historia, que ésta no se repite- harto similares.

En efecto, al agotamiento de la Revolución Nacional y su fracaso en alcanzar los objetivos históricos señalados por Carlos Montenegro -el principal de los ideólogos de la Revolución- en la doctrina del “nacionalismo revolucionario”, operó un recambio en la dirigencia política -ya en la Restauración- reclutándose cuadros entre los sectores más reaccionarios y duros del país. Empero, este elemento subjetivo alternativo se reveló impotente para revertir los profundos cambios estructurales producidos en una línea histórica revolucionaria que, incluso antes de 1952, veníase anunciando desde las grandes movilizaciones sociales de la Guerra del Chaco, en los años 30’.

De similar manera, inaugurado en octubre de 1985 el ciclo popularmente llamado “neoliberal” con su parafernalia de procesos “capitalizadores” -eufemismo para evitar el más sincero término de privatización de los medios de producción estatatales- en el hito que marca el D.S. Nº 21060, resulta que el modelo económico adoptado -a casi veinte años de su empecinada aplicación, atorado como se encuentra, no halla forma ni fórmula de revertir el estado general de empobrecimiento generalizado del país. El modelo se encuentra, entonces, agotado.

Y es que el estancamiento y la miseria siguen invictas a pesar del anuncio presidencial que proclama haberse superado la crisis económica (véanse, por ejemplo, las optimistas manifestaciones en el Foro de la CAINCO o, últimamente, el mensaje del 6 de Agosto). Para el presidente, la crisis ya pasó y, mas bien, es la hora del despegue económico con los próximos 2,000 millones que espera alcanzar el país en sus exportaciones. En rigor, el alza inusitada y circunstancial de los precios en nuestras materias primas, que explican estas sumas extraordinarias sólo ha conocido precedentes en el septenio banzerista.

Si fuere verdad que la crisis ha finalizado, habría que informar tan halagüeñas noticias, por ejemplo, a los niños del norte potosino que fallecen según tasas de mortalidad sólo comparables a las de la Somalia africana. Quizá si los infelices infantes se enteran de las buenas nuevas, dejarían de morir de manera tan impertinente.

Ahora bien, el cambio del modelo económico vino exigiéndose desde hacen varios años atrás, primero intuitivamente y luego, con esa precisión “del pueblo que siente, aunque a veces no sabe” -según diría Antonio Gramsci- desde las épicas jornadas de movilizaciones populares en la culminación del Siglo XX, esto es, desde el año 2000. Sin embargo, la carencia de un vehículo efectivo de presión social que sea capaz de revertir la implacable aplicación de las recetas ortodoxas, sólo pudo obtener una tregua en ocasión de los sangrientos sucesos de Octubre de 2003.

La llamada Agenda de Octubre impuso el resquebrajamiento de la dura cerviz del modelo adoptado. Pero, la carencia de un claro referente político -recrudecidas las contradicciones casi insuperables entre los sectores sociales interesados en el cambio en razón a la reiterada aplicación de una única forma de protesta- y, desde luego, la claudicación de algunos de los sectores más comprometidos con el cambio, llevaron al descalabro al movimiento social. El referendo y sus capciosas preguntas vino, finalmente, a ratificar el quebranto de las fuerzas populares durante el presente año, por lo menos desde la pura perspectiva cronológica.

Contrario sensu, el adalid del nuevo movimiento de ascenso y reflujo restaurador es, indudablemente, Carlos Mesa cuyos niveles de popularidad -ni por él sospechados al momento de pedir dones y talentos a sus hadas madrinas- han alcanzado cotas abrumadoras que explican, de un lado, sus prácticas bonapartistas así como la desesperación de sus enconados detractores, casi reducidos al bochorno y la anemia.

Pero tampoco esto es novedad histórica. Triunfante René Barrientos Ortuño el año 1964, precisaba de un baño legitimador en voto popular y no únicamente olor a multitudes. Así ocurrió y en las elecciones presidenciales a los dos años de su asonada golpista, ganó cómodamente el derecho a sentarse en el sillón presidencial.

Barrientos, rebautizado también como el “general del pueblo”, hacía gala de su simpatía, carisma, temeridad, bonhomía y, por supuesto, el bonapartismo muy a la boliviana. Aficionado al paracaidismo, copiloto de coches de carrera y favorecido por las simpatías femeninas, vivía en una acelerada vorágine de poder hasta que la fatalidad truncó su vida a poco de la asunción de su mandato. Quien, en Cochabamba, visite su tumba, se sorprenderá que, a casi medio siglo de su trágico fallecimiento, no es olvidado por el pueblo llano que, en esa rara religiosidad que desconcierta a los políticos, no hace faltar flores en su lápida, así como reverdece siempre el casi sagrado lugar donde fue acribillado Ernesto Guevara por orden, justamente, de Barrientos. Sorprendentemente, la imaginería popular hoy atribuye milagros a San Ernesto de la Higuera y, calladamente, le enciende velas en la noche.

Barrientos no llegó a consolidar el proyecto restaurador. Esa labor estaba reservada a otros más conformados al proyecto formal porque al “general del pueblo”, el sino de una fatalidad casi islámica lo perseguía desde la cuna. A Carlos Mesa el destino le ha arrebujado en privilegios inauditos para los mortales comunes. En similitud a su antecesor, Mesa también está embriagado por sus precoces triunfos que lo llevan, casi insensible, al bonapartismo a la boliviana. La última prueba de su talante caudillesco ha sido la designación dedocrática de autoridades judiciales y del Ministerio Público. Semejante audacia, además del aplauso de sus áulicos y su prensa adicta goza, se quiera o no, del beneplácito popular. Hoy, es casi un populista.

Pero -y lo dijimos hacen varios meses (“Mesa, el Kerenski boliviano...”)- no verá, al menos como presidente, el nuevo país que comenzará a refundarse -aunque parcialmente- en la Asamblea Constituyente. Mesa podrá, si acaso, culminar el proceso de restauración del sistema político que lo ha prohijado y catapultado al éxito o la fama. Así es la Historia, a unos -como Barrientos o Mesa, cesaristas de corazón- les reserva suficiente carisma para el éxito. Sólo a unos pocos elegidos, la gloria.

Carlos Mesa apuesta empeñosamente a la supervivencia del sistema político y su mayor representante cual es el Parlamento hoy reconstituido y aún contestatario a su autoridad y férula, como todo adolescente con permiso de un sábado a la noche. Pero, y es lo grave, también apuesta -a pesar de sus protestas estatizantes- al modelo económico vigente. Prueba de ello tenemos en su versión corta de Ley de Hidrocarburos, como en la amplia y desarrollada, genéticamente clonada a la próxima en abrogarse de Sánchez de Lozada.

Mientras en el mundo corren nuevos vientos que proponen nuevos modelos y paradigmas -y si no es así, pregúntenle al Nóbel de Economía Amartya Sen- en Bolivia se insiste obcecadamente en el modelo exportador. Ya lo dijo el presidente Mesa, hay que exportar y, si es posible, firmar ya el TLC con Estados Unidos para incrementar nuestras exportaciones. Cuenta para ello con el sistema político que tanto ama y que, seguramente, le devolverá gentilezas y venias con el apoyo de la tradicional coalición gubernamental gonista recompuesta para los próximos tres años.

La suerte está echada. De las varias “restauraciones” que recoge nuestra Historia, la de Carlos Mesa, al igual que la de 1964, no podrá revertir la fatal declinación del modelo, cuyas angustiosas señales de agotamiento cunden universalmente y, mas todavía, en la desnutrida y expoliada Bolivia, ejemplo patético de país exportador.

Nuestro presidente ha apostado a la restauración del modelo gonista así como su clásico sistema político de “democracia pactada” o partidocracia. Ha reclutado -como en el 64 o el 71- lo más granado de la élite ortodoxa fiel al recetario exportador.

Pero, lamentablemente para todos ellos, incluyendo el hoy victorioso presidente Mesa, el tiempo y los modos de la Historia son inexorables y aún fatales.