La madrugada llegó a La Habana el 4 de abril de 1980 sin sobresaltos. Un séquito de nubes porfiaba por cerrar el paso al sol, confundiendo a una incipiente primavera que se aprestaba graciosamente a dorar los vastos y aromáticos campos de caña de azúcar y tabaco. El Embajador Jaime Cáceres se disponía a viajar de regreso a Lima, vía Panamá. Su misión había fracasado, pero tenía en mente su próximo viaje a Argelia adonde había sido nombrado como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario. El ambiente en la residencia de la Embajada del Perú era más bien de resignación.

El Segundo Secretario Gustavo Gutiérrez Pizarro, incorporado dos semanas antes al staff de la Embajada, pensó por un momento que era también su deber acompañar al aeropuerto al Embajador Cáceres. Pero, para sorpresa suya, el Encargado de Negocios ad interim, Primer Secretario Ernesto Pinto-Bazurco, dispuso de otra manera, instruyéndole con buen criterio que permaneciera en los locales de la Embajada. Si bien Gutiérrez, inicialmente, aceptó a regañadientes esa orden, instantes después comprendió que era preferible quedarse en vista de los días de fronda por los que atravesaban las relaciones bilaterales peruano-cubanas.

En el trayecto al aeropuerto “José Martí”, Pinto-Bazurco se enteró por la radio que el Gobierno cubano había dispuesto el retiro de la protección policial (“posta”) a la Embajada del Perú situada en la esquina de 72 con la Quinta Avenida, del barrio residencial de Miramar, lo cual de hecho significaba una invitación a la ciudadanía para invadirla. De regreso a la Embajada, luego de despedir al enviado peruano, comentó preocupado con Gutiérrez la nueva situación que esa medida podía crear, aparte que no dejó de extrañarle el retraso de la edición cotidiana del matutino “Granma”. No por coincidencia, este órgano oficial del Gobierno cubano recién apareció horas más tarde, reproduciendo en primera plana la misma información propalada por la radio, con lo cual la suerte estaba virtualmente echada.

Primero, fueron unos cuantos individuos que tímidamente, por la Quinta Avenida, compulsaron la buena voluntad de los diplomáticos peruanos, desde las nueve de la mañana de ese 4 de abril. A ellos se sumaron otros y otros, entre los que se encontraban bravucones, lumpen, oportunistas, auténticos disidentes, o simplemente curiosos y aventureros. Hasta que desde la madrugada del día domingo de Pascuas, 6 de abril, se produjo la inundación total, a causa del incesante torrente humano que anegó el estrecho predio de dos mil metros cuadrados donde se encontraban, unidas por un estrecho jardín, tanto la residencia como la cancillería de la Embajada del Perú. Al final de ese día la cifra fluctuaba entre las ocho mil y diez mil personas que decían ejercer su derecho de salir de Cuba en un marco surrealista de incontrolables reacciones, hambre, hedor incontenible, insolación, brotes epidémicos, incertidumbre de diversos tipos y agrio intercambio de comunicados entre los Gobiernos del Perú y Cuba, al punto que la situación parecía fuera de control para ambos gobiernos.

¿Era evitable esta crisis? Es la primera pregunta que surge ahora que han transcurrido más de veinte años de esos inesperados sucesos. ¿No fueron óptimas las relaciones que tejió el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada con el Gobierno del Comandante Fidel Castro Ruz? Es otra pregunta que con derecho sería menester responder. ¿Es cierto, como dice el Embajador Edgardo de Habich, quien tuvo la representación del Perú en La Habana entre el 20 de marzo de 1977 y el 30 de enero de 1980, que de haberle dejado actuar el canciller peruano de entonces, Embajador Arturo García García, en pro del respeto de la inmunidad de la Embajada del Perú, dicha invasión habría podido evitarse? Es una tercera pregunta cuya respuesta tampoco se puede eludir. ¿Fue, por el contrario, la supuesta incitación a la invasión a través del levantamiento de la custodia, una represalia del Gobierno cubano ante la negligente incomprensión del Perú que vivía por esos días un clima de efervescencia electoral, tras doce años de dictadura? Es otra pregunta para la que también tiene que haber una respuesta. O, ¿fue, tal vez, esa avalancha humana que inundó la sede diplomática peruana y la emigración masiva que le sucedió, efecto colateral fortuito de la manipulación artera y del desentendimiento entre los Jefes de Estado del Perú y Cuba? Es una interrogante que, por primera vez, solo nos limitaremos a plantearla aquí, basados en un sólido testimonio nunca antes revelado. ¿Fueron los invasores verdaderos asilados o refugiados, o simplemente visitantes de hecho, por haber entrado y salido de la Embajada del Perú, a los que la coyuntura les permitió abandonar Cuba inconformes como estaban con el régimen castrista o simplemente por el hecho de ser indeseables? Esta es la sexta pregunta que merece atención. ¿Puede la violación masiva de los derechos humanos justificar la modalidad masiva del asilo o la reinterpretación sui generis de éste derecho? Es otra interrogante que también tiene que ser absuelta. Finalmente, ¿quién debería tener la responsabilidad internacional por esta histórica crisis? ¿Puede atribuirse a gobiernos o a personas? Y cuando hablamos de responsabilidad, ¿no está, acaso, atenuada por los efectos benéficos que tuvo para cientos de auténticos disidentes cubanos?

En las páginas siguientes vamos a tratar de responder a todas esas preguntas siguiendo una metodología estrictamente cronológica, como mejor manera de comprender la evolución de los acontecimientos día tras día, sin descuidar las causas mediatas que fueron las que crearon, en buena cuenta, el contexto de dicha crisis. Se procurará hacer un análisis político, diplomático y jurídico, dentro de lo posible imparcial, de este interesante caso que es, hoy en día, parte de los anales de las Relaciones Internacionales. En fin, se dejará para el epílogo el relato en términos casi anecdóticos de la manera cómo, en mayo de 1988, el entonces canciller Luis Gonzales Posada puso punto final al serio incidente de 1980, reducido en 1988 a tres “ingresantes”, con una buena dosis de osadía y sentido político de las cosas.