No vale la pena escarbar ahora para averiguar dónde y cuándo se inventó la libertad de expresión. Baste saber que fueron los Estados Unidos quienes la aplicaron de modo más consecuente y sistemático, incorporando la transparencia a la vida social.

Eso es la democracia, hija de las libertades básicas, aquellas que los fundadores de la Nación pasaron por alto al redactar la Constitución, omisión corregida en 1789 cuando en el primer Congreso de los Estados Unidos, se aprobaron las diez primeras enmiendas a la Carta Magna, conocidas como Declaración de Derechos. La primera de esas enmiendas protege la libertad de expresión.

La indagación tiene sentido para saber por qué, Estados Unidos se desmiente y abandona el camino que lo llevó al éxito.

La reacción norteamericana ante la puesta en marcha de TeleSur es un inexplicable exabrupto, una hostilidad de oficio y gratuita y una muestra de ignorancia.

TeleSur es un proyecto, una idea, una línea de deseos, una intención positiva, un reto, un vector para la confrontación ideológica y un espacio para el diálogo que auspician personas inteligentes y maduras que defienden la libertad de expresión y la libre circulación de las ideas. “No estoy de acuerdo con su opinión - decía un filósofo- pero daría mi vida por defender su derecho a expresarla”.

Con la entrada en escena de los grandes empresarios de la prensa, Joseph Pulitzer y Randolph Hearst, en el siglo XIX, el periodismo norteamericano adquirió su configuración moderna y se convirtió en lo que durante mucho tiempo se llamó un cuarto poder o la conciencia critica de la sociedad.

Aunque desde siempre existieron los límites que la propiedad privada impone a los medios de difusión y a la profesión periodística, la libertad de empresa devino paliativo, reforzando la permisividad característica del capitalismo desarrollado, donde todo puede ser cuestionado, excepto las bases del sistema.

Los satélites y la televisión por cable aunque revolucionaron la comunicación internacional y permitieron la transmisión mundial de noticias, eventos deportivos y espectáculos en tiempo real, no modificaron esencialmente las reglas del negocio. La información siguió siendo privada y las prioridades, aunque mundiales, fueron establecidas por los dueños y editores de los grandes canales y órganos de prensa.

En cuanto a la televisión, los satélites permitieron realizar transmisiones más allá del horizonte, entregando las señales a estaciones terrenas que las distribuían por cable o las entregaban a emisoras locales. Aunque el proceso se ha simplificado, no obstante, todavía para captar una señal de satélite es preciso contratar el servicio o adquirir los artefactos apropiados.

Por eso resulta insólito lo que acaba de ocurrir en el Congreso norteamericano, donde el Representante, Connie Mack, amenazó a Venezuela con transmisiones de radio y televisión en represalia por la salida al aire de TeleSur. Mack evidentemente ignora las exigencias tecnológicas para la propagación de una señal de televisión, los requisitos para arrendar espacios en los satélites de comunicación y las exigencias legales de las organizaciones internacionales de telecomunicaciones.

La peregrina idea de que Estados Unidos debe organizar emisiones de radio o televisión hacía Venezuela para proteger el derecho de los venezolanos a la libre información, pasa por alto que en ese país operan 48 canales de televisión, 46 de ellos privados. En el espacio radioeléctrico venezolano conviven señales de más de 120 canales de 4 continentes.

Al aludir el asunto se mencionó el precedente de Cuba, sin aclarar que desde hace 40 años contra la isla se trasmiten señales de radio y últimamente de televisión.

En la década de los sesenta operó la llamada radio Swan. Más tarde la Voz de los Estados Unidos estableció un programa denominado “Cita con Cuba”, que se mantuvo en el aire durante una década y en 1985 salió al aire la llamada Radio Martí, seguida en 1990 por la televisión. En más de 20 años ni un programa de esa radio ni una emisión de tal televisión ha sido visto en la Isla.

Connie Mack, no sabe lo que dice cuando alude a Cuba y trata de establecer analogías.

Cuba es una isla ubicada alrededor de 150 kilómetros de los Estados Unidos que puede ser alcanzada por señales de radio de ondas medias emitidas desde el aerostato elevado en Cud Joe Key, hasta la Isla, donde son despedazadas por la interferencia cubana.

Entre Caracas y Miami, en línea recta hay más de 2000 kilómetros, que hacen inviable las emisiones por ondas medias e imposible una transmisión de televisión en las bandas de VHF. Para que una señal de televisión llegue de la Florida a Caracas, el globo debería alcanzar la altura de la constelación de Casiopea. Si de lo que se trata es de una transmisión por satélite, no hay que amenazar. En este minuto hay decenas, una más, no estorbaría.

Mucho más grave que esas bravuconadas es la participación de la radio y la televisión piratas en la política norteamericana hacía Cuba.

Hace apenas unos días, el 26 de julio, el presidente Fidel Castro reveló que Estados Unidos incrementó sus transmisiones, aprovechando las circunstancias creadas por el paso del huracán Dennis.

Al respecto, es bueno saber que según la reglamentación internacional, durante un desastre natural los servicios de radiocomunicaciones no imprescindibles, se abstienen de salir al aire para evitar causar interferencias a los que están dedicados al auxilio de las personas y la atención de las contingencias. Nunca se había dado el caso de que esas situaciones fueran aprovechadas para obtener ventajas políticas, lo que además de una ilegalidad, entraña una falta ética.

El presidente cubano precisó que las emisiones radiales y televisivas de Estados Unidos dirigidas a Cuba alcanzan casi 2.500 horas semanales y reveló que, en menos de un año, se han efectuado 46 transmisiones desde un avión militar.

Es oportuno subrayar que las emisiones de radio y televisión desde medios móviles, especialmente aviones y buques están especialmente prohibidas por los acuerdos internacionales de la materia y significan un brutal desacato al reglamento de la Unión Internacional de Telecomunicaciones que lo prohíbe expresamente.

Según sus directivos: “TeleSUR, no es un proyecto confrontacional, sino una idea nacida de la necesidad de los pueblos de la región de contar con un medio que permita a los latinoamericanos, identificarse con sus propios valores, divulgar su imagen más autentica, debatir sus ideas y transmitir sus propios contenidos, libre y equitativamente”.

No hace falta forzar las analogías ni comparar a TeleSur con otros proyectos como son Al Jazirah o Al-Arabiya.

Es cierto que a los países árabes, lo mismo que los de Europa y América Latina padecen la hegemonía de la TV Norteamericana, aunque en nuestro caso no se trata, como en el de los árabes y de los musulmanes de otra cultura.

Aunque hay matices y diferencias más o menos profundas, entre Estados Unidos y América Latina, las diferencias a que se aluden no son de religión o cultura. No se trata de otro Dios o de otro arte, sino de asimetrías en los niveles de desarrollo social y económico, posibilidades de acceso a la cultura y a los bienes del progreso y de prioridades informativas.

Si Estados Unidos fuera consecuente con la filosofía conque se fundó, en lugar de hostilizarla, aplaudiría a TeleSur y desde luego, competiría con ella. Tratar de ahogarla al nacer es un gesto de intolerancia que hubiera escandalizado a los defensores de la libertad de expresión.