La ausencia temporal de Fidel Castro al frente de Cuba abre un tiempo de interrogantes e incertidumbres. Más allá de especulaciones, pocos ponen en duda la solidez del pueblo cubano para afrontar los nuevos tiempos.
“Una vez dije que el día que me muera nadie lo va a creer”, repitió Fidel Castro al periodista Ignacio Ramonet. Fidel no murió, pero la decisión adoptada el 31 de julio –cederle el mando a su hermano Raúl para ser sometido a una delicada operación quirúrgica– resultó un trago casi indigerible para buena parte de los latinoamericanos. Según Dora María Tellez, comandante sandinista y candidata por el Movimiento de Renovación Sandinista, Fidel no volverá a ocupar el cargo que transfirió a su hermano. “No creo que la delegación de funciones sea provisional, es un retiro definitivo, probablemente está muy enfermo. Lo que viene ahora es la sucesión que estaba preparada durante años”, dijo a la agencia AFP.
Sea como fuera, retorne o no Fidel a su cargo, en Cuba se abren tiempos de incertidumbres. A la incierta evolución de la salud del líder debe sumarse, nada menos, la incógnita sobre el modo de proceder de la administración de George W Bush, que viene preparando desde hace tiempo una suerte de “transición” que no consiste en otra cosa que en tomar las riendas, directa o indirectamente, de los asuntos cubanos. ¿Lo hará a través de una intervención militar al estilo Haití o alentando la “oposición” contrarrevolucionaria?
El proyecto timoneado por Bush y los halcones de la Casa Blanca es claro y conocido: fuera de dudas, seguirán trabajando como lo han hecho en los últimos 47 años por destruir la revolución, con el inocultable deseo de volver a convertir la isla en un burdel apto para la acumulación de capital. Es fácil adivinar que la apuesta imperial está condenada al fracaso. No sólo por la resistencia que ofrecerán los cubanos, sino también por el clima social y político que se vive en el continente. La pregunta, en este caso, es cómo hará Estados Unidos para influir en la transición que parece haber comenzado en Cuba.
Planes no les faltan. El vocero del Departamento de Estado, Sean McCormack, dijo que el gobierno de Bush tiene previstos 80 millones de dólares para apoyar y promover un cambio político poscastrista. The Wall Street Journal, siempre preocupado por los negocios, especula con que en el futuro Cuba pueda imitar el modelo de China, abriendo la economía a la inversión extranjera y al sector privado mientras intenta mantener un estricto control político. Finalmente, The New York Times advierte sobre la posibilidad de que cubano estadounidenses regresen a Cuba de manera “prematura” para demandar propiedades o puestos oficiales.
La sola idea de que el imperio consiga arrasar con la revolución cubana es vivida con justificada ansiedad por millones de personas en todo el mundo y, muy particularmente, en América Latina. Pero no es probable que eso suceda. Basta observar la actual relación de fuerzas en el continente para concluir que soplan vientos contrarios a las ambiciones imperiales de Washington, por no mencionar el fracaso de su estrategia en Oriente Medio y el Golfo Pérsico. Una aventura militar estaría destinada al fracaso por la segura resistencia cubana, pero la estrategia de la Casa Blanca tampoco consiguió hacer pie en sectores mínimamente significativos de la población de la isla.
El espectro de la URSS
Sin embargo, no terminan ahí las incertidumbres. “Los yankis no pueden destruir este proceso revolucionario”, señala Fidel en la larga entrevista con Ramonet, publicada bajo el título Biografía a dos voces, [1] pero a renglón seguido agrega: “Pero este país puede autodestruirse por sí mismo”. El líder cubano alude a los errores y desaciertos, a los vicios y la corrupción que encuentra en el régimen que preside (“mucho robo, muchos desvíos”, señala en la misma página de la mencionada entrevista). En este sentido, las preguntas se multiplican: ¿qué hará la generación de dirigentes que sucedan a Fidel y Raúl, toda vez que estamos ante un recambio generacional? ¿Cómo actuarán el Partido Comunista, las fuerzas armadas, los sindicatos y las organizaciones sociales?
El abrupto fin de la experiencia soviética, la gigantesca nación de los soviets que parecía asentada sobre granito, sorprendió a amigos, adversarios, y hasta a indiferentes. Lo que parecía imposible, sucedió. La forma como cayó un régimen que, más allá del juicio que merezca, parecía a salvo de intempestivos derrumbes, sigue siendo una sombra que sobrevuela sobre cualquier proyecto diferente al hegemónico. Si la URSS se vino abajo, a cualquier otro proceso puede sucederle lo mismo; tal sería una de las conclusiones del precipitado final de la que fue durante décadas la segunda superpotencia del planeta. ¿Será, como asegura The Washigton Post, que la población de la isla “está lista para un cambio”? ¿Qué hará la “oposición”? ¿Aprovechará el momento para lanzarse a las calles, provocando un caos que justifique algún tipo de intervención militar extranjera? ¿Qué hará la oposición que busca cambios pero dentro de la revolución?
Suena raro hablar de la Cuba pos Fidel. Sin embargo ha sido el propio Castro quien puso el tema en la agenda, mucho antes de la cesión de la presidencia a su hermano Raúl. Sin duda, los dos espectros mencionados juegan –como convidados de piedra– en la coyuntura cubana: el fantasma de una caída espectacular como sucediera con la Unión Soviética y el llamado socialismo real, por un lado, y la actitud del imperialismo, por otra.
Al final de su entrevista con Ramonet, Castro asegura que “ningún país se ha enfrentado a ningún adversario tan poderoso, tan rico, a su maquinaria de publicidad, a su bloqueo, a una desintegración del punto de apoyo”. Según esta interpretación, la fortaleza espiritual de las cuatro generaciones formadas desde 1959 sería suficiente para asegurar la continuidad del proceso. La diferencia entre el proceso cubano y el soviético, según Fidel, permite albergar el mayor optimismo. En efecto, “hubo quienes creyeron que con métodos capitalistas iban a construir el socialismo”, le dijo a Ramonet. Pero la experiencia histórica reciente sigue siendo una loza pesada que obliga a la cautela.
¿Hora de cambios?
Los análisis sobre “qué pasará en Cuba sin Fidel” tienen en cuenta una multiplicidad de factores, pero dejan de lado uno que resulta fundamental. Que Fidel Castro es un personaje notable de nuestra época, tal vez la figura central de la segunda mitad del siglo XX, está fuera de duda. Pero la excepcionalidad de este tronco especialmente robusto, lo es en la medida que forma parte de un esplendoroso bosque: una de las sociedades más notables de las últimas décadas. Un pueblo, o mejor dicho una parte significativa del pueblo cubano –porque en las sociedades occidentales, que se sepa, no existen unanimidades–, que ha seguido apoyando activamente a la revolución pese a las dificultades económicas, la omnipresencia de la burocracia y la tan mencionada “falta de libertades”.
Seguramente, una parte de los cubanos apoyan la revolución a regañadientes, otros con tibieza y otros con fervor. ¿Cómo medirlo? En estos casos no sirven las encuestas. Lo cierto es que ningún pueblo soporta sin rebelarse durante 47 años un régimen al que considera oprobioso. No sucedió con Franco en España, ni con Somoza en Nicaragua, ni con Stroessner en Paraguay, por poner apenas tres ejemplos. En todos los casos, la población puso en pie movimientos antidictatoriales pese a la dureza de la represión. La caída del socialismo real no se debió, tampoco, a causas externas, sino al sordo pero eficiente sabotaje cotidiano con que la población mostraba su rechazo al régimen. Con mayor o menor entusiasmo, todo indica que la inmensa mayoría de los cubanos reconocen los beneficios que la revolución trajo a sus vidas, más allá de las críticas. Y, lo que resulta decisivo, que no los seduce la oferta de una sociedad de mercado y competencia feroz que se les hace desde Estados Unidos y Europa.
Lo que suceda de ahora en adelante en Cuba lo decidirán los cubanos, como lo vienen haciendo desde hace tiempo, y muy en particular en los últimos cincuenta años. Fidel Castro, como ha señalado estos días el teólogo de la liberación Jon Sobrino, “ha simbolizado algo que, al menos en el inconsciente, muchos seres humanos quieren que se simbolice”: la dignidad de decir No al imperio.
[1] Ignacio Ramonet, Biografía a dos voces, Debate, Barcelona, 2006, pág 567.
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