“Manuela salió de la iglesia santiguándose y con un gesto de autoridad se dirigió al grupo indios que se encontraban sentados en el pretil. Los días de angustia junto al lecho de su hermano hicieron mella en su apariencia. Estaba cansada. Necesito que me hagan una caridad, por el amor de Dios les solicitó. Debemos llevar el cadáver de mi hermano hasta la ermita de San José en la recolección de “El Tejar”. Unas pocas beatas habían formado un grupo en las gradas de la iglesia y cuchicheaba entre sí: dizque se ha muerto el Dr. Eugenio. ¡Dizque se ha muerto, no! Repetían.

Manuela no les prestó atención e ingresó a la iglesia seguida de cuatro indios. Se arrodillo brevemente y se dirigió al altar mayor. Sobre una mesa larga y con cuatro velas, una en cada esquina del anda de madera rústica, estaba el cadáver de Eugenio Espejo. José Mejía se acercó solícito y los indios cargaron el cadáver. Manuela miró alrededor. No había nadie más que ellos. Ni siquiera el sacerdote que oficio la misa se quedó para acompañarlos.

De esta manera salió el cortejo fúnebre. Cuatro indios cargaban el anda y atrás de ellos caminaban Manuela y José Mejía Lequerica. Al tomar la calle que los llevaría al cementerio de El Tejar, llegó Joaquín Lagraña, quien se encargó de ir a la iglesia de El Sagrario a solicitar el certificado de defunción. Se lo entregó a Manuela. Gracias. Su merced ha sido el único amigo que nos ha acompañado. Que Dios se lo pague . ¡Dónde están Andramuño y Boniche? ¡Dónde el Marquesito…? Se refería a Juan Pío Montúfar.

José Mejía, usted y yo y nadie más… Y no pudo contener el llanto. El padre Joaquín Lagraña la abrazó y continuó el cortejo. Una llovizna helada empezaba a caer. José Mejía Lequerica tomó el Certificado que Manuela apretaba entre sus manos y lo leyó en voz baja: “Libro de muertos donde se asientan los Mestizos, Montañeses, Indios, Negros y Mulatos: En veintiocho de diciembre año de mil setecientos noventa y cinco: el Dr. Joaquín Lagraña, trasladó el cadáver del Dr. Eugenio a la recolección de la Merced. Murió socorrido de todos los Santos Sacramentos y para que conste lo firma. Mariano Parra”.

Así está narrado el final de uno de los más ilustres ecuatorianos de todos los tiempos, en el libro titulado “Vida, pasión y muerte de EUGENIO ESPEJO”, escrito por Marco Chiriboga. Villaquirán, y publicada en la Colección Bicentenario.

Sepultado a hombros de cuatro indios. Indios como él, “Chusig´” de apellido, pues sus contemporáneos nunca le perdonaron que siendo indio se convirtiera en un medico ilustrado y sabio, graduado de Doctor en Medicina, el lunes l0 de julio de 1767, después de sortear todas las dificultades que le pusieron, con las notas más altas que se podían otorgar a un estudiante. Igualmente y mientras ejercía su profesión de médico, estudió y se graduó como doctor en Filosofía y Leyes, puesto que él consideraba que un buen médico debía ser una persona culta en todas las ciencias.

El miércoles 23 de Junio de l779, en forma manuscrita y con una dedicatoria al entonces Presidente de la Real Audiencia de Quito, José Diguja, circula el libro “El Nuevo Luciano o Despertador de los nuevos ingenios quiteños en nueve conversaciones eruditas para el estímulo de la literatura” firmado por Javier de Cía Apéstegui y Perochena. El libro era una dura crítica a la falta de preparación de los maestros, de los oradores sagrados y de los profesionales en general, quienes, según el autor, estaban obligados a superar su nivel de conocimientos en beneficio del vulgo.

El libro fue motivo de escándalo, pues no solo afectaba a Sancho de Escobar sino a los curas, abogados, médicos, y todos quienes se consideraban cultos. Espejo había iniciado una cruzada contra la ignorancia y, los ignorantes, una campaña igual para destruirlo.

Es cuando se produce su primera prisión. Se le acusa de ser el autor de una serie de pasquines que aparecieron contra el Gobernador García Pizarro, y de no cumplir una orden dado por el gobernador para que se dirija a Lima, Cuando viaja a Riobamba como primer paso para seguir a Lima, José Miguel Vallejo, cumpliendo la orden del Presidente de la Audiencia, lo captura en Riobamba y lo trae engrillado a Quito, como si se tratara de un delincuente común. Al llegar a Quito se lo encierra en un calabozo del Cuartel de Infantería. Después de mantenerlo preso por más de tres meses, el Presidente ordena que se lo ponga en libertad, bajo la condición de que preste atención médica a su hija doña Josefa, quien se encontraba afectada por una extraña enfermedad.