El asunto, sumamente grave y alarmante, es que aún tienen peso clave en la política global los grupos de poder que siguen imaginando que el conflicto con el uso de las armas atómicas sería algo ajeno a su pellejo.
En pocas palabras, están seriamente persuadidos de que nunca serán blancos a batir, sino omnipotentes e intocables tiradores.
Lo terrible, vale reiterarlo, es que aún cuando se trata de los poseedores de un discernimiento propio de orates, cuentan con grandes prerrogativas como para convertirse en los enterradores suicidas de la especie humana.
Se trata, además, de exponentes de lo más retrógrado del sistema imperialista. No puede pasarse por alto que el arma atómica era el sueño de la extremista y racista Alemania nazi, empeñada en convertirse por la fuerza militar en el ombligo del orbe.
O de que esas aspiraciones absolutistas han tenido en los Estados Unidos excelente terreno de cultivo, de manera que Washington se convirtió en el más apto heredero de la intención de imponerse mediante la fuerza devastadora al resto de la humanidad.
De hecho, Estados Unidos es el único país del mundo que ha utilizado armas nucleares contra sus oponentes, cuando en agosto de 1945 lanzó sendas bombas atómicas contra las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki.
Desde entonces a la fecha, esa potencia ha dedicado billones de dólares y lo mejor de su fuerza de trabajo especializada en crear nuevos artefactos de destrucción masiva, a la vez que hace lo imposible por sembrar entre sus ciudadanos la visión de que semejante esfuerzo es imprescindible en aras de la seguridad nacional que solo huele a crudo hegemonismo.
Si alguien duda de que esos sueños de imposición global bajo la llama atómica son cosas del pasado, basta recordar el aún fresco interés de los círculos norteamericanos de poder por crear el titulado “sistema antimisiles”, el cual bajo el pretexto de defensa de la nación, pretende en realidad poder golpear a los enemigos sin la posibilidad de una devastadora respuesta por los agredidos.
No se puede ser iluso. El poder destructivo nuclear global hoy ronda los 20 mil artefactos, más que suficiente para pulverizar la civilización varias veces. Y esa responsabilidad brutal la tendrían aquellos que decidan dar fuego a los polvorines a cuenta de sus apetencias.
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