Pienso que en general el libro es acertado también en sus planteamientos y muestra que la lectura directa y desinteresada de las fuentes históricas conduce a una visión muy diferente de la que promueven algunas figuras del medio académico, de la derecha y de círculos clericales, que desde hace décadas han tratado de idealizar el papel histórico de la Iglesia y de las huestes cristeras.

Abundan los testimonios históricos de la guerra cristera en muchas bibliotecas, tanto físicas como virtuales. Incluso en librerías de segunda mano se pueden encontrar textos escritos por los protagonistas del conflicto (no por sus apologistas del siglo XXI); las hemerotecas y los archivos dan cuenta también de los hechos del pasado, por lo que sólo hace falta el interés y la disposición de conocer esos materiales.

Ilustrada profusamente con fotografías, páginas de periódicos y grabados de la época, La guerra olvidada, que consta de 207 páginas, está escrita de manera clara, sencilla y ágil, cualidades siempre deseables.
La supuesta epopeya cristera

Como señala el autor: “[…] la guerra cristera levanta aún muchas pasiones, tanto en los círculos liberales como en las organizaciones católicas más tradicionalistas […]; abundan en internet las páginas de organizaciones católicas que culpan abiertamente al gobierno, al marxismo y a la masonería de lo que llaman ‘persecución religiosa’. A la guerra cristera le dicen ‘epopeya cristera’. Son páginas […] que expresan un profundo resentimiento y verdadero odio hacia el gobierno de Plutarco Elías Calles, a quien en ocasiones califican de ‘anticatólico y masón’, a pesar de que han transcurrido 80 años desde entonces […]” (La guerra olvidada, página 8).

García Guzmán explica también cómo llevó a cabo sus indagaciones: “Ya que es muy difícil tratar un tema con objetividad, y más aun éste, he procurado no hacer caso de lo que dice tal o cual autor, o tal o cual página de internet, ya que abundan las visiones parciales e interesadas de los dos bandos […] en vez de eso, me he remitido, siempre que ha sido posible, a los documentos originales, con el afán de dudar, investigar y comprobar por uno mismo, tanto como sea posible” (ibídem, página 9).

En ese afán de descubrir por sí mismo la verdad, el autor plantea un hecho muy importante, que desafía la visión propagandística de los cristeros como meras víctimas de una persecución religiosa desatada por Plutarco Elías Calles; por el contrario, las sublevaciones cristeras tienen como antecedente “los conflictos entre la Iglesia Católica y el Estado mexicano, que abarcan prácticamente toda la historia del país” (ibídem, página 10).

Ciertamente, la guerra cristera vino a ser un eslabón más en la cadena de enfrentamientos entre liberales y conservadores, centrados en la oposición entre libertad y tradición, respectivamente. Por ello, Sergio García hace un recuento de los principales hechos relacionados con la política religiosa en nuestro país desde la época de la Independencia: la oposición de la jerarquía católica a los movimientos de Miguel Hidalgo y José María Morelos, el apoyo clerical al imperio de Iturbide y al centralismo de Santa Anna; las Leyes de Reforma, la guerra entre liberales y conservadores, el respaldo de éstos a la intervención francesa; el porfiriato, así como la Revolución Mexicana, el respaldo de sectores clericales al golpe de Estado de Victoriano Huerta, y finalmente la Constitución de 1917, que motivó el recrudecimiento del conflicto religioso y la guerra cristera.

En todos los casos hace referencia a fuentes como son las leyes mismas, los planes políticos, proclamas, manifiestos, encíclicas papales, informes de gobierno, debates en la Cámara de Diputados y notas de prensa.

Resume el largo conflicto Iglesia-Estado en términos de un mecanismo de acción y reacción: “En cuanto el Estado emite una ley o reforma de corte liberal, el clero responde inmediatamente con una rebelión o conflicto que tiende a preservar la influencia y privilegios de la Iglesia” (ibídem, página 29).

Pude ver en esa síntesis histórica sólo una errata, que no afecta las tesis que plantea el autor ni el resto del contenido de la obra. Se trata de un dato acerca de la muerte de Santa Anna; leemos en La guerra olvidada: “En 1855 una nueva rebelión lo derrota [a Santa Anna en la Revolución de Ayutla] y sale exiliado a Colombia, en donde muere”.

Efectivamente, salió exiliado, pero regresó en 1874 y murió 2 años después en su casona ubicada en lo que hoy es la calle de Bolívar, 14, donde está la librería cristiana Visión, así como una cafetería y restaurante. Está enterrado en el Panteón del Tepeyac, cerca de la tumba del cristero Luis Segura Vilchis, Luisito, como dice su lápida (http://contra-la-derecha.blogspot.mx/2008/05/santanismo-de-fecal.html) y quien, en 1927, participó en al menos dos atentados contra Obregón (La guerra olvidada, página 111).

Por otro lado, si extendemos la revisión histórica al periodo de la Conquista y de la Colonia, encontramos ahí la raíz más lejana del proyecto cristero y del conservadurismo católico: la añoranza de la hegemonía católica en la sociedad y en el gobierno.

En la Colonia, la Inquisición castigaba la heterodoxia religiosa y los comportamientos contrarios a las normas morales impuestas por el catolicismo, que no admitía la práctica de otra religión.

Antes, Hernán Cortés llegó a nuestras tierras con la bandera de imponer la religión católica y en sus Cartas de relación solía agradecer a Dios y a los santos haber podido matar en sus batallas a miles de indígenas “idólatras”.

El ánimo que mostraron los cristeros en sus actos, y sus ideólogos, dirigentes y partidarios en sus escritos es muy similar a esa ideología colonial, al grado de que algunos cristeros y sus apologistas también solían agradecer a Di os por haberles permitido matar, ya no a numerosos aztecas, sino a muchos soldados federales.

Por ejemplo, el sacerdote Lauro López Beltrán, en su libro La persecución religiosa en México (Tradición, México, 1987), alega que las numerosas bajas del Ejército contra los cristeros se debían a que estos contaban con la “ayuda de Dios”, idea que encontramos también, entre otros, en el historiador procristero Antonio Rius Facius, quien relata varias masacres de soldados federales cometidas por los cristeros “para que fuera más clara y espléndida la maravillosa intervención [en apoyo de éstos] de la Santa Madre de Dios y Madre Nuestra” (Méjico cristero, Patria, México, 1960, página 274).

En testimonios de la guerra cristera encontramos relatos de personas linchadas por los fanáticos, por no haber secundado el grito de “¡Viva Cristo Rey!” (véase de Heriberto Navarrete Por Dios y por la patria. Memorias de mi participación en defensa de la libertad de conciencia y culto, durante la persecución religiosa en México de 1926 a 1929, Tradición, México, 1980, páginas 105-106. Navarrete fue colaborador del general cristero Enrique Gorostieta; luego de la guerra se hizo sacerdote jesuita).

Asimismo, los propios cristeros, en sus pronunciamientos y en himnos que todavía se llegan a entonar en los templos (www.google.com.mx/#q=%22himno+cristero%22+and+%22es+de+mar%C3%ADa+la+naci%C3%B3n%22&tbm=vid) expresaron que su lucha era para implantar “el reinado de Jesucristo” en “nuestra nación”, es decir, la hegemonía católica en el país.

Luego del asesinato de Álvaro Obregón, José de León Toral fue interrogado por Plutarco Elías Calles, a quien le dijo: “Lo que hice [matar a Obregón] fue para que Cristo pudiera reinar en México” (Rius Facius, op cit, página 373; García Guzmán, op cit, página 121).

Esa forma de entender la religión evoca el afán de cruzada de los conquistadores y la escalada contra los protestantes, que condujo a la matanza de San Bartolomé en la Francia del siglo XVI; los cristeros también buscaron exterminar a los “enemigos de la Iglesia”, sólo que sus circunstancias fueron diferentes: no detentaban el control político y militar, sino que representaban a la oposición, y en esa ocasión no fueron los vencedores en lo que consideraban una “guerra santa”. De hecho, y como documenta en su libro Sergio García, en agosto de 1926, en Estados Unidos, Los Caballeros de Colón habían definido la lucha del clero contra el gobierno mexicano como una “moderna cruzada contra los enemigos de la cristiandad” (México cristero, página 100).
Las dos rebeliones cristeras

García Guzmán elabora una buena síntesis de la primera guerra cristera (1926-1929) y hace notar que en ese conflicto “los obispos y el Vaticano coinciden en algo: consideran que la sublevación es moralmente lícita” (ibídem, página 88).

Entre otras cosas, puntualiza que fue la jerarquía católica (y no el gobierno, como equivocada o tendenciosamente afirman algunos) la que ordenó el cierre de los templos el 31 de julio de 1926 (página 83). Tal medida buscaba presionar a las autoridades, pues “muchos católicos están furiosos por la suspensión de misas y culpan de todo al gobierno federal” (página 86). La guerra cristera fructificó en regiones de gran arraigo católico como los Altos de Jalisco, Guanajuato, Michoacán y Zacatecas y puede decirse que comenzó y terminó cuando lo quiso la jerarquía católica: desde el momento en que cerró los templos hasta que estableció los famosos acuerdos con el gobierno.

En 1925 varias organizaciones constituyeron la llamada “Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa”, que vendría a ser como el brazo político y militar para respaldar los intereses clericales; varios de esos grupos existen hasta la fecha y siguen participando en el activismo conservador. Por ejemplo, Los Caballeros de Colón, que volvieron a la escena pública durante los sexenios panistas para apoyar a la Iglesia a la vez que a la derecha en el poder, así como la Unión Nacional de Padres de Familia, creada en 1917 y que siempre se ha opuesto a la educación sexual, a la despenalización del aborto etcétera; esta organización también tuvo mayor protagonismo en la época panista.

Como en toda guerra, en la cristera ambos bandos cometieron atrocidades, pero los pretendidos mártires cristeros han contado con un coro de apologistas y con todo el apoyo económico y político de la Iglesia, al grado de que el Vaticano llevó a los altares a varios de ellos, incluyendo uno de sus principales ideólogos: Anacleto González Flores.

En contraste, muy pocos autores han tratado de difundir, como es el caso de Sergio García Guzmán, una visión más objetiva de la guerra cristera, y así ha quedado abandonada la memoria de los maestros, maestras, agraristas, protestantes, librepensadores y soldados martirizados por los cristeros.

La barbarie cristera se acentuó, si cabe, en la segunda rebelión, que tuvo lugar durante el sexenio de Lázaro Cárdenas, pero ya sin el apoyo decidido del clero; los cristeros quemaban escuelas y muchos maestros y maestras rurales fueron vejados, mutilados y asesinados. Esta segunda rebelión, que transcurrió de 1935 a 1941, mostraba su afinidad con el franquismo, como quedó plasmado en las páginas de la publicación cristera David.

En 1962, Thomas Samuel Kuhn publicó su libro La estructura de las revoluciones científicas (editado en México por el Fondo de Cultura Económica), que llegó a ser una de las principales referencias de la filosofía de la ciencia en el siglo XX. Sus planteamientos motivaron la reflexión sobre los aspectos históricos y sociológicos de las ciencias y en el cambio de teorías dentro de la ciencia, actividad que se rige no sólo por criterios perfectos de verdad y racionalidad sino por los intereses de los personajes que logran imponer sus ideas y sus decisiones en las comunidades científicas.

Hay elementos de poder y de autoridad en la actividad científica (tanto en las ciencias naturales como en las sociales) tal como ocurre en la política, la cultura y los medios de comunicación convencionales. Pero en los últimos años hemos vivido una verdadera revolución en todos esos ámbitos, por la democratización del conocimiento que implica el desarrollo del internet, donde la información puede obtenerse y difundirse libremente.

En el caso concreto de la guerra cristera, en algunos o muchos círculos académicos, han prevalecido las ideas impuestas por el prestigio y la autoridad de investigadores afines al catolicismo y por lo tanto a la causa cristera. Si sólo ellos pudieran difundir sus planteamientos, gracias a su posición en instituciones educativas y a su acceso a los medios de comunicación, como ocurría hasta hace pocos años, tales ideas serían inconmovibles hasta que dichos científicos fueran reemplazados por los de nuevas generaciones que, de hecho, habrían sido educadas en esos modelos.

Actualmente, gracias a las nuevas formas de comunicación, cualquier persona, tenga o no influencia en el medio académico, puede no sólo investigar por sí misma sino difundir sus resultados. Si éstos son acertados, su verdad se hará patente a los demás, día con día, por su congruencia con otros datos.

El trabajo de Sergio García Guzmán, que ha tenido una acogida favorable en internet y en algunas presentaciones públicas, cumple precisamente con esa función: de cuestionar interpretaciones tendenciosas de la guerra cristera mediante información que cualquier persona puede verificar.

Es parte del importante proceso de democratización del conocimiento que estamos viviendo hoy en día. Lo mismo ha ocurrido con otros trabajos, cada vez más conocidos y citados en el ciberespacio, como el libro Los nuevos beatos cristeros. Crónica de una guerra santa, escrito en 2005 por Laura Campos Jiménez, historiadora egresada de la Universidad de Guadalajara y donde critica la visión clerical de la guerra cristera (https://laicismo.org/ data/imgs/imagen_15302.png).

Cabe esperar que esos esfuerzos fructifiquen sembrando en muchas otras personas la inquietud por acceder directamente a las fuentes históricas, formarse una idea más imparcial y exacta de los hechos del pasado y, por ende, un mejor criterio como ciudadanos.

Fuente
Contralínea (México)