La estabilidad de la economía mexicana descansará sobre cuatro principios: consolidar las finanzas públicas; contener y estabilizar el aumento de la deuda pública; reducir el gasto público; y mejorar en su calidad el menor gasto corriente. Esto derivará en más desempleo y pobreza para las mayorías
“Lo cierto es que los años transcurridos desde que tomamos el camino de la austeridad han sido pésimos para los trabajadores, pero nada malos para los ricos; [a éstos] les está yendo bastante bien. El plan de austeridad se parece mucho a la simple expresión de las preferencias de la clase superior, oculta tras una fachada de rigor académico. Lo que quiere el 1 por ciento con los ingresos más altos se convierte en lo que las ciencias económicas dicen que debemos hacer”
Paul Krugman, “La solución del 1 por ciento”, El País, 28 abril de 2013
El gobierno federal y el Congreso han mentido a las mayorías sobre los altos costos inmediatos y mediatos de la política fiscal austera que prevalecerá en el último bienio de la actual administración. Según el presidente Enrique Peña, “la prioridad de la política hacendaria es garantizar la estabilidad macroeconómica [y] proteger y fortalecer la economía de las familias mexicanas”.
Al margen de que se cumpla o no el segundo aserto –la propia lógica de las ortodoxas políticas económica y fiscal permite afirmar que, como veremos más adelante, en realidad, éste no es más que una falacia, porque las mayorías cargarán, otra vez, con los costos nocivos del ajuste, tal y como ocurrió con los programas similares impuestos por Miguel de la Madrid, Carlos Salinas o Ernesto Zedillo, por ejemplo–, la estabilidad descansará sobre cuatro principios que Peña delineó y a los cuales debe ceñirse el trabajo de José Antonio Meade, secretario de Hacienda y Crédito Público.
1) La “consolidación de las finanzas públicas” como objetivo principal, tecnicismo o eufemismo si se prefiere, que implica alcanzar balance cero o equilibrio entre el total de ingresos y gastos (programable y no programable), y recuperar el superávit primario (la diferencia entre los ingresos presupuestarios y el gasto total sin considerar el costo financiero público) perdido entre 2009 y 2016, a raíz, primero, del colapso sistémico del neoliberalismo, y luego, por la decisión oficial de mantenerlo, aunque no como parte de una estrategia contracíclica de tipo keynesiano, porque el crecimiento económico se estancó con este gobierno en una mediocre tasa de 2 por ciento en promedio anual, peor que la calderonista de 2.1 por ciento) y la foxista (2.3 por ciento), sino por el derrumbe de los ingresos petroleros y la insuficiente recaudación no tributaria. Ni los recortes del gasto público en 2015 y 2016 lograron mejorar el déficit fiscal.
El excedente primario que se espera obtener a partir de 2017, porque los ingresos tendrán que ser mayores al gasto programable, será empleado para garantizar el pago de compromisos financieros del Estado. Sobre todo el destinado a la deuda pública interna y externa, cuyo saldo ha crecido irresponsablemente gracias a su fácil acceso, debido a las tasas de interés internacionales de cero por ciento, o negativas si se descuenta la inflación, impulsada por la política monetaria laxa impuesta por los países desarrollados después del colapso global de 2008, como un intento desesperado por evitar una peor quiebra de los intermediarios y los sistemas financieros saturados de papeles basura, y que fue seguida por los bancos centrales del mudo subdesarrollado, como el mexicano, aunque manteniendo un diferencial favorable para atraer la inversión especulativa.
Si el saldo de la deuda pública se elevó, también lo hicieron, en correspondencia, los intereses cubiertos por la misma. El cambio monetario de la Reserva Federal de Estados Unidos a finales de 2014, en favor del alza gradual de los réditos (hacia la “normalidad monetaria” como se le ha llamado), seguido por el Banco de México –adicionalmente atormentado por el riesgo inflacionario, las burbujas especulativas y la fuga de capitales– y otros bancos centrales, simplemente aceleró el alza anual de los intereses devengado por los débitos. Esa tendencia se mantendrá en los años subsecuentes, lo que presionará aún más a las finanzas públicas, con el riesgo de elevar el déficit fiscal y nutrir el fantasma de la crisis fiscal del estado.
2) En esa perspectiva, como segunda tarea, Peña ha encomendado a Meade, contener y estabilizar el aumento de la deuda pública, el instrumento fácil empleado por Luis Videgaray, exsecretario de Hacienda, para compensar la debilidad tributaria estructural y ocultar el fracaso de la “reforma” fiscal de 2013 que no proporcionó los ingresos necesarios para financiar el gasto público requerido por el crecimiento económico, el bienestar social y la inversión productiva.
Esa decisión fue, en parte, forzada por las desacreditadas empresas calificadoras internacionales que degradaron la calificación de los títulos de deuda emitida por el gobierno mexicano, con el consecuente aumento en el costo del acceso al crédito.
En marzo, Moody’s la bajó de estable a negativa –también lo hizo con Petróleos Mexicanos–, debido al respaldo financiero que el gobierno federal se vio obligado a concederle a la exparaestatal para capitalizarla, mejorar su liquidez y retrasar su bancarrota. El monto fue por 73.5 mil millones de pesos, cantidad que se detinará para reducir sus pasivo circulante y sus adeudos con proveedores y contratistas.
En agosto, Standard & Poor’s Global Ratings (S&P) revisó la perspectiva de las calificaciones de largo plazo de estable a negativa en los próximos 24 meses si el nivel de deuda neta del gobierno o la carga de intereses se deteriora por encima de sus expectativas, y aumenta la vulnerabilidad de las finanzas públicas ante los choques adversos. En ese momento S&P señaló que la deuda se ubicó en 42 por ciento del PIB (producto interno bruto) en 2015, y estimaba que subiría a 45 por ciento en 2016 y 47-48 por ciento en 2018-2019. En 2005 era de 28 por ciento del PIB. Aunque considera que su nivel actual es moderado, los márgenes de maniobra fiscal se han reducido.
Aquí cabe preguntarse: ¿la deuda es o no grande para justificar el ajuste fiscal? ¿Cuál es el parámetro que permite definirlo? ¿Cuál es porcentaje del PIB, concepto empleado por diversos economistas y por S&P, para considerarlo alto, preocupante, problemático? Si es alto, ¿ello implica que estamos frente a un gobierno derrochador y no queda otra opción que el ajuste fiscal?
En realidad, como señalan Pedro Rossi, de la Universidad Estatal de Campinas, y otros economistas brasileños en su trabajo Austeridade e retrocesso. Finanças públicas e política fiscal no Brasil, “no existe un porcentaje en donde la relación deuda pública/PIB se vuelva problemática. Esto dependerá del uso de la deuda, de la recaudación, del crecimiento y otros factores. La excesiva preocupación por el nivel de deuda es llevado por los prejuicios ideológicos y una visión estrecha de la relación entre el Estado, el dinero del Estado y la deuda pública”.
No obstante, Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff estimaron que un “umbral” de la deuda situado de 90 por ciento del PIB es peligroso y conduciría a una crisis fiscal y la recesión. Presuroso, el Fondo Monetario Internacional (FMI) utilizó ese “hallazgo” para imponer sus bestiales programas de choque a países como Irlanda, Grecia o Italia.
Pero otros economistas descubrieron que los simpáticos Reinhart y Rogoff hicieron trampa: manipularon las estadísticas para justificar sus resultados y cometieron un colegial error de cómputo. Se volvieron el hazmerreír.
A finales de 2010, el FMI replanteó el estudio con mejores datos. Sus resultados invalidaron aquellos “hallazgos”, pero no cambiaron sus programas de austeridad, que los peñistas usan desde 2015 pese al impacto en la población.
En su nota La solución de 1 por ciento, el economista Paul Krugman calificó dichas propuestas austerianas como “sandeces”. “Sin embargo, la austeridad mantuvo e incluso reforzó su dominio sobre la opinión de la élite. ¿Por qué? [Porque] los ricos, en su inmensa mayoría, consideran que el déficit es el problema más importante al que nos enfrentamos. ¿Y cómo debería reducirse el déficit presupuestario? Los ricos están a favor de recortar el gasto federal en asistencia sanitaria y la seguridad social –es decir, en “derechos a prestaciones”–, mientras que los ciudadanos en general quieren realmente que aumente el gasto en esos programas”.
“El plan de austeridad parece la expresión de la clase superior”, agrega Krugman. “Han captado la idea: el plan de austeridad se parece mucho a la simple expresión de las preferencias de la clase superior, oculta tras una fachada de rigor académico. Lo que quiere el 1 por ciento con los ingresos más altos se convierte en lo que las ciencias económicas dicen que debemos hacer”.
Pero aún con esas “sandeces”, antes de ser despedido, Videgaray hablaba de la necesidad de “recortes en el gasto para tranquilizar a los inversionistas acerca de cómo se maneja la economía del país, protegerla contra la inflación y evitar un mayor inestabilidad en los mercados”.
Peña refrendó su “firme compromiso” de “no crear nuevos impuestos ni aumentar los existentes”. En los CGPE de 2017 se dice lo mismo, pues se busca honrar el acuerdo de certidumbre tributaria, firmado en febrero de 2014, sólo por los empleados de Peña, con Videgaray a la cabeza. Ellos mismo “pactaron” no modificar la legislación tributaria hasta el 30 de noviembre de 2018; no aplicar nuevos impuestos, ni aumentar las tasas de los existentes, ni reducir o eliminar los beneficios fiscales ni las exenciones ya aprobadas; combatir la evasión fiscal y promover la formalidad; respetar los derechos de los contribuyentes y a las decisiones del poder judicial ante sus demandas; mejorar la eficiencia y la transparencia en los ingresos y gastos públicos.
Pero como dijo la politóloga María Amparo Casar, en su artículo “Pacto fiscal, ¿ignorancia o demagogia?”, no “es acuerdo, ni da certidumbre, ni tiene efectos vinculantes, ni posee mecanismos para hacerlo valer, ni es de competencia exclusiva de quien lo firmó”. Es un “compromiso unilateral que asume el gobierno frente a sí mismo. Si mañana decide que no es conveniente, sólo tiene que decir que ‘siempre no’. La única consecuencia sería de reputación y, ya se sabe, es algo que no importa mucho a la clase política”.
El economista Gerardo Esquivel agregó: “No sé a quién se le ocurrió que [ese] acuerdo era necesario o una buena idea. No es ni lo uno ni lo otro. Es una pésima ocurrencia que ata de manos al gobierno, lo limita y acota su capacidad de decisión e influencia en la conducción económica del país. [Es] una decisión propia, un castigo autoinfligido, que excluye a la sociedad, usurpa las funciones del Congreso. Congela un statu quo que sabemos que está mal: el de las tasas tributarias más bajas del mundo. Justo cuando se desplomaron los ingresos petroleros”.
Cabe señalar que los peñistas no se comprometieron a no recortar el gasto ni a emplear el déficit como instrumento contracíclico, ni modificar la ley fiscal que le obliga al equilibrio presupuestario. Por ley están impedidos; les obliga buscar el balance fiscal cero.
Es justo la solución que quiere de 1 por ciento. ¿Han captado la idea?, como dijo Krugman. Peña honró su “ocurrencia”: no elevó los impuestos. ¿Cómo entonces se buscará la “consolidación fiscal”?
Pues con los otros dos principios:
3) La reducción del gasto público que supuestamente ayudará a la estabilidad macroeconómica; y
4) La mejoría en su calidad, el menor gasto corriente y de los “innecesarios”, el privilegio de la inversión y los programas sociales más efectivos contra la pobreza.
“Ahora –agregó Peña– le tocará al gobierno apretarse el cinturón, no a las familias ni a las empresas; el ajuste recaerá en todos los gobiernos y los órdenes de gobierno y no en la ciudadanía.”
El gasto total se integra por el programable, que el gobierno controla, y no programable, que no controla. Peña se comprometió pagar sin regateo el pago de sus compromisos financieros, los intereses de la deuda y el rescate bancario, incluidos en el primer concepto. Sólo le quedaba pasar la tijera por el programable, que sí controla: el gasto administrativo de las instituciones públicas; el económico, en qué gasta; el funcional, hacia dónde destina, por ejemplo, en bienestar social (educación o salud), el productivo o los aparatos represivos del Estado.
El gasto programable será recortado y descuartizado según lo requieran los compromisos financieros y el equilibrio fiscal.
Ésas son “las señales creíbles” que, como dice Meade, se quieren “mandar” como muestra de que “hay convicción y compromiso con una política económica responsable, realista, con equidad, que preserve la estabilidad, privilegia la sostenibilidad de las finanzas públicas y el prestigio del buen manejo”.
¿Creíbles para quién? Porque el futuro que se preludia dejará más incomprendido a Peña ante las mayorías.
Un ajuste fiscal y monetario ortodoxo es procíclico y en una economía debilitada la postra aún más; afecta más al empleo, los salarios, el consumo y la inversión. En ese aspecto, los peñistas mintieron. También lo hicieron en el caso del gasto público. El recorte social y productivo será indiscriminado, como veremos en las siguientes entregas.
Una cosa sí es clara: el pueblo gozará, viajará en autos de primera, se divertir y se alimentará bien a través de sus representantes, porque a ellos no les afectará el ajuste.
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