Desde 2014, el escenario internacional volvió irreal los supuestos de política económica y fiscal anuales. Las cinco iniciativas anuales de política fiscal, con sus respectivos paquetes económicos, cuatro de ellas, que incluyen al periodo 2014-2017, fracasaron. Cuando fueron convertidas en ley por el Congreso, sus variables básicas esperadas –el nivel de ingresos y gasto públicos planeados, el balance fiscal, el nivel de endeudamiento, el tipo de cambio, las tasas de interés o el crecimiento económico– ya habían sido desbordadas y sepultadas por la realidad. En esas circunstancias, la planeación y conducción económica ha tenido que ser improvisada, con desdichados resultados.

Ni siquiera las metas fiscales de 2013 se cumplieron, debido al anárquico manejo hacendario. Y por desgracia, el proceso de ajuste fiscal del lado en el gasto, desde enero de 2015, macará el último año de gobierno con la austeridad.

Inicialmente, se pensaba que la política de ingresos y egresos del Estado, complementada con las reformas estructurales, entre ellas la reprivatización energética, fueran consistentes con una tendencia gradual y ascendente del crecimiento económico. En 2013 se estimó una tasa de expansión de 3.5 por ciento y al cierre del sexenio de 5.4 por ciento.

Pero a medida que irrumpió el colapso del mercado petrolero internacional y de los precios de las materias primas y se modificó la política monetaria de la Reserva Federal estadunidense con sus respectivos ciclos especulativos, se manifestaron los síntomas desinflacionarios en diversas regiones del mundo que debilitaron el comercio mundial, todo se salió de control para los responsables de la condición económica, primero para Luis Videgaray y luego para José Antonio Meade.

La meta de crecimiento económico se fue al pozo. De un nivel proyectado de 5.2 por ciento en 2017 y de 5.4 por ciento en 2018, las tasas fueron revaluadas a las modestas de 2-3 por ciento y 2.5-3.5 por ciento en los años citados.

Ello, debido, en gran medida, al giro en las prioridades de la política económica y fiscal.

El crecimiento desapareció y fue sustituido por el equilibrio financiero del Estado a ultranza, con la consecuente reducción anual del financiamiento interno y externo requerido para compensar el déficit en las hojas de balance del Estado y, por añadidura, contener y reducir el saldo total de la deuda pública y sus respectivos intereses devengados.

La meta presupuestal que definirá el rumbo del gobierno en su bienio restante es clara:

Reducir el déficit presupuestal tradicional, el cual incluye las llamadas inversiones públicas en proyectos de alto impacto. Que pase de un saldo negativo de 577.2 mil millones de pesos (mmp) esperado en 2016 a 494.9 mmp en 2017; es decir, que disminuya en 17 por ciento en términos reales. Respecto del producto interno bruto (PIB), se estima que caiga de -3 a -2.4 por ciento. Para 2018 se proyecta que equivalga a 2 por ciento del PIB.

Lograr el balance fiscal cero si se excluye a las inversiones citadas. Transformar el déficit esperado de 96.7 mmp en 2016 en un superávit de 12.6 mmd, de -0.5 por ciento del PIB a 0.5 por ciento.

Recuperar el superávit primario (la diferencia que hay entre los ingresos y los gastos totales sin considerar el pago de intereses de la deuda) perdido hace 9 años. Convertir su déficit previsto en 2016, 1 mil 143 mmp en 2016 en un superávit por 73.8 mmp, de -0.6 a 0.4 por ciento el PIB.

La pregunta es cómo se pretende alcanzar esos objetivos fiscales. La Secretaría de Hacienda propuso un modesto incremento en los ingresos presupuestarios, de apenas 0.4 por ciento, en términos reales, para 2017, el cual sería eliminado si la inflación supera la tasa de 3 por ciento programada. Un alza de precios de 3.5 o más convertiría dicho aumento e una caída real. Se supone que éstos pasarían de 4.2 billones de pesos a 4.3 billones

Se espera que los petroleros se desplomen en 15.7 por ciento (pasarían de 884.4 mmp a 769.9 mmp) y los no petroleros aumentarían en 4.8 por ciento (de 3.3 billones de pesos a 3.5 billones).

El Congreso incrementó marginalmente los ingresos con un simple juego de manos: elevó el nivel de la paridad que por cada dólar captado, sobre todo por los precios del crudo de exportación, que le daría unos cuantos pesos más a la hacienda pública, así como en el volumen de la producción de hidrocarburos y de las ventas externas.

Dada la incertidumbre y la precariedad en los ingresos esperados, como ocurre con todo programa de ajuste fiscal, el principal instrumento en el proceso se saneamiento de las finanzas pública recaerá el recorte del gasto, pero no del total, sino del programable, es decir, el que excluye el pago de los compromisos financieros del Estado, entre ellos los intereses de la deuda y el rescate bancario.

Se programó una baja en el gasto neto total real de 1.7 por ciento. Sin embargo, el programable real se reducirá 6.2 por ciento. En cambio, el no programable real se incrementará en 6.1 por ciento. Esto debido fundamentalmente a que se programó un alza en el costo financiero en 18.9 por ciento, el cual pasará de 462.4 mmp a 568.2 mmp.

El superávit primario servirá para cubrir dicho costo financiero y un pequeño excedente.

Como en las décadas de 1980 y 1990, regresamos a la hipocresía de la austeridad para la sociedad que se beneficia de los deteriorados bienes y servicios públicos; de la dictadura del superávit primario que sacrifica a las mayorías, en nombre del equilibrio financiero del Estado, que privilegia a sus acreedores.

Marcos Chávez M

[ANÁLISIS ECONÓMICO]

Contralínea 516 / del 28 de Noviembre al 03 de Diciembre 2016