En 48 países a la vez, manifestaciones de gran envergadura están poniendo en tela de juicio el régimen político de esos Estados. Aceptada casi universalmente a finales del siglo XX, la supremacía del modelo democrático se ve hoy altamente cuestionada. Thierry Meyssan estima que ningún sistema constitucional permitirá resolver los problemas actuales, que son ante todo consecuencia y fruto de ciertos valores y comportamientos.
En varios continentes, 48 pueblos se sublevan hoy contra sus gobiernos. Nunca antes se había visto un movimiento planetario de esa envergadura. Después del periodo de globalización financiera estamos viendo un cuestionamiento de los sistemas políticos e imaginamos el surgimiento de nuevas formas de gobierno.
La «supremacía» de la democracia
En los siglos XIX y XX se vieron a la vez el triunfo de la organización de elecciones y la ampliación progresiva de las categorías de personas con derecho al voto (los hombres libres, los pobres, las mujeres, las minorías étnicas, etc.).
Gracias al desarrollo de las clases medias creció la cantidad de personas que tenían tiempo de interesarse por la política, lo cual favoreció el debate y contribuyó a civilizar las costumbres sociales.
Los nacientes medios de comunicación dieron la posibilidad de participar en la vida pública a las personas que querían hacerlo. Cuando elegimos presidentes no es como respuesta a luchas políticas sino porque hoy tenemos la posibilidad de hacerlo. Antes predominaban las sucesiones automáticas, generalmente –aunque no siempre– hereditarias, principalmente porque no todos tenían la posibilidad de mantenerse informados sobre los problemas de la sociedad y de transmitir rápidamente sus opiniones.
Estúpidamente hemos atribuido la transformación sociológica de las sociedades y este progreso técnico al hecho de haber optado por un régimen: la democracia. Pero la democracia no es una ley sino un ideal: «el gobierno del Pueblo, por el Pueblo y para el Pueblo», según la frase de Abraham Lincoln.
Rápidamente hemos acabado comprobando que las instituciones democráticas no son superiores a las demás. Amplían la cantidad de privilegiados, pero en definitiva permiten que la mayoría imponga su voluntad a una minoría, llegando incluso a aplastarla y reprimirla. Por eso hemos concebido todo tipo de leyes, tratando de mejorar ese sistema. Hemos asimilado la separación de poderes a la protección de las minorías.
A pesar de todo, el modelo democrático ya no funciona. Muchos ciudadanos se dan cuenta de que sus opiniones ya no son tomadas en cuenta. Pero ese problema no viene de las instituciones, que no han cambiado sustancialmente, sino de la manera de utilizarlas.
Además, después de habernos convencido, con Winston Churchill, de que «La democracia es un mal sistema, pero es el menos malo de todos los sistemas», nos damos cuenta de que cada régimen político debe responder a las preocupaciones de grupos humanos cuyas preocupaciones son diferentes, según su historia y su cultura; vemos que lo que es bueno aquí, no lo es allá, ni tampoco en otra época.
En política, hay que desconfiar del vocabulario. El significado de las palabras cambia con el tiempo. Hay palabras que se insertan en el discurso político con bellas intenciones… y que después son tergiversadas con las peores intenciones. Confundimos nuestras ideas con las palabras que utilizamos para expresarlas, pero otros utilizan esas mismas palabras para traicionar las mismas ideas. Por ello precisaré en este texto las que me parecen más importantes.
Tenemos que replantear la cuestión de nuestra forma de gobierno. Pero no al estilo del presidente francés Emmanuel Macron, quien opone «democracia» y «dictadura» para cerrar la reflexión ante de que haya empezado. Esas dos palabras se aplican a realidades de orden diferente. La «democracia» designa un régimen donde participa la mayor parte. Se opone a la oligarquía, donde unos pocos ejercen el poder. La «dictadura», por el contrario, ya no se refiere a la cantidad de personas implicadas en la toma de decisiones sino a la manera de tomar las decisiones. La «dictadura» designa un régimen donde el jefe, un comandante militar, puede tener que tomar sus decisiones sin poder debatir sobre ellas. La «dictadura» se opone al parlamentarismo.
La legitimidad de la República
Primero que todo, tenemos que plantear la cuestión de la legitimidad, o sea de las razones por las cuales reconocemos un gobierno, y después el Estado, como tan útiles que aceptamos su autoridad.
Obedecemos a un gobierno del cual creemos que sirve nuestros intereses. Esa es la noción de «república» como la entendían los romanos. Los reyes de Francia construyeron pacientemente la idea del «interés general», idea a la cual se opusieron los anglosajones a partir del siglo XVII y de la experiencia de Oliver Cromwell. Hoy en día, el Reino Unido y Estados Unidos son los únicos países donde se afirma que el interés general no existe sino que sólo hay una suma –lo más elevada posible– de intereses disimiles y contradictorios.
Para los británicos, cualquier persona que hable del interés general es considerada a priori sospechosa de querer reinstaurar el sanguinario régimen republicano de Oliver Cromwell. Los estadounidenses son capaces de entender que cada Estado miembro de los Estados Unidos sea republicano –o sea, que esté al servicio de los intereses particulares de su población local– pero no aceptan que lo sea el Estado federal –del cual desconfían. Y no lo aceptan porque piensan que el Estado federal no puede estar simultáneamente al servicio de los intereses de todos y cada uno de los componentes de toda esa nación de inmigrantes. Es por eso que en Estados Unidos un candidato no presenta un programa donde expone su visión de la sociedad –como se hace en el resto del mundo– sino una lista de grupos de intereses que lo apoyan.
La forma de pensar de los anglosajones me parece extraña… pero es SU forma de pensar. Proseguiré mi reflexión con los pueblos que aceptan la idea del interés general. Para esos pueblos, todos los regímenes políticos son aceptables, a condición de que estén al servicio del interés general, lo cual por desgracia generalmente ya no es el caso de nuestras democracias. El problema es que ninguna constitución es capaz de garantizar que el régimen esté obligatoriamente al servicio del interés general. Se trata de una práctica y nada más.
La virtud republicana
Se plantea entonces la cuestión de las cualidades necesarias para el buen funcionamiento de un régimen político –sea democrático o no. Ya en el siglo XVI, Maquiavelo respondía a esa cuestión enunciando el principio de la «virtud». La «virtud» no es aquí ninguna forma de moral sino una forma de renunciar al interés personal, una renuncia que permite ocuparse del interés general sin tratar de sacar provecho personal, cualidad que hoy parece prácticamente inexistente en la casi totalidad del personal político occidental.
A menudo se cita a Maquiavelo como manipulador y como el pensador del engaño y de la manipulación en materia de política. Claro, Maquiavelo no era un ingenuo sino un hombre que enseñaba al príncipe como utilizar su poder para vencer a sus enemigos, pero que también lo enseñaba a no abusar de su poder.
No sabemos cómo desarrollar la virtud pero sabemos lo que ha llevado a que desaparezca: sólo nos preocupamos de quienes tienen dinero, ya no respetamos a quienes se dedican al interés general. Peor aún, cuando encontramos a alguien que se dedica al interés general, partimos del principio que esa persona es rica. Sin embargo, si pasamos revista a las personalidades políticas virtuosas veremos que sólo eran ricas las que habían heredado una fortuna o ganado dinero antes de dedicarse a la política, pero por lo general no eran personas adineradas.
Los trabajos de Gene Sharp y la experiencia de las llamadas «revoluciones de colores» nos muestran que, sin importar el régimen político que nos gobierne, siempre tenemos los dirigentes que merecemos. Ningun régimen puede perdurar sin el aval del pueblo.
Por consiguiente, somos colectivamente responsables de la falta de virtud de nuestros dirigentes. Más que tratar de cambiar nuestras instituciones, tendríamos entonces que tratar de cambiar nosotros mismos y aprender a no considerar a los demás sólo en función del grueso de sus billeteras sino, en primer lugar, según su grado de virtud.
La fraternidad revolucionaria
La Revolución agregó la fraternidad a la virtud. Insisto en que, tampoco en este caso, se trataba de una cuestión moral o religiosa, tampoco de algún tipo de ayuda social, sino de la fraternidad de las armas entre los soldados del Año II. Eran voluntarios que habían tomado las armas para salvar el país de la invasión prusiana, enfrentándose a un ejército profesional. No había entre ellos las diferencias que existían entre la aristocracia y los miembros del Tercer Estado. y así lucharon y vencieron.
Su himno, La Marsellesa, se convirtió en el himno de la República Francesa y fue adoptado también por la naciente Revolución soviética. Hoy en día, ya nadie entiende el significado de su estribillo:
¡A las armas, ciudadanos!
¡Formad vuestros batallones!
¡Marchemos, marchemos!
¡Que una sangre impura
alimente nuestros surcos!
Erróneamente, esos versos se interpretan hoy como si quisiéramos alimentar nuestra tierra con la sangre de nuestros enemigos. Pero la sangre de los soldados del tirano sólo podría envenenar nuestra tierra. En el imaginario de aquella época, la «sangre impura» del Pueblo se opone a la «sangre azul» de los oficiales prusianos que pretendían invadir Francia. Los versos antes citados en realidad exaltan el sacrificio supremo que forja la fraternidad de armas entre los Revolucionarios.
La Fraternidad de armas del Pueblo corresponde a la virtud de los dirigentes. Cada una de ellas responde a la otra.
¿Qué pasa hoy en día?
Hoy vivimos un periodo que recuerda la época de la Revolución Francesa: estamos nuevamente ante una sociedad divida en órdenes. De un lado están los dirigentes, escogidos desde su nacimiento para ese papel. Están después los escribas que implantan el orden moral a través de los medios de difusión. Finalmente tenemos un Tercer Estado, la multitud carente de privilegios, los rechazados a golpe de granadas lacrimógenas y de disparos de LBD [1]. Pero hoy los franceses no mueren defendiendo su país de alguna invasión extranjera. Tienen más posibilidades de morir luchando por los intereses representados por el millar de magnates que se reúne anualmente en Davos.
El hecho es que, a través del mundo, los pueblos buscan hoy nuevas formas de gobierno, más acordes con sus historias y sus aspiraciones.
[1] El dispositivo designado en Francia como LBD (siglas en francés correspondientes a Lanzador de Pelotas de Defensa) es un arma considerada no letal utilizada por las fuerzas antimotines francesas para la dispersión de multitudes. Su uso intensivo en toda Francia, durante todo el año 2019, contra las manifestaciones de los Chalecos Amarillos, se ha traducido en numerosos casos de lesiones graves entre los manifestaciones, que han quedado seriamente desfigurados o han perdido la visión. Nota de la Red Voltaire.
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