Cuando se concibieron las bases del Derecho Internacional, en 1899, durante la conferencia de ‎La Haya, lo que se buscaba era evitar las guerras entre los Estados recurriendo a un arbitraje. ‎Cuando el Imperio británico descolonizó la Palestina, que se hallaba bajo su mandato, y estalló ‎el conflicto israelo-árabe, el Derecho Internacional no fue de ninguna utilidad ya que no había ‎Estado palestino ni Estado judío. Lo que se hizo fue improvisar una serie de reglas incoherentes ‎que hoy, erróneamente, consideramos inmutables. ‎

Los principios que los Estados fundadores de la ONU, entre ellos Siria, elaboraron durante el plan ‎de partición de Palestina fueron rechazados por todas las partes. Cuando el Yishuv proclamó ‎unilateralmente el Estado de Israel y emprendió inmediatamente una gran limpieza étnica –lo que ‎los palestinos llaman la Nakba– la ONU reconoció el nuevo Estado, pero envió al conde Folke ‎Bernadotte con la misión de verificar la realidad en el terreno. Este diplomático sueco comprobó ‎los crímenes de Israel y aconsejó que se limitara a dos tercios el territorio otorgado al Yishuv. ‎

Pero, antes de que pudiera presentar su informe en Nueva York, el conde Bernadotte fue ‎asesinado, en 1948, por el grupo armado sionista Lehi –también conocido como Grupo Stern– en el cual militaba Yitzhak Shamir. Desde entonces, a pesar de las más de ‎‎700 resoluciones adoptadas por la Asamblea General de la ONU y de las más de 100 aprobadas ‎por el Consejo de Seguridad, el conflicto ha seguido agravándose y se mantiene sin solución ‎a la vista. ‎

El presidente estadounidense Donald Trump creyó ser capaz de resolver la cuadratura del círculo ‎ante de terminar su mandato presidencial. Desde que fue electo, Trump ha sido considerado ‎erróneamente un proisraelí, cuando en realidad es un hombre de negocios del Nuevo Mundo. ‎

Trump partía de los siguientes hechos:‎
 Israel realizó una limpieza étnica en el territorio que se autoatribuyó en 1948. Posteriormente, ‎libró la guerra de 1967 y la ganó.‎
 Los palestinos hicieron la guerra de 1970 a Jordania, la de 1973 a Israel, la de 1975 ‎en Líbano, la de 1990 en Kuwait, la de 2012 en Siria y las perdieron todas.
Pero ninguna de las partes tiene intenciones de asumir las consecuencias de sus propios actos. ‎

El debate está falseado desde que Yasser Arafat, negándose a dejarse poner al margen del ‎proceso de Madrid, abandonó el proyecto de Estado binacional basado en la igualdad entre ‎árabes y judíos y violó, con la firma de los Acuerdos de Oslo, el plan de participación establecido ‎en 1948. El principio de la «solución de los dos Estados», concebido por Yitzhak Rabin –quien ‎había sido aliado del régimen sudafricano del apartheid– no es más que una fórmula que permite ‎la creación de bantustanes para los palestinos, es la extensión de lo que otro presidente ‎estadounidense, James Carter, llamó el «apartheid palestino». ‎

Así que Donald Trump trazó un plan de paz cuya aplicación inició, en silencio, hace 2 años.
 El 6 de diciembre de 2017, Trump reconoció Jerusalén como capital de Israel, sin precisar ‎las fronteras, esperando en vano que la Autoridad Nacional palestina se mudaría de Ramallah al ‎este de Jerusalén.‎
 Retiró el financiamiento de Estados Unidos a la UNRWA (Agencia de las Naciones Unidas para ‎los Refugiados de Palestina en Medio Oriente, siglas en inglés) para obligar la comunidad ‎internacional a dejar de servir de mecenas al statu quo. Esa medida provocó el furor de la ‎Autoridad Nacional palestina y la ruptura de las relaciones diplomáticas entre esa entidad y el ‎gobierno de Estados Unidos.
 Heredero del pueblo que robó los territorios de los pueblos originarios en Estados Unidos, ‎Trump reconoció la soberanía de Israel sobre el Golán sirio conquistado. Creyó que así lograría ‎abrir una negociación con Damasco, pero sólo obtuvo que 193 Estados condenaran esa decisión ‎estadounidense.
 Negoció en secreto un acuerdo entre Israel y el Hamas, logrando que Qatar asumiera el pago de ‎los funcionarios palestinos en la franja de Gaza. ‎

El documento publicado por la Casa Blanca es presentado por sus autores –en la página 10– ‎como inaplicable por no contar con el apoyo de ambas partes. Presenta un proceso de paz de ‎‎4 años, lo cual abarcaría el próximo mandato presidencial estadounidense. No se trata, ‎por tanto, de un plan de paz definitivo sino de un documento destinado a cumplir una función ‎electoral en Estados Unidos. ‎

Más que emitir quejas y denunciar una política de “hechos consumados”, tendríamos que tratar de ‎entender a dónde quiere llegar la Casa Blanca, sobre todo si rechazamos la soberanía israelí ‎sobre el Golán sirio ocupado. ‎

Donald Trump es un hombre de negocios que acaba de poner sobre la mesa un plan inaceptable, ‎partiendo del principio que obtendrá mucho menos pero que alcanzará la paz. Trump es un ‎discípulo de otro presidente estadounidense, Andrew Jackson, que reemplazó la guerra contra ‎los indios por una política de negociación. Por supuesto, el acuerdo que Jackson firmó con ‎los cherokees fue saboteado por su propio ejército, lo cual dio lugar a hechos atroces. Pero ‎hoy los cherokees son el único pueblo originario sobreviviente ante la inmigración europea en ‎Estados Unidos. ‎

La publicación del documento de la Casa Blanca fue también una trampa en la que el propio ‎Benyamin Netanyahu cayó con los ojos cerrados. El primer ministro israelí se apresuró a ‎congratularse ruidosamente del contenido de este plan de paz… para eclipsar a su adversario en ‎las elecciones, el general Benny Gantz. Lo cual fue un error. Todos los países de la Liga Árabe‎ ‎rechazaron el plan, hasta Qatar, que participa secretamente en su aplicación. Los años de ‎esfuerzos israelíes para romper el frente árabe utilizando a Arabia Saudita, Qatar, Jordania y ‎Omán acaban de volar en pedazos.‎

Fuente
Al-Watan (Siria)

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Al-Watan #3330
(PDF - 167.1 kio)