El presidente francés Emmanuel Macron acaba de destruir deliberadamente su autoridad ‎constitucional.‎

Gigantescas manifestaciones se suceden en Francia desde hace semanas. A través de todo el país, ‎son numerosos los departamentos donde las gasolineras no tienen combustible y cientos de ‎toneladas de basura se amontonan en el centro de las grandes ciudades. ‎

En París, el presidente Emmanuel Macron ha logrado imponer su inútil reforma del sistema de ‎jubilación, un texto que no resuelve ningún problema pero que crea numerosas injusticias. ‎Por ejemplo, las personas que hayan comenzado a trabajar a los 16 años sólo podrán jubilarse ‎cuando hayan acumulado más años de trabajo que quienes comenzaron a trabajar a los 18 años. ‎Ese texto nunca debería haberse aprobado en un país supuestamente apegado a la igualdad ‎en materia de derecho. ‎

El presidente Emmanuel Macron creó deliberadamente una situación de bloqueo de la que nadie ‎podía salir. A lo largo de un año su gobierno se reunió con los sindicatos, sólo para rechazar ‎todas sus propuestas. Fue testigo pasivo de las grandes manifestaciones que se desarrollan en ‎todo el país, principalmente en las ciudades medianas. Posteriormente, el gobierno de Macron y ‎la NUPES (oposición de izquierda) jugaron con el calendario para que los diputados no pudiesen ‎pronunciarse sobre el texto durante su primera lectura en la Asamblea Nacional. Y, finalmente, ‎durante la segunda lectura, el gobierno impuso el texto recurriendo de forma abusiva a una ‎disposición de la Constitución concebida sólo para asuntos excepcionales. ‎

Para imponer su reforma, el presidente Macron hizo que la primer ministro, Elisabeth Borne, ‎comprometiera la responsabilidad de su gobierno ante la Asamblea Nacional invocando el artículo ‎‎49-3 de la Constitución, concebido para ser utilizado únicamente en situaciones de ‎extrema urgencia, que no tienen nada que ver con la adopción de una reforma del régimen de ‎jubilaciones. Es evidente que el presidente Charles De Gaulle y su ministro de Economía y Finanzas ‎Michel Debré nunca habrían recurrido al artículo 49-3 en circunstancias similares. ‎

En definitiva, el gobierno estuvo a sólo 9 votos de verse obligado a dimitir. Automáticamente, ‎el texto de la reforma fue considerado «adoptado», sin haber sido sometido a la aprobación de ‎la Asamblea Nacional. ‎

Pero esta violación de la democracia parlamentaria es sólo la más reciente de una serie de ‎imposiciones que van desde las medidas de represión contra el movimiento de los Chalecos ‎Amarillos hasta el confinamiento de la población sana durante la epidemia de Covid-19, pasando ‎por una serie de ordenanzas y por el uso abusivo de este mismo artículo 49-3 en 11 ocasiones ‎diferentes en sólo año y medio. Es demasiado, incluso para los franceses que en algún momento ‎pudieron creer justificada la limitación de sus libertades. ‎

Ahora, Francia se ve dividida en dos. De un lado está algo menos de un tercio de la población, ‎que todavía logra vivir sin problemas –ese sector espera que el presidente Macron logre que ‎el sistema siga funcionando de manera satisfactoria para ellos. Pero del otro lado tenemos a las ‎otras dos terceras partes de la población, animadas por un sentimiento que ya ni siquiera puede ‎calificarse de “hostilidad” sino ya de odio. Este cambio en las emociones colectivas ‎es nuevo y también lo es la unidad que suscita. ‎

Desde su punto de vista, el presidente Macron puede considerar que ha ganado ya que su texto ‎legislativo ha sido «adoptado». Pero en la práctica Macron ha perdido ya que ha logrado ‎reunir contra él a todos los sindicatos y a todos los partidos populares realmente importantes. ‎Sólo lo apoyaron los diputados de su propio partido –ahora rebautizado como Renacimiento, ‎después de haberse llamado La República en Marcha– y algunos miembros del partido ‎ex gaullista Los Republicanos. El hecho es que de cada 10 franceses, al menos 8 o 9 rechazan ‎el texto impuesto por Macron… y que ahora están profundamente convencidos de que al Poder ‎Ejecutivo no le importan para nada las dificultades que ellos enfrentan cotidianamente. ‎

La República, en el verdadero sentido de ese término, es un régimen basado en el interés general ‎de todos. Al dividir el país como lo ha hecho, el presidente ha traicionado la República. La ‎Democracia es una forma de institución que da la palabra al pueblo. Y también la ha traicionado. ‎Estamos ahora en una situación de bloqueo y el país se ha hecho ingobernable. En los próximos ‎meses, y probablemente durante los próximos años, será imposible la adopción de decisiones ‎importantes. ‎

Sólo recurriendo al Pueblo será posible salir de esta situación de bloqueo de las instituciones ‎democráticas. La Constitución de la Quinta República prevé varias soluciones. El presidente ‎podría disolver la Asamblea Nacional y convocar elecciones generales… pero su partido sería ‎barrido del mapa. También podría convocar un referéndum… que seguramente perdería. Así que ‎no hará nada y se encerrará en el palacio del Elíseo para festejar su “victoria”. ‎

La reforma del sistema de jubilaciones marca el fracaso del “método” de Macron. El presidente ‎que había prometido ponerse por encima de las disputas entre la derecha y la izquierda sólo ha ‎demostrado ser incapaz de satisfacer a ninguna de las dos. ‎

Los comentaristas se preguntan por qué el presidente Macron se metió voluntariamente en este ‎callejón sin salida. ¿Qué objetivos perseguía? No hay respuestas políticas para esas preguntas, ‎quizás sólo una respuesta de naturaleza económica: el presidente Macron quiere favorecer la ‎jubilación por capitalización, saboteando para ello las jubilaciones por repartición. Quizás haya ‎también ‎una respuesta psicológica: el presidente es indiferente a los problemas de los demás y ‎disfruta dándoles sorpresas desagradables –en el momento de su primera elección ya señalé ese ‎extraño comportamiento. Si damos por buena esta hipótesis, debemos saber que Macron ‎no parará hasta haber desacreditado totalmente la Constitución de 1958 y haberse asegurado de ‎ser el último presidente de la Quinta República. ‎

El suicidio político de Emmanuel Macron y su voluntad de ver el país hundirse con él le impiden ‎ver, en todo caso, la verdadera gravedad de la crisis. No es casualidad que los franceses hayan ‎elegido sucesivamente como presidentes un agente de Estados Unidos –Nicolas Sarkozy– que ‎destruyó la independencia de Francia y violó el resultado del referéndum sobre la Constitución ‎Europea imponiendo el mismo texto por vía parlamentaria; un pequeño burgués –Francois ‎Hollande– que convirtió en vaudeville la presidencia de la República; y finalmente un banquero de ‎negocios que ha transformado el palacio del Elíseo en sala de cocktail party para ‎multimillonarios estadounidenses. Al reelegir a Emmanuel Macron, los franceses asumieron –por ‎cuarta vez– la responsabilidad de su propio descenso al infierno. Creían que Francia no necesita ‎una gran personalidad que la dirija con seriedad sino sólo pequeños remiendos. ‎

Pero ahora se ven ante una inflación de 20 a 25% en los alimentos y la energía. Más de la mitad del ‎territorio de Francia carece de médicos y los hospitales están cerrando sus servicios de urgencia. ‎De hecho, todos ven que nada funciona: el nivel escolar se derrumba peligrosamente, la policía ‎no logra mantener el orden, la justicia no tiene posibilidades de actuar antes de 2 años, el ‎ejército no está en condiciones de enfrentar un conflicto de alta intensidad. Los problemas son ‎tantos que nadie sabe por dónde empezar. ‎

Los franceses comienzan a entender que no basta con “remendar” los servicios públicos sino que ‎es necesario modificarlos en función de nuevas realidades, como la informatización de los medios ‎de producción y la globalización de los intercambios. Unos estiman que la crisis comenzó ‎en 2007, cuando el Parlamento francés adoptó un texto que los franceses ya habían rechazado ‎en un referéndum. Para otros, la crisis empezó en 2005, con las revueltas en los ‎barrios periféricos de París… o quizás en 1990, con la participación de Francia en la guerra de ‎Estados Unidos en el Golfo Pérsico. Lo que sí es seguro es que el país no se identifica con esa ‎cosa en la que se ha convertido su clase política y todavía menos con la política que aplica esa ‎gente. ‎

Emmanuel Macron, después de haber logrado que lo eligieran con la promesa de modernizar ‎el país, aparece hoy como el principal obstáculo para su transformación, como el elemento que ‎impide el surgimiento de una sociedad nueva. ‎

En 1789, los franceses supieron tomar la iniciativa, derrocaron la monarquía y crearon la sociedad ‎moderna. Ahora tendrán que tomar nuevamente la historia en sus manos para crear un mundo ‎nuevo. Algunos ya saben que África está liberándose de la dominación que sobre ella ejercieron ‎los gobiernos franceses y que Rusia y China están reorganizando las relaciones internacionales. ‎Pero la mayoría de los franceses tiene muy poca información sobre esos procesos. ‎

Resulta sorprendente ver como la gran mayoría de los franceses busca un nuevo paradigma y ‎al mismo tiempo temen verse arrastrados a una revolución violenta. Esta crisis podría resolverse ‎sin necesidad de eso. Bastaría con que la clase política escuche a los franceses, como lo hizo ‎el rey Luis XVI al principio de la Revolución Francesa. ‎

Pero lo que estamos viendo es un diálogo de sordos. En todas las negociaciones sobre la reforma ‎de las jubilaciones, el gobierno se negó a hacer concesiones y rechazó de plano las propuestas ‎de los sindicatos. Pero, con los diputados, multiplicó las enmiendas convirtiendo así el diálogo con ‎el pueblo en un debate interno de la clase política. Esa actitud cerró todas las puertas a las ‎soluciones pacíficas. ‎

Los franceses ya han podido comprobar que son inútiles los «grandes debates» y otras ‎‎«convenciones ciudadanas» que tanto agradan al presidente Macron. El presidente los ha ‎convocado, los franceses han participado pero sus sugerencias se han perdido en un laberinto ‎burocrático. Eso significa que ya no será posible recurrir otra vez a tales trucos. ‎

Todo quedará bloqueado durante meses, probablemente por años. El gobierno ya no podrá ‎imponer la adopción de nuevos textos en la Asamblea Nacional y, de todas maneras, sus propios ‎funcionarios dejarán de obedecer. Sólo pondrán los problemas difíciles en la parte baja de la pila ‎de expedientes y mirarán para otro lado. Los franceses ya no podrán protestar sin exponerse a ‎la más dura represión policial –como ya sucedió con los Chalecos Amarillos. ‎

Las elecciones europeas –en 2024– y las elecciones municipales –en 2026– acentuarán el ‎aislamiento del presidente Macron, hasta que se vaya –en 2027. A no ser que él mismo ‎reconozca que su dimisión es lo único que puede desbloquear el país. ‎