A cinco años del arribo del presidente Hugo Chávez a la primera magistratura del país, es posible afirmar, sin destemplanzas de ningún tipo, que los medios de comunicación perdieron irremediablemente la batalla que desde aquel entonces libraron por su supremacía y por erigirse en la primera referencia de la historia en la conquista del poder mediante el ejercicio de la pura seducción mediática y la manipulación y distorsión de la realidad y de los acontecimientos noticiosos.

Mucho se especuló durante este convulsionado lustro sobre el papel predominante que hoy en día supuestamente venían a jugar los medios, en especial los radioeléctricos, por encima incluso del tejido político de la sociedad. Se expuso el caso Watergate como el precedente que habría marcado el camino para que los periodistas venezolanos repentinamente devinieran en arrogantes conductores de masas y se llegó a tratar el desempeño de CNN en la llamada «Guerra del Golfo», no como un acontecimiento destacado en la evolución de la cobertura de prensa internacional y en el avance de las tecnologías de la comunicación, sino como un preludio que desde diez años antes demostraba que el fin de la era de los políticos y el inicio de la era mediática estaba ya encima de nosotros.

Ayudados por algunos atípicos acontecimientos políticos, como la caída del PRI y el ascenso de Fox, en México, no pocos empresarios de medios en Venezuela llegaron a pensar que el asunto podría ser tan simple como vender un nuevo empaque de Coca Cola o un nuevo modelo de celular y con tal simpleza de razonamiento trataron de acuñar la idea de que todo esto era un error de la historia y que los problemas se acabarían total y exclusivamente con la llegada de ellos al poder (con lo cual dan por sentado, sin percatarse supongo, que el problema del país son ellos mismos).

Con el incondicional (pero muy interesado) apoyo de su vasto equipo de periodistas y productores de programas de opinión, pretendían incluso rebasar la experiencia de Berlusconi, erigiéndose en gobierno sin necesidad de elecciones de ninguna naturaleza, sino mediante un fastuoso golpe de estado que le imprimiera mayor trascendencia y notoriedad a su ambicioso proyecto. «No importa cuánto destruyamos al país -decían entonces sus seguidores- lo importante es salir de Chávez».

A lo largo de su desesperada campaña por alcanzar el poder, fatigaron la fibra moral de la sociedad montando infinidad de escenarios de confrontación irracional en los que de manera persistente (como la de los comerciales de televisión) aseguraban su triunfo inminente, convirtiendo el debate político del país en un torneo infinito que, según su absurda noción, sólo podría acabarse en el hipotético caso de ganar el que siempre pierde.

Poder contra poder

Es universalmente aceptado que todo mandatario, por muy elevada que haya sido la votación que le llevase al poder, luego de uno o dos años (meses incluso, si nos atenemos al tradicional comportamiento del mandatario promedio en la Venezuela de la cuarta república, y en general de toda latinoamérica) indefectiblemente debe caer en el más estrepitoso nivel de impopularidad, por mucho que sea el esfuerzo que se le reconozca por sacar adelante su gestión e independientemente de su perfil político, ya sea que se trate de un neoliberal como Toledo, un plutócrata como Fox o un socialcristiano como Caldera.

Hoy, cuando después de cinco años todas las encuestadoras importantes del país ubican los índices de popularidad del presidente Chávez entre 40 y 45 %, cabe preguntarse ¿Si no pudieron acabar con la imagen del Presidente durante todo este tiempo de intenso bombardeo mediático, podrán hacerlo ahora cuando ya sus propios seguidores los abandonan convencidos de lo pernicioso que han sido para ellos y para el país sus torpes y erráticas campañas desestabilizadoras y cuando no existe ya recurso propagandístico, humano, logístico o financiero alguno que ellos no hayan utilizado en tal sentido?

Desde la particular óptica de los dueños de los medios de comunicación venezolanos, el inusual comportamiento de la altísima popularidad del presidente Chávez, luego de cinco largos y tortuosos años de gobierno, quizás se explique con la misma miopía política con la que han entendido ellos el proceso de transformaciones que se está experimentando hoy en Venezuela y terminen por argumentar con torcidas tribulaciones de dramatúrgia televisiva tan trascendental fenómeno, colocándolo quizás como un simple resultado de su misma acción opositora. Explicar ahora que la popularidad de Chávez pudiera derivar en modo alguno de la misma campaña mediática en su contra, comprendería asumir previamente que el intensivo trabajo de desestabilización llevado adelante por los medios privados de comunicación venezolanos ha estado orientado a lograr que el Presidente optimice su gestión y se fortalezca en el apoyo de la gente, lo cual no puede ser más absurdo.

El nuevo modelo de liderazgo

Pero no se trata ya del simple fracaso de una impostura mediática, como en efecto lo es, sino de la revalorización del concepto de liderazgo de masas, tan en decadencia a partir precisamente del antojadizo desbordamiento de esos mismos medios y que tanto han querido desconocerle al presidente venezolano.

Si algo es innegable, cualquiera sea el análisis que se haga, es el rol que ha jugado el presidente Chávez como conductor indiscutible de una gran mayoría de la sociedad, muy por encima de la influencia que sobre ésta ha ejercido la propaganda mediática. Menos aún podría negársele tal condición cuando vemos que su rasgo fundamental pareciera ser su sorprendente capacidad para sobreponerse a las adversidades y convertirlas en oportunidades para la profundización del proyecto político bolivariano a partir, precisamente, de su propia popularidad.

Mientras la industria mediática, habituada a rendir culto al «poder adquisitivo» de una pequeña porción de la sociedad, se enfrascaba durante todos estos años en promover un régimen plutocrático excluyente y sin fundamento social en el país, Chávez se dirigía a la gran mayoría de la población con un lenguaje sencillo y directo que todos eran capaces de comprender, generando a la vez productos tangibles en forma de soluciones a problemas muy sentidos por la gente, que daban credibilidad y soporte a su propuesta discursiva. O lo que es lo mismo; que imprimían «tangibilidad» a la «promesa básica», como reza la teoría mercadotécnica.

Chávez no solo ha logrado conjurar eficientemente los embates de los medios sino que lo hace en el terreno de estos y con sus mismas herramientas.

El programa Aló Presidente terminó por convertirse en un acontecimiento comunicacional tan importante que seguramente marcará una muy substancial evolución a la comunicación política, por lo menos tal como se había venido concibiendo hasta ahora, por lo general limitada a las tradicionales apariciones de ciertos dirigentes en programas de entrevistas o la inserción de propaganda en espacios comprados. Convertir la labor informativa del Estado en un poderoso instrumento para la conducción social, es un acontecimiento inédito en la historia de las comunicaciones políticas que seguramente sentará precedente en la cultura de las nuevas formas de democracia participativa que se gestan hoy en el mundo.

¿Y después qué?

Por supuesto que los medios ejercen y seguirán ejerciendo cada vez más un poder determinante sobre la sociedad. El problema no es que hoy, ante la presencia de un nuevo modelo de liderazgo social que va más allá del carácter pasivo (o dependiente de las líneas editoriales de las salas de redacción) que le fue asignado tradicionalmente por los medios, la televisión o la prensa tiendan en modo alguno a verse desplazados como canales de información de nuestras sociedades. No al menos por esa razón.

La televisión, más que ningún otro medio, desplazó hace ya décadas aquel instrumento básico del ejercicio político que fue el mitin (reivindicado hoy por Chávez como herramienta indispensable para la movilización social que demanda el proyecto bolivariano) más por razones de forma que de contenido.

Por esas mismas razones, la televisión, así como la prensa radial y escrita, serán desplazadas por el avance de las nuevas tecnologías y no precisamente por el efecto devastador que ellos le suponen al liderazgo social revolucionario, pero que en efecto, por lo menos en el caso de Chávez, sí tenderá a imponerse como expresión de la democracia que hoy reclaman los más preteridos.

Esos mismos a quienes la gran industria mediática desplazó inmisericordemente durante tanto tiempo sin darse cuenta del error que cometían. Por eso, y por índices de popularidad que hoy ostenta el Presidente, puede concluirse que definitivamente perdieron la batalla.

El problema ahora es ¿hasta cuándo van a seguir peleando de espaldas a la realidad?