Por la tarde de un frío día como hoy, hace diez años, Víctor Tupa, amigo querido, me avisó: ¡acaba de írsenos el compañero Andrés! Entonces sólo atiné a tomar aire, respirar profundo y derramar una lágrima por quien había sido mi maestro y amigo por más de 20 años. Recordé en pocos segundos cómo Víctor Raúl nos había presentado y también que Andrés Townsend en mi colegio, América del Callao en 1974, pronunció un discurso que fue sonoramente aplaudido. Con sus orejas grandes, risa pronta y sabiduría cultivada, aquel hombre fue uno de los pocos políticos decentes que ha tenido este país.
Partió sin rencores, sin enconar ni responder agravios que enanos mentales le habían propinado gratuitamente, sólo porque don Andrés era fiel al credo aprista y a Víctor Raúl, genio creador de lo que alguna vez fue esperanza revolucionaria del pueblo peruano. Sólo por eso, pagó caro y debió morir fuera de la iglesia pero en la prédica tesonera de un ideario nuevo y liberador.
A un decenio de su partida, me escuece el alma y me inunda la remembranza de muchas tardes, mañanas y noches en que pude acompañar a don Andrés a lo largo y ancho del país y también fuera de sus fronteras en las misiones que nos encomendó el Parlamento Latinoamericano, una de sus creaciones más ilustres. Aprendí de él, la constancia perseverante, el optimismo generador y la sed de justicia e igualdad que él, a su vez, había tomado como su biblia desde que se inició en el Apra en 1934.
Acaso lo más valedero de esta nota sensible es que tuve la suerte de estar, con mi descarada ignorancia, con un hombre de quilates, decente y bueno. Cuando Townsend decidió exponer a Haya de la Torre su proyecto de la revista Partido del Pueblo, Historia Gráfica del Aprismo, me escogió como investigador y con el visto bueno de Víctor Raúl, hice de aquella juventud un ejercicio dinámico de búsqueda incesante y empeño interminable. No se me permitía fallar, porque si Andrés Townsend era simpático, Haya sí que exigía y no se le pasaba ninguna. Todas mis calaveradas, fueron por él denunciadas y entendí entonces porqué el aprismo había calado tan fuerte y tan profundo en el alma peruana, tradicionalmente perezosa y descuidada.
Una tarde en Washington, capital de los Estados Unidos, don Andrés me hablaba de su angustia por lo que se venía al Perú como resultado de su falta de definición política y porque entonces ya asomaba las orejas dictatoriales el fujimorismo. Y me contaba cómo los mejores cuadros del aprismo o habían sido muertos a balazos o asesinados de a pocos en las prisiones y que esto era una desventaja enorme para el partido del cual, él y más modestamente yo, estábamos alejados por voluntad ajena. Reflexionaba entonces sobre estas tribulaciones, y hoy, a muchos años, sigo haciéndolo.
Don Andrés Townsend se fue como polvo en viaje a las estrellas hace diez años. Se fue como un ganador y como portaestandarte raro de limpieza política y de ejecutoria sin mácula. Por infame que parezca, ha sido totalmente borrado del Apra oficial que ya ni se acuerda ni de sus mártires de 1932 ni de cuanta intentona vibrante que empujara el partido entre esos años fragorosos.
A don Andrés, donde esté, el saludo mortal y cariñoso de quien fuera uno de sus peores alumnos. Sí ciertamente rescato una virtud: la constancia que él me enseñó permanece invicta e indomeñable y, con menos brillo, sin duda, pero con la mayor rotundidad, estoy firme al pie del cañón evocando hoy su recuerdo y su magisterio.
¡En el dolor: hermanos!
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