La globocolonización provoca tan enorme desigualdad socioeconómica entre la población mundial, que los datos son escandalosos: cuatro norteamericanos -Bill Gates, Paul Allen, Warren Buffet y Larry Ellisson- poseen juntos una fortuna superior a la del PIB de 42 naciones con 600 millones de habitantes. En el Real Madrid, equipo de fútbol de España, tres jugadores -un brasileño, un inglés y un francés- reciben, juntos, salarios anuales de 42 millones de dólares, equivalente al presupuesto anual de la capital de El Salvador, con cerca de 1.8 millones de habitantes.
No es verdad que todos nacemos iguales, como dice la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Somos desiguales antes incluso del parto. La gestación de una mujer pobre no se puede comparar con la de una rica. Basta comparar el peso de sus bebés y sus defensas orgánicas.
Desde el punto de vista del comportamiento, podemos hablar hoy de cuatro economías: de la necesidad, de la suficiencia, de lo superfluidad y de la opulencia.
Dos terceras partes de la población mundial -4 mil millones de personas- viven inmersos en la economía de la necesidad, pues ni siquiera disponen de alimentación en cantidad y calidad suficiente. En 1960 había en el mundo 1 rico por cada 30 pobres; hoy la proporción es de 1 a 80. Millones de personas sobreviven en función de sus necesidades básicas inmediatas: acceso a lo mínimo de alimentos, agua, salud, y de vivienda.
Tienen suerte cuando encuentran empleo y educación. Es un pueblo condenado al éxodo, a la diáspora, emigrando de una región a otra, llevando consigo todas sus pertenencias. De entre ellos mueren cada día por hambre 24 mil vidas, entre las cuales millares de niños.
La economía de la suficiencia habrá de predominar cuando se hayan reducido las desigualdades y la humanidad conquiste, como anunció el profeta Isaías hace 2.800 años, "la paz como fruto de la justicia" (32,17).
Esa economía asegura a cada ciudadano los derechos básicos: alimentación, salud y educación; vivienda, trabajo y transporte; cultura, información y diversión. Es la economía que predomina en los monasterios y conventos, donde nadie es condenado a pasar necesidad y nadie tampoco posee cosas superfluas. Todos los bienes, excepto los de uso personal son socializados -lo que es de uno es de todos-, conforme a lo que dice la Biblia respecto de los primeros cristianos: "Nadie consideraba exclusivamente suyo lo que poseía, sino que todo entre ellos era común (...) Entre ellos nadie pasaba necesidad" (Hechos de los Apóstoles 4,32-34).
La economía de suficiencia debería de servir de parámetro y norma para el desarrollo sustentable de las naciones.
La economía de la superfluidad es orquestada por el poderoso engranaje publicitario y favorecida por el acelerado avance tecnológico, que vuelve el producto de hoy obsoleto y descartable mañana.
Cuando la tecnología no es capaz de dar un paso adelante en lo que ya está inventado -como se ve en los ejemplos del paraguas o del sacacorchos- recurre a las variantes de "diseño", de modo que pueda conquistar al consumidor por el aspecto, ya que el mecanismo en sí es invariable. Eso sucede especialmente con el consumo de vehículos de paseo, cuya estética atrae más a los compradores que la potencia del motor, la economía de combustible, la estabilidad y otros aspectos, a los cuales la mayoría ni les presta atención.
El papel de la publicidad es hacer famosa una mercancía y a continuación convertir lo superfluo en necesario. De ese modo miles de consumidores ya no pueden prescindir de ese champú o de aquella marca de refrigerador, recargando sus presupuestos con el consumo innecesario y muchas veces hasta perjudicial para la salud. De esa manera la publicidad invade nuestro universo síquico, que llega a invertir la relación persona-mercancía. Ésta, realzada por una marca, pasa a darle valor a su comprador. Es como un caballo apreciado por la belleza de sus arreos. El producto pasa a tener más valor que la persona, y ésta sólo es valorada socialmente, y así se siente subjetivamente, en la medida que muestra la marca del producto.
Quizás la más avasalladora economía de lo superfluo hoy día sea la industria de la estética corporal. El culto a la esbeltez del cuerpo, una anticultura deshumanizante, desencadena un enorme gasto de tiempo y de dinero, a causa de la preocupación de parecer hermoso a los ojos ajenos. En una sociedad en que belleza, fama y riqueza son consideradas valores fundamentales, sólo queda la belleza como posibilidad, ya que la riqueza y la fama están restringidas a un círculo hermético.
Son la riqueza y la fama, y también el poder, quienes posibilitan la economía de la opulencia, al alcance del pequeño grupo de privilegiados que hace de su consumo superfluo una forma de ostentación, gastando fortunas con productos y manteniendo un estilo de vida sofisticado. Esa hartura contrasta de tal modo con el nivel de vida medio, que obliga a aquellas personas a protegerse del asedio, del asalto y de la envidia, con un fuerte entorno de seguridad. La economía de la opulencia fetichiza la mercancía, idolatra el mercado, pone el dinero en el lugar de Dios. Y controla el juego de poder en este mundo en que la política es siempre dirigida por la economía.
Publicado en Quantum N.37
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