¡Sólo en Cusco se puede sentir, con tan solo bajar del avión, la epístola histórica de su ayer, el mensaje preñado del Ande y la carga de orgulloso nacionalismo que muestran sus ruinas, ostentan sus resabios incaicos y que nos hacen recordar que alguna vez fuimos nación rectora, civilización extraordinaria, capitanes de un gran proyecto geopolítico.

Cusco, cuna de estirpe imperial. Renacimiento del Nuevo Ayacucho que aguarda a que sus trovadores abdiquen de tanta inmundicia pública para reconstruir al Perú y hacerlo un país libre, justo y culto.

En el humor sencillo y hasta inocente del cusqueño que pronuncia un castellano quechuizado y que discurre con facilidad asombrosa hacia el idioma madre, se nota cómo es que, a pesar de la opresión limeña, racista, de centralizada y abominable estructura, Cusco se yergue desafiante para invitar al turista y al científico a hurgar en sus piedras, metales y leyendas en pos de una razón que hasta hoy no acierta a explicar cómo trasladaron piedras de decenas de toneladas sin ruedas, poleas o cualquier otra naturaleza de auxilio mecánico.

Llegar a Cusco es zambullirse en el Tawantinsuyo. Es repensar al Perú. Es mirar a un país con luchas fratricidas, pleno en delincuentes en la cosa pública, feraz en la producción de mediocres que se llaman a sí mismos analistas, genios, exégetas, cuando brillan por su estupidez y chatura de lugares comunes. Estar en Cusco, pisar Cusco, departir con el hombre común de la calle, es vivir otra vez la esperanza, es alimentar el fogón de una nacionalidad que aún no sabe qué quiere y cómo lo piensa conseguir.

Estuve pocos días en Cusco y por exclusivas razones de trabajo. Sin embargo, en el crisol de una realidad telúrica por andina y misteriosa per se, puedo dar testimonio, una vez más, cómo una visita a esta ciudad, inspira y renueva el pacto indisoluble de luchar por la justicia social y por un país en el cual cada quien brille por su capacidad y no por lo que tiene en la cuenta corriente.

Conviene ¡qué duda cabe! que todo aquel que vuelva al Cusco, o vaya por vez primera, no deje de admirar los muros pétreos del Palacio de Inca Roca. Sus rocas no tienen argamasa ni cemento, sólo el maravilloso equilibrio de sus posiciones y así han resistido terremotos y cientos de años a pesar de la mano del hombre y la erosión de la naturaleza.

Tampoco deja de ser relevante el recordar que hasta antes de 1950, Cusco no era la ciudad turística que es hoy sino propiedad privada de diversas órdenes religiosas que hacían negocios vendiendo piedras o ceramios. ¿Cuántos miles de millones de dólares dejó de ganar el Perú por la miopía ominosa de ineptos cuya única virtud era la de leer biblias que sólo consagraron al regnícola indígena como bestia de carga, como número iletrado de un sistema de opresión racista que actuaba en nombre de Dios? ¡Llegará la hora de hacer una exhaustiva y prolija investigación!

Escuché más de una vez en las cuitas de viejos sabios la referencia al inkarri. Y hoy tengo que preguntar con ellos: ¿dónde está el Inca?

¡Atentos a la historia; las tribunas aplauden lo que suena bien!

¡Ataquemos al poder; el gobierno lo tiene cualquiera!

¡Hay que romper el pacto infame y tácito de hablar a media voz!