Acudí, pocas semanas atrás, al diario Ojo y llevé una información que, por cierto aún duerme de modo injusto, sobre la corrupción de toda una sala de magistrados en Arequipa y allí fui recibido con la inmensa gentileza de un joven colega que tuvo a bien regalarme su libro: Los ojos de Kairel por Iván Slócovich. A quienes nos gusta navegar en los textos, no podía ser mejor la bienvenida. Y en sus páginas emotivas está presente Alfonsina Storni, la poetisa argentina que se suicidó, como Kairel, en el mar, aunque la platense lo hizo algunas décadas antes.
Kairel, descrita con buida pluma por Slócovich, despierta la pasión en Arturo y juntos principian un romance que se interrumpe por diktak materno que enfila al joven hacia los Estados Unidos, más precisamente a Nueva York, para seguir un curso de administración de negocios. Los que había dejado su padre, una panadería y un estudio fotográfico estaban al filo del colapso más desvastador.
Arturo había encontrado en Kairel un remanso emotivo, un elan que le hacía parecer la vida vivible. A su vez, Kairel, objeto de olvido paterno, desde que nació, pudo identificar en Arturo la piedra de toque y el espoleo para escribir más poemas. Su primer libro, de escasa lectoría, consagraba su vena y a ello quería dedicarse.
La magia del correo electrónico, una vez Arturo en Nueva York, alegró los primeros días de relación postal. Pero, pasado el primer mes y medio de los tres que había de estar en la urbe norteamericana, la relación tornó fría, filudamente formal, plena en supuestos de una y otra parte. Para Kairel, Arturo vivía romances con otras féminas y Arturo no podía sino procurar más relaciones en un mundo frío y ajeno como el de esa ciudad cosmopolita.
La tragedia la cuenta un hombre, Arturo, que luego de haber vuelto a Estados Unidos a probar fortuna como empresario, retorna al Perú para empezar de nuevo. Entonces, las remembranzas afloran, las emociones inundan de recóndita intensidad cuánto se refería al amor frustrado con Kairel y la historia tiene un final desafortunado, muy similar a lo que Storni protagonizó en Mar del Plata en 1938.
No lograron remontar los malos entendidos y Kairel y Arturo rompieron definitivamente. Las heridas que ambos se habían infligido no cicatrizaban y por el contrario estaban siempre presentes. Ni siquiera el último intento de Kairel de arrepentirse para convocar, otra vez a Arturo, obtuvo la presea de la reconciliación.
Hundióse entonces Kairel en su cátedra escolar y a los pocos años se supo que optó por suicidarse en el mar, cubierta por olas que no dejaron dudas sobre su poder ahogador. Arturo recordaba aquellos pasajes y los mezcla con el presente que le retrata como un cincuentón listo a comenzar la brega.
Slócovich logra una narración prolija. La novela se lee de cabo a rabo. Y es un esfuerzo meritorio de un colega que nació apenas hace poco más de 30 años. Huelga decir que es un gusto escribir esta modesta crónica, pero un logro así bien vale la pena felicitar y encarecer porque persista en esta lucha titánica que es escribir en un país en que la gente casi no lee.
¡Hay que romper el pacto infame y tácito de hablar a media voz!
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