La frase que hay en la entrada del Banco Mundial (BM) en Washington, en los Estados Unidos, “Nuestro sueño es un mundo sin pobreza” muestra ahora su cruel verdad: el fin de la pobreza será un sueño mientras existan instituciones como el BM y el Fondo Monetario Internacional (FMI).

El nombramiento de Paul Wolfowitz para presidente del Banco Mundial fue recibido con escepticismo y perplejidad por los países europeos y con indignación y revuelta por los países del llamado tercer mundo y las organizaciones no gubernamentales de ayuda al desarrollo. Sin embargo, este nombramiento sólo puede causar sorpresa a quien no conozca el programa neoconservador que domina hoy el gobierno de los EE.UU.

El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional fueron creados en julio de 1944 en la Conferencia de Bretton Woods, con el doble objetivo de financiar la reconstrucción de Europa después de la devastación de la Segunda Guerra Mundial y de evitar en el futuro las depresiones económicas del tipo de la que asoló el mundo capitalista en los años treinta. En esa conferencia se decidió además la creación de una tercera institución multilateral, la Organización Mundial de Comercio (OMC) con el objetivo de regular el comercio internacional, pero ella recién fue concretada cincuenta años después, en 1995.

El FMI tomó a su cargo la supervisión de las políticas macroeconómicas (déficit presupuestario, política monetaria, inflación, déficit comercial, deuda externa, etc.) para accionar en los momentos de crisis, mientras que el BM se encargó de las políticas estructurales (políticas públicas, mercado de trabajo, política comercial, alivio de la pobreza, etc.).

La ayuda para el desarrollo con la cual el BM vino a ser identificado en las décadas siguientes, estuvo muy poco presente en su mandato inicial, una vez que los países que más tarde serían considerados como “subdesarrollados” o “en vías de desarrollo” eran entonces colonias y su desarrollo era responsabilidad de las potencias coloniales europeas.

Tanto el BM como el FMI fueron creados bajo la égida del pensamiento de Keynes, en la creencia de que los mercados funcionan mal frecuentemente y de que sus fallas deben ser compensadas por una fuerte intervención del Estado en la economía (política fiscal, inversión pública, etc.)
A partir de 1980, con la era de Reagan y Thatcher, se dio una mudanza radical (que incluyó purgas en el BM) y las dos instituciones pasaron a ser las grandes misioneras de la supremacía del mercado, el Estado -antes visto como solución a los problemas económicos- pasó a ser visto como problema, solucionable a partir de la reducción del peso del Estado en la economía y la sociedad.

Al mismo tiempo que el BM y el FMI fueron puestos al servicio del modelo norteamericano de capitalismo, el Banco Mundial pasó a ser visto como una institución dependiente del Fondo Monetario y éste a su vez se vinculó más y más con las orientaciones del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos. Una receta universal fue impuesta a los países en desarrollo: privatización (de las empresas públicas, de la tierra, de la salud, de la educación y de la seguridad social), liberalización de los mercados, desregulación de la economía, precarización del empleo, olvido de las preocupaciones ambientales.

El desastroso resultado de esta orientación está hoy a la vista: el dramático aumento de las desigualdades sociales; muchos países en África, América Latina y Asia al borde del caos social y político; mil doscientos millones de personas viviendo con un dólar por día y dos mil ochocientos millones viviendo con dos dólares, o sea el 45% de la población mundial en esta situación.

A partir de mediados de la década de los noventa comenzó a ser notoria la tensión entre el BM y el FMI, con el primero buscando preocuparse por cuestiones “heterodoxas” como el medio ambiente, la discriminación sexual y la participación democrática; y aprovechando los golpes a la arrogancia del FMI, causados por los fracasos de sus políticas de ajustes estructurales que culminaron en el colapso de la Argentina en el 2001.

Paralelamente los movimientos sociales reunidos en el Foro Social Mundial han exigido reformas profundas de estas instituciones e incluso su abolición. En particular han denunciado su hipocresía al imponer la democracia a los países deudores, siendo ellas mismas no democráticas (47% del poder de voto en el BM pertenece a EE.UU. y Europa) Estas críticas han tenido eco dentro del propio BM, y allí reside una de las razones del nombramiento de Wolfowitz.

Para los neoconservadores el BM es, tal como la ONU, una organización sospechosa porque es vulnerable al multilateralismo. Sólo es tolerable si puede garantizarse su alineación incondicional con los intereses estratégicos de los EE.UU. Esta alineación exige una mayor vinculación entre la estrategia económica y la estrategia militar. Sólo así el “tercer mundo” dejará de sentirse dividido entre la supremacía militar de los Estados Unidos y la creciente supremacía económica atribuida a la Unión Europea y al euro.

Por eso es fundamental que la ayuda económica recompense a los países “solidarios” en la lucha contra el terrorismo y castigue a los recalcitrantes. Por otro lado es necesario preparar el ingreso del BM en Irak y convertirla en una política de compensación para la retirada de las tropas cada vez más acorraladas en un hueco sin salida. Esta es la misión de Wolfowitz: la economía es la continuación de la guerra por otros medios.

Los movimientos y las ONG del Foro Social Mundial que todavía tenían dudas sobre el carácter imperialista y destructivo del BM y el FMI, dejaron de tenerlas, lo que debe traducirse en una mayor movilización para protestar contra estas instituciones y para preparar alternativas realistas. La frase a la entrada de la sede del BM en Washington DC, “nuestro sueño es un mundo sin pobreza” muestra ahora su verdad cruel: el fin de la pobreza será un sueño mientras existan instituciones como el BM y el FMI.