En el escenario de la cordura, un ataque de locura.
En un templo consagrado a la adoración del fútbol y al respeto de sus reglas, donde la Coca-Cola regala felicidad, Master Card otorga prosperidad y Hyundai brinda velocidad, se disputan los últimos minutos del último partido del campeonato mundial.
Éste es, también, el último partido del mejor jugador, el más admirado, el más querido, que está diciendo adiós al fútbol. Los ojos del mundo están puestos en él. Y súbitamente este rey de la fiesta se convierte en un toro furioso y embiste a un rival y lo voltea, de un cabezazo en el pecho, y se va.
Se va echado por el árbitro y despedido por la rechifla del público, que iba a ser una ovación. Y no sale por la puerta grande, sino por el triste túnel que conduce a los vestuarios.
En el camino, pasa junto a la copa de oro reservada al equipo campeón. Él ni la mira.
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Cuando este Mundial empezó, los expertos dijeron que Zinedine Zidane estaba viejo.
Mariano Pernía, el argentino que juega en la selección española, comentó:Viejo es el viento, y sigue soplando.
Y Francia derrotó a España y Zidane fue, en ese partido y en los partidos siguientes, el más joven de todos.
Después, al fin del campeonato, cuando ocurrió lo que ocurrió, fue fácil atacar al malo de la película. Pero era, y sigue siendo, difícil comprenderlo. ¿Será verdad? ¿No será una pesadilla, un sueño equivocado?
¿Cómo pudo abandonar a los suyos cuando más lo necesitaban? Horacio Elizondo, el árbitro, le sacó la roja con toda razón, pero ¿por qué Zidane hizo lo que hizo?
Según parece, el zaguero italiano Marco Materazzi le ofreció algunos de esos insultos racistas que los energúmenos suelen chillar desde las tribunas de los estadios. Zidane, musulmán, hijo de argelinos, había aprendido a defenderse, allá en la infancia, cuando recibía ataques así en los suburbios pobres de Marsella. Conoce bien esos insultos, pero le duelen como la primera vez; y sus enemigos saben que la provocación funciona. Más de una vez le han hecho perder los estribos de esta sucia manera, y Materazzi no es, que digamos, famoso por su limpieza.
Este Mundial estuvo signado por las consignas que las selecciones enarbolaron, al comienzo de los partidos, contra la peste universal del racismo, y Zidane fue uno de los jugadores que lo hizo posible.
El tema arde. En vísperas del torneo, el dirigente político Jean-Marie Le Pen proclamó que Francia no se reconocía en sus jugadores, porque eran casi todos negros y porque su capitán, el árabe éste, no cantaba el himno. Algún tiempo antes, el entrenador de la selección española, Luis Aragonés, había llamado «negro de mierda» al jugador francés Thierry Henry, y el presidente perpetuo del fútbol sudamericano, Nicolás Leoz, presentó su autobiografía diciendo que él había nacido «en un pueblo donde vivían quinientas personas y tres mil indios».
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Pero, ¿se puede reducir a un insulto, o a varios insultos, esta tragedia del ganador que elige ser perdedor, el astro que renuncia a la gloria cuando la está rozando con la mano?
Quizás, quién sabe, esa loca embestida fue, aunque Zidane no lo quisiera ni lo supiera, un rugido de impotencia.
Quizás fue un rugido de impotencia contra los insultos, los codazos, las escupidas, las pataditas arteras, las simulaciones de los expertos en revolcones, maestros del ay de mí, y contra las artes de teatro de los farsantes que te matan y ponen cara de yo no fui.
O quizás fue un rugido de impotencia contra el éxito arrollador del fútbol feo, contra la mezquindad, la cobardía y la avaricia del fútbol que la globalización, enemiga de la diversidad, nos está imponiendo. Al fin y al cabo, a medida que el campeonato avanzaba, se iba haciendo cada vez más claro que Zidane no era de este circo.
Y sus artes de magia, su señorío, su melancólica elegancia, merecían el fracaso, así como el mundo de nuestro tiempo, que fabrica en serie los modelos del éxito, merecía este mediocre campeonato mundial.
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Y de alguna manera también se puede decir que Italia merecía la copa, porque todas las selecciones, quien más, quien menos, jugaron a la italiana y con el mismo esquema de juego, línea de cuatro atrás, defensa cerrada y goles robados por contraataque.
Se impuso Italia, como tenía que ser. Al fin y al cabo, el cerrojo, el catenaccio, le ha dado muchos bostezos, pero también le ha dado cuatro trofeos mundiales. Y a lo largo de esta cuarta victoria sólo recibió dos goles, uno en contra y otro de penal, y en la retaguardia, no en la vanguardia, tuvo sus mejores jugadores: Buffon, arquero, y Cannavaro, zaguero.
Ocho jugadores de la Juventus llegaron a la final en Berlín: cinco jugando por Italia y tres por Francia. Y se dio la casualidad de que la Juventus era la escuadra más comprometida en los chanchullos que se destaparon poco antes del Mundial. De las «manos limpias» a los «pies limpios»: la justicia italiana parecía decidida a mandar al exilio, a la serie B y a la serie C, a los clubes más poderosos, incluyendo a la Lazio, a la Florentina y al Milan del virtuoso Silvio Berlusconi, que practicó el fraude y la impunidad en el fútbol, en los negocios y en el gobierno.
Los jueces comprobaron toda una colección de trapisondas, compra de árbitros, compra de periodistas, falsificación de contratos, adulteración de balances, reparto de posiciones en la liga italiana, manipulación de los programas de la tele…
Un ministro del gobierno anunció la amnistía si Italia ganaba el Mundial. Italia ganó. ¿Quedará todo en la nada, una vez más y como siempre? A Zidane el juez lo echó por mucho menos.
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Alguien, no sé quién, supo resumir así esta copa 2006:
Los jugadores tienen una conducta ejemplar. No beben, no fuman, no juegan.
Los que de vez en cuando embocaban al arco, no jugaban lindo, y los que jugaban lindo nunca embocaban al arco. Toda África quedó afuera, desde temprano, y al rato nomás también marchó al exilio toda América Latina.
El campeonato mundial se convirtió en una eurocopa.
Los resultados recompensaban esto que ahora llaman sentido práctico: altos muros defensivos y adelante algún goleador, un Llanero Solitario, implorando un favorcito de Dios. Como suele ocurrir en el fútbol y en la vida, pierde el que mejor juega y gana el que juega a no perder.
Los penales ayudaron a la injusticia. Hasta 1968, los partidos difíciles se definían al vuelo de una moneda. De alguna manera, así sigue siendo. Concluido el alargue, los penales se parecen demasiado al capricho del azar. Argentina fue más que Alemania y Francia más que Italia, pero unos pocos segundos pudieron más que dos horas de juego y Argentina tuvo que volverse a casa y Francia perdió la copa.
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Poca fantasía se vio. Los artistas dejaron lugar a los levantadores de pesas y a los corredores olímpicos, que al pasar pateaban una pelota o un rival.
Tan aburrido resultó el Mundial que los dueños del negocio no han tenido más remedio que ponerse a imaginar proyectos para inyectar entusiasmo al decaído espectáculo. Una de las ideas nacidas en el seno de la fifa propone castigar el empate con cero punto. Otra sugiere agrandar los arcos para aumentar los goles. Y otra, si no te gusta la sopa, dos platos, proyectan una copa cada dos años.
Pero el fútbol profesional, espejo del mundo, juega por ganar, no por disfrutar, y el cálculo de costos se burla de estas inútiles piruetas imaginarias de los burócratas que comandan el fútbol mundial.
Menos mal que el fútbol profesional no es todo el fútbol. Basta con asomarse a las calles, a las playas, a los campitos, para comprobar que todavía la pelota puede rodar con alegría.
En el fútbol profesional, el que sale en la tele, poca alegría se ve. Parecemos condenados a la nostalgia del viejo tiempo de los cinco forwards, y a la triste comprobación de que ahora nos queda uno sólo, y al paso que vamos ni uno quedará: todos atrás, nadie adelante.
Como ha comprobado el zoólogo Roberto Fontanarrosa, el delantero y el oso panda son especies en extinción.
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