No parece un lugar ni una circunstancia comunes que un presidente desaparecido en 1932 y con varios regímenes políticos en su haber, con yerros y aciertos, sea blanco de iras -gran parte injustificadas por reprobable ignorancia- luego de tantas décadas de su protagonismo. Es el caso de Augusto B. Leguía. Pero es bueno advertir, en palabras de otro ilustre peruano contemporáneo, el patriota Alfonso Benavides Correa, que: “La crítica, sin embargo, no será unánimemente laudatoria. Las críticas se resienten de superficialidad, de carencia de fundamentación histórica y sociológica seria; no van al fondo en el examen de los problemas ni intentan revisión alguna de las cuestiones que realmente importan a la República; optando generalmente por el ominoso silencio”. (Prólogo al notable libro del embajador Félix C. Calderón, Las veleidades autocráticas de Simón Bolívar, Lima, 2005).

¡Precisamente!, es el mismo Félix C. Calderón, en otra obra de singular valor historiográfico, El Tratado de 1929. La otra historia, (Lima, abril 2000), que en Conclusiones presenta un valioso juicio sobre Augusto B. Leguía.

Leamos:

“El Tratado de 1929 por el cual se puso fin, en forma definitiva, al diferendo territorial entre el Perú y Chile, sólo fue posible una vez que el Perú pudo encontrar una solución definitiva a sus controversias fronterizas con el Brasil, Bolivia y Colombia, en ese orden cronológico. La posición ventajosa que tenía Chile como potencia ocupante, por más ilegal que haya sido ese status, determinó el sentido de esa estrategia negociadora.

Todos los gobernantes peruanos que precedieron a Augusto B. Leguía, desde 1890, vivieron la dolorosa cautividad de Tacna y Arica y trataron a su manera de encontrarle una solución negociada a través del plebiscito, ante la imposibilidad de recuperarlas por la fuerza, al mismo tiempo que intentaban convivir precariamente con los otros países vecinos, echando mano, a título provisional, al statu quo o al modus vivendi, a falta de lograr la ansiada línea de frontera definitiva. Esta situación de inestabilidad fronteriza se agravó en la primera década del siglo XX, período del cual se habló del “cuadrillazo” o de la “polonización” del Perú, siendo evidente la acción concertada de Colombia, Ecuador y Chile.

La campaña de chilenización llevada a cabo desde 1900 (primer caso de national cleansing del siglo XX en el mundo), estuvo destinada a forzar el triunfo chileno en un plebiscito extemporáneo e irregular, a despecho de los “catorce puntos” del presidente Wilson. No había nada más cómodo para la potencia ocupante que consolidar su política de los hechos consumados, mientras que su diplomacia distraía a la peruana con fórmulas conducentes a hacer posible un plebiscito amañado. En entendimiento Huneeus-Varela, negociado en los primeros meses del gobierno de Billinghurst, es un ejemplo pasmoso de los réditos que obtuvo Chile con esa estrategia.

Cuando Leguía llegó al poder en setiembre de 1908, encontró un país sin fronteras, o lo que es lo mismo, el Perú tenía litigios fronterizos con los cinco países vecinos. No sabemos por qué antes faltó resolución para resolver, por lo menos, uno de esos litigios. Lo cierto es que en 1910 se estuvo al borde de la guerra con el Ecuador, convenientemente acicateado por Chile, que le suministró armamentos. Leguía, estadista visionario, comprendió que todo esfuerzo para sanear la hacienda pública no dejaba de ser una ilusión, si es que no se arremetía con decisión y firmeza la tarea de resolver los diferendos territoriales. Intuyó que esta gravísima situación no podía seguir postergándose más, y a él cupo el privilegio de enfrentarla asumiendo, sin atenuación, su responsabilidad ante la historia, como él siempre lo dijo. Dejó de lado las doctrinas a priori, para guiarse únicamente por la doctrina de las circunstancias, como diría algunos años más tarde De Gaulle, que le permitió concebir una estrategia negociadora pragmática, expeditiva y de resultados tangibles.

Es así como, en su primer gobierno, en setiembre de 1909, pudo resolver en forma definitiva los diferendos territoriales con Brasil y Bolivia en menos de tres semanas de perseverante negociación con Petrópolis y La Paz. Y durante el “oncenio” hizo lo propio con Colombia, en 1922, y luego con el Ecuador, como lo atestigua el Protocolo Castro Oyanguren- Ponce. Con Chile, conciente de la esterilidad y frustración del trato directo, Leguía propició desde 1920 un nuevo enfoque, basado en la intervención de los Estados Unidos por la vía del arbitraje. Si bien fue un camino salpicado de riesgos y críticas en el plano interno, al final el papel arbitral del presidente de los Estados Unidos significó una visión ética distinta de la controversia que se tradujo en la reivindicación moral del Perú al ser declarado impracticable un plebiscito justo y correcto por culpa de Chile. Huelga recalcar que sin ese exitoso proceso de saneamiento de nuestras fronteras con el Brasil, Bolivia, Colombia y Chile, habría sido imposible la conclusión del Protocolo de Río de Janeiro de 1942, por el presidente Prado.

Los preceptos que inspiraron al presidente Leguía en ese juego estratégico de dominó fronterizo fueron, por regla general, los siguientes: (i) La solución tenía que encontrarse dentro de una atmósfera de paz y de reconciliación en beneficio de la amistad continental; (ii) Para llegar a un arreglo definitivo con Chile era menester primero zanjar las otras diferencias limitrofes. Por eso en su primer gobierno, evitó desaprovechar la oportunidad que le ofrecio el laudo arbitral del presidente argentino Figueroa Alcorta; (iii) Las negociaciones tenían que realizarse en secreto; (iv) Preferencia pr el trato directo en la resolución del diferendo territorial, éste fue el camino que observó con el Brasil, Bolivia y Colombia; (v) Preferencia por el canje territorial para llegar a una solución expeditiva de los impasses; (vi) Con Chile, ante el fracaso del trato directo en el pasado, había que seguir un enfoque distinto, propiciando la intervención de los Estados Unidos a través del arbitraje; (vii) La misma fórmula debía ser aplciada en la controversia territorial con el Ecuador si el trato directo se hacía imposible; (viii) Modificado, por lo menos, un factor de la ecuación que daba ventaja a la potencia ocupante, podía optarse por el trato directo, pero con la participación testimonial del gobierno de los Estados Unidos; (ix) La división de las provincias cautivas, si era inevitable, tenía que estar condicionada a irrenunciables exigencias del Perú; (x) La salida portuaria de Tacna por Arica, si esta provincia quedaba definitivamente en manos de Chile, era una de esas condiciones; (xi) Otra de ellas era la propiedad peruana, en toda su extensión, del ferrocarril Tacna-Arica, una vez vencida la concesión que tenía la empresa inglesa.

Resuelta la controversia territorial con Chile, el presidente Leguía resumió muy bien su sentir ese 29 de mayo de 1929, con las siguientes palabras: “A la edad que tengo, cuando considero cumplidos mis deberes privados y públicos, y cuando el pasado es para mí una realidad que he vivido, y el porvenir una esperanza que no veré, celebrar el Tratado con Chile equivale a trabajar únicamente para la posteridad, por el bien de las generaciones futuras, por la gloria y el progreso de esta Patria querida, que yo quiero que subsista una e invariable mientras unas generaciones bajan a la tumba y otras se abren a la vida. Estas últimas sabrán juzgarme”.

El Tratado de 1929 constituye un acuerdo condicionado en el sentido de que el Perú sólo aceptó la división territorial si, además del regreso de Tacna o gran parte de ella a la heredad nacional, se le daba a este territorio una salida portuaria por Arica a fin de atender la situación mediterránea en que quedaba por la pérdida de su puerto natural. Dicho en otras palabras, para el Perú el Tratado de 1929 y su Protocolo Complementario encierran dos condiciones fundamentales, estrechamente imbricadas, que de no ser cumplidas ponen en tela de juicio la solidez de ambos instrumentos. Esas dos condiciones fundamentales son: el regreso de Tacna asociado al disfrute en el puerto de Arica de la independencia más propia del más amplio puerto libre, de conformidad con lo dispuesto en el artículo quinto del Tratado.

Fue sólo el acuerdo sobre la salida portuaria lo que hizo posible el Tratado de 1929. Porque es bueno recordar que fue, precisamente, la divergencia sobre la modalidad que debía revestir esa salida portuaria lo que paralizó la negociación por más de tres meses en Lima. Por eso el artículo quinto responde a una lógica inversa a la de su redacción literal. Es porque el comercio de tránsito al Perú debe gozar de la independencia propia del más amplio puerto libre que Chile se obliga a conceder al Perú y a construir a su costo los establecimientos y zonas que permitan con esa finalidad. Y no al revés.

El carácter fundamental que tiene lo previsto en el artículo quinto debe, además, ser interpretado en función del proyecto sobre el remozamiento portuario de Arica contemplado en 1929 y la “zona de libre tránsito” definida en el plano anexo a la Convención de 1930. Y si bien no tien por qué haber un correlato geográfico puntual e ineludible, no es menos cierto que tampoco se puede vulnerar el espíritu que apunta a conferirle un carácter integral, sin solución de continuidad, a los establecimientos y zonas que conserva el Perú en el puerto de Arica” (pp. 321-324, ob. cit).”
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