(Por Miguel Semán).- “El sistema que no da de comer, tampoco da de amar, a muchos condena al hambre de pan, y a muchos condena al hambre de abrazos” (Eduardo Galeano).
Con esa frase cerrábamos en la primavera del año 94 un artículo de la revista Pibes donde contábamos la historia de Wilfrida, una crónica de la dispersión y el exterminio amoroso. Una jueza que ya no es la había calificado de deficiente social y había entendido que como ya no podía esperarse de Wilfrida ninguna mejoría económica ni "moral" era necesario desahijarla sin piedad y sin apelaciones.
Así fue. En nombre de la infancia tutelada se demolieron los afectos y una pobre resolución judicial, sin fundamentos, abolió los vínculos y los cuatro hijos fueron dados en adopción, a cuatro familias diferentes. A ella, a la madre, le fijaron un régimen de visitas de dos horas semanales, en la plaza pública, bajo la vigilancia de los guardadores.
En esos tiempos, Wilfrida era una mujer joven, fértil y pobre, con una capacidad casi milagrosa para engendrar hijos hermosos y sanos. Esa capacidad que para algunos era un insulto fue, tal vez, la usina de sus desdichas. Con sus hijos de la mano vivió en la calle, soportó heladas, tormentas, hambre y miedo. Pero en medio de las calamidades, sin saber cómo, un amor les creció de ida y de vuelta. Ese amor los envolvía y los cubría a todos, como esas enredaderas que se aferran y trepan por los muros de las casas, con la salvedad de que ellos no tenían casa y eran pura enredadera.
Entre los hijos de Wilfrida había una nena, Dorita, que nació dueña de una magia extraña. El encanto consistía en que al lado de su madre y en medio de sus hermanos, era inmune a todas las miserias. A pura risa atropellaba el mundo y todo, absolutamente todo, en ella, que no tenía casi nada, era júbilo y celebración de la abundancia. Nadie sabe cómo lo lograba, pero aún en la tristeza más honda Dorita amenazaba con la felicidad.
Como todos sus hermanos, una mañana también fue "entregada" en adopción. El hombre que le asignaron como padre, miró a Wilfrida en los tribunales con los ojos fríos y oxidados del desprecio y con la misma mirada le llevó a la hija. Aquella vez, los adoptantes parecían indignados, mudos de furia, porque la pobreza demostraba una vez más que era capaz de una fertilidad batalladora y militante.
A partir de ahí, desde que ella se fue de la mano del hombre, todo se hizo silencio. El silencio que rodea las casas de los que velan mentiras. Pasaron los años y el tiempo nos permitió pensar que detrás de los muros Dorita había llegado al umbral de la adolescencia. Los días siguieron pasando y casi empezábamos a olvidarla cuando una tarde fría, alguien entró con la lluvia y dejó caer la noticia. Hacía un ratito nomás Dorita se había metido el caño de un revólver en la boca. Había cerrado los ojos y en esa pobre noche de su alma apretó el gatillo. De un solo tiro se voló el palomar de las palabras y remató las risas, como si hubiese querido vengarse de todos en su propia cara.
No sé qué fue de Wilfrida ni de sus otros hijos, ni cómo habrá hecho ella, que sólo daba vida, para no caer en la grieta de la muerte. Tampoco sé si alguien le dijo alguna vez que su hija se había suicidado. Tal vez ya no hiciera falta, es posible que a esa altura de la historia la vida se hubiese convertido para ella en un expediente huérfano donde nadie era nadie y todos estaban solos.
Uno de da cuenta de que la vida no fue lo que pensaba cuando se descubre añorando sus días de tristeza. A esos días querría yo llevar a Dorita. Cuando era invierno, hacía frío y llovía. Llovía en Claypole y en el resto mundo y ella tenía hambre y veía caer la lluvia.
Nota publicada por http://www.pelotadetrapo.org.ar/
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