Mi reciente artículo «[La CIA y el laboratorio iraní-<article160667.html]» me valió una gran cantidad de correos electrónicos, principalmente injuriosos. Hace tiempo que no había recibido tantas protestas de carácter extremo. La mayoría de los que me escribieron afirman que me ciega un «antiamericanismo visceral», que me lleva a defender la «dictadura de los mulahs» y a ignorar la ola de jóvenes iraníes que luchan a mano limpia «por la libertad». Si analizamos un poco esos correos, salta a la vista que contienen pocos argumentos y que destilan una pasión irracional, como si fuera imposible hablar de Irán sin dejarse llevar por sus propias emociones.

Y es que Irán no es un Estado cualquiera. Al igual que la Francia de 1789 y de la Rusia de 1917, el Irán de 1979 desencadenó un proceso revolucionario que contradice aspectos fundamentales del modelo «occidental» triunfante, y lo hizo a partir de una fe religiosa. Treinta años más tarde, nosotros, los «occidentales», seguimos viendo el pronunciamiento del Pueblo iraní como una condena moral hacia nuestro propio modo de vida, o sea hacia la sociedad de consumo y el imperialismo. En revancha, no logramos encontrar la calma más que persuadiéndonos a nosotros mismos de que la realidad es sólo un sueño y de que nuestros sueños son la realidad. Dicho de otra forma: los iraníes quisieran vivir como nosotros, pero no pueden hacerlo por culpa de una terrible banda de sacerdotes con turbantes.

Cuando se trata de explicar el Irán moderno a los que quisieran entenderlo, ni siquiera sé por dónde empezar. Treinta años de propaganda han creado una multitud de imágenes falsas, imágenes que habría que desmontar una por una. Luchar contra la mentira es una tarea muy difícil y la coyuntura no es la más favorable para hacerlo. Me gustaría hacer solamente algunas observaciones previas.

La revolución islámica fue fuente de grandes progresos: los castigos corporales se hicieron excepcionales, el derecho sustituyó a la arbitrariedad, las mujeres han alcanzado un nivel educacional que sigue en aumento, todas las minorías religiosas están protegidas –con la desgraciada excepción de los Baha’is–, etc. Cuando se abordan cada uno de esos temas, mientras que Occidente encuentra execrable al régimen iraní, los iraníes piensan por su parte que éste régimen es mucho más civilizado que la cruel dictadura del Shah, impuesta por Londres y Washington.

La revolución islámica tiene mucho aún muchos logros que alcanzar y tiene que lograr manejar ese sistema político, típicamente oriental, que, en aras de que cada cual encuentre en él su lugar, multiplica la cantidad de estructuras administrativas y lleva a la parálisis institucional.

Por supuesto, en la época del Shah existía también una burguesía occidentalizada que se daba la gran vida. Enviaba a sus hijos a estudiar en Europa y despilfarraba alegremente en las fiestas de Persépolis. Hasta que la revolución islámica abolió los privilegios de aquella burguesía. Son sus nietos los que hoy se lanzan a la calle, con el apoyo de Estados Unidos. Quieren reconquistar lo que perdieron sus familias, y ese algo no tiene nada que ver con la libertad.

En pocos años, Irán recuperó el prestigio que había perdido. Su Pueblo se enorgullece de haber aportado su ayuda a los palestinos y a los libaneses, ofreciéndoles medios para la reconstrucción de sus casas, destruidas por Israel, y armas para defenderse y recuperar su dignidad. Irán socorrió a los afganos y a los iraquíes, víctimas de regímenes prooccidentales y, posteriormente, víctimas de los propios occidentales. Esa solidaridad, los iraníes han tenido que pagarla a un precio extremadamente alto, han tenido que pagarla haciendo frente a la guerra, al terrorismo y a las sanciones económicas.

Por mi parte, yo me considero un demócrata. Yo doy la mayor importancia a la voluntad popular. No entendí por qué había que proclamar la victoria de George W. Bush sin terminar el conteo de los votos de los electores estadounidenses de La Florida. Tampoco entendí por qué, como lo hizo la burguesía de Caracas, había que felicitar a Pedro Carmona por encarcelar a Hugo Chávez, el presidente que el Pueblo venezolano había elegido. No entiendo por qué hay que llamar «Señor Presidente» a Mahmoud Abbas cuando impide la elección de sucesor secuestrando a los representantes del Pueblo palestino en los calabozos israelíes. No entiendo por qué se está preparando la aplicación del Tratado Constitucional Europeo, con un nombre diferente, cuando ese tratado fue rechazado por los electores europeos. Y en este momento, no veo en nombre de qué fantasmas tendría yo que alentar a la población de los barrios del norte de Teherán a pisotear el sufragio universal, y a imponer a Mousavi en el poder cuando el Pueblo se pronunció mayoritariamente por Ahmadinejad.