El Programa de Vigilancia del Presidente, que operó en Estados Unidos de 2001 a 2007, rompió el equilibrio entre la protección a la seguridad nacional, el respeto a los derechos humanos y las libertades civiles, consideran analistas. En México, persiste el riesgo de que el combate a amenazas como el narcotráfico perpetúe las violaciones a los derechos humanos y se amplíen indiscriminadamente los poderes presidenciales, advierten especialistas
La evaluación exagerada de una amenaza contra la seguridad nacional condujo a la administración de George Bush, desde el 11 de septiembre de 2001, a realizar actividades de vigilancia, como la intercepción de comunicaciones personales de ciudadanos estadunidenses y de extranjeros, que no siempre fueron legales y que se ocultaron al Congreso, refiere el Informe desclasificado sobre el Programa de Vigilancia del Presidente, realizado en julio pasado por los inspectores generales de los departamentos de Defensa, de Justicia, de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), la Agencia Nacional de Seguridad y la Oficina del Director de Inteligencia Nacional.
El informe generó un intenso debate en el Congreso estadunidense. En México se aplica el mismo paradigma: exagerar deliberadamente las amenazas a la seguridad nacional, con la consecuente erosión de las libertades civiles, precisa Laura Carlsen, directora del Programa de las Américas del Centro de Política Internacional.
José Rosario, coordinador de comunicación y análisis del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, aprecia que, cuando el Estado mexicano decidió atender otras amenazas que magnificó como el terrorismo –que no es un riesgo real– y fue incapaz de responder y combatir amenazas verdaderas contra los ciudadanos, como los efectos negativos de la globalización económica que se han traducido en desempleo, surgió la percepción de una mayor incertidumbre. Esa situación genera mayor exigencia ciudadana por la seguridad, incluso a cambio de ceder algunos espacios o libertades civiles, opina.
Coincidente con ambas visiones, el Programa de Vigilancia del Presidente (PSP, por sus siglas en inglés) –número de código 2009-0013-AS, desclasificado en Estados Unidos el pasado 10 de julio– explica que, en términos legales y constitucionales, lo más importante es mantener el equilibrio entre la seguridad nacional y el respeto a la vida, las libertades civiles y los derechos de los ciudadanos.
El documento de 43 páginas indica que en las semanas que siguieron a los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, el presidente George Bush autorizó a la Agencia Nacional de Seguridad (NSA, por sus siglas en inglés) conducir un programa clasificado para detectar y prevenir otros ataques contra Estados Unidos, que se conoció como Programa de Vigilancia al Terrorismo. Como parte de ese programa secreto, se aprobaron “diferentes actividades de inteligencia” a través de las llamadas autorizaciones presidenciales, que se renovaban cada 45 días con ciertas modificaciones.
Una de las actividades autorizadas como parte del PSP fue la intercepción de las comunicaciones dentro y fuera de Estados Unidos, “cuando había una base razonable” para concluir que una parte de la comunicación era “un miembro de Al Qaeda o de organizaciones terroristas relacionadas”. Aunque este aspecto del programa fue admitido públicamente por los funcionarios de la administración de Bush en distintas ocasiones, el fiscal general reconoció también con posterioridad que se realizaron otras actividades de inteligencia que aún permanecen clasificadas. Esas intercepciones comenzaron después del 11 de septiembre de 2001 y continuaron hasta el 17 de enero de 2007.
En estas tareas participaron –además de la NSA, que coordinaba la recolección y la difusión de información de inteligencia– el Buró Federal de Investigaciones (FBI, por sus siglas en inglés) del Departamento de Justicia; la Agencia Central de Inteligencia, que recibía informes de inteligencia como consumidor del PSP, y la Oficina del Director de Inteligencia Nacional, así como el Centro Nacional de Contraterrorismo (NCTC, por sus siglas en inglés), en el análisis y posible investigación de esos materiales.
Además del FBI, también tuvieron injerencia otras instancias del Departamento de Justicia, como la Oficina de Consejo Legal, que proporcionaba asesoría a la Casa Blanca y al fiscal general sobre la legalidad del Programa de Vigilancia del Presidente.
Aún permanece como “altamente clasificada” la información de las actividades específicas de inteligencia que permitieron las autorizaciones presidenciales, excepto las que comenzaron en diciembre de 2005 el presidente y otros funcionarios, que “reconocieron que éstas incluían la intercepción sin orden de la corte para ciertas comunicaciones internacionales”, como cita la página seis del informe; también lo admitió en agosto de 2007 el exfiscal general Alberto González durante las entrevistas que realizaron los inspectores generales en 2008.
Por ello, ahora se conoce que el Programa de Vigilancia al Terrorismo y Otras Actividades de Inteligencia integraron el Programa de Vigilancia del Presidente. Una vez que las autorizaciones presidenciales se emitían, la CIA y el NCTC preparaban una evaluación de las potenciales amenazas terroristas en curso y un sumario de inteligencia. Esas autorizaciones continuaron con algunas modificaciones en las actividades de inteligencia, aprobadas entre 2001 y 2002.
Enseguida, la Oficina de Consejo Legal del Departamento de Justicia revisaba esa información y aquilataba si existían bases suficientes que mostraran la amenaza de ataques terroristas contra el país, al tiempo en que evaluaba que se cumplieran las normas de la Cuarta Enmienda constitucional –que establece que las pesquisas y aprehensiones que realiza el gobierno y sus entidades deben hacerse bajo bases jurídicas razonables para garantizar a sus ciudadanos el respeto a sus derechos civiles– para que el presidente siguiera autorizando las indagaciones de su programa de vigilancia.
Este proceso prosiguió prácticamente sin alteraciones durante varios años, hasta que la Oficina de Consejo Legal del segundo asistente del fiscal general, John Yoo, realizó una serie de memorandos para justificar el aspecto legal del PSP; él fue el único al que se le permitió conocer a fondo el alcance de ese programa –que comenzó en octubre de 2001– a excepción del entonces consejero para Política de Inteligencia, James Baker, y el fiscal general, que entonces era James Ashcroft.
Preocupado por la legalidad de las “actividades extrañas” de vigilancia electrónica, Yoo preparó en octubre de 2001 algunas opiniones preliminares; de esas nociones dejó un escrito el 2 de noviembre de ese año. Ese análisis provocaría gran preocupación a otros funcionarios de la oficina del segundo fiscal general a fines de 2003 y comienzos de 2004. Entre otras preocupaciones, Yoo expresó que no había una declaración de guerra previa para autorizar la intercepción de las comunicaciones de los ciudadanos estadunidenses y extranjeros.
La página 13 del informe desclasificado da cuenta de que John Yoo escribió en otros memorandos –de octubre de 2002– que el interés del gobierno se había superpuesto al interés privado de los individuos, “aunque ningún interés gubernamental es más convincente que el de la nación”. Cuando llegó el momento de renovar una autorización presidencial, ese debate legal dio lugar más tarde al enfrentamiento entre el Departamento de Justicia y la Casa Blanca.
El conflicto
El 4 de marzo de 2004 el general James Comey –quien fungía como subsecretario del Departamento de Justicia– coincidió con el fiscal general James Ashcroft y otros funcionarios en que persistían potenciales problemas legales en la aplicación del Programa de Vigilancia del Presidente. Esa tarde, Ashcroft sufrió una pancreatitis que lo llevó al Hospital de la Universidad George Washington, en donde permaneció en la zona de cuidados intensivos por varios días. El 5 de marzo, Jack Goldsmith, asistente del fiscal general, informó a Comey que por la condición médica de Ashcroft existían “claras bases” –como establece la norma 28 U:D:C: 508 (a)– para que el subsecretario determinara que ése era “un caso de ausencia o inhabilidad del fiscal general”.
Ese documento marcaba una copia para el consejero legal de la Casa Blanca, Roberto Gonzáles. Ese día por la tarde, el mismo Gonzáles pidió a Goldsmith –quien reemplazó a Jay Bybee como asistente del fiscal general en octubre de 2003– una carta en la que declarara que las primeras opiniones de John Yoo “cubrían el programa” en su parte legal. Tanto Goldsmith como Comey reexaminaron los memorandos de Yoo para determinar si en ellos se describían adecuadamente las actividades de la NSA bajo las autorizaciones presidenciales. Ambos funcionarios del Departamento de Justicia concluyeron que los análisis de Yoo no describían con seguridad algunas de las “otras actividades de inteligencia”, realizadas bajo las autorizaciones presidenciales, que aplicaba el PSP.
Entre el 6 y 9 de marzo de 2004 hubo reuniones entre estos funcionarios y Gonzáles en la Casa Blanca para discutir la legalidad de esas actividades adicionales de inteligencia que contemplaba el programa presidencial. No llegaron a un acuerdo. Ante esa situación, el presidente Bush instruyó a Richard Cheney para reunirse el 10 de marzo con oficiales de la comunidad de inteligencia estadunidense y líderes de los comités de inteligencia del Congreso. Ningún funcionario del Departamento de Justicia fue invitado.
El fiscal Ashcroft permanecía hospitalizado. Urgía renovar la autorización presidencial correspondiente, por lo que el presidente Bush instruyó a su asesor Gonzáles a entrevistarse con el fiscal y solicitarle su firma. La esposa de Ashcroft hizo saber por teléfono a los representantes de Bush que el funcionario no estaba en condiciones de atender la petición presidencial; sin embargo, Gonzáles y otro asesor insistieron en acudir al Hospital de la Universidad George Washington. Ante esa situación, el general Comey llamó a Robert S Muller, director del FBI, para que acudiera a auxiliarlo como testigo.
Entretanto, Comey urgió a Patrick Philbin, un oficial del Departamento de Justicia, para que también se presentara en el hospital, “porque Gonzáles y otro funcionario quieren que Ashcroft firme algo”. Comey dijo a los investigadores que redactaron este informe –ahora desclasificado– que Ashcroft estaba en cama, muy débil por el efecto de la cirugía y que “parecía verdaderamente fuera de sí”, por lo que Comey, Goldsmith y Philbin, después de entrevistarse con el fiscal general, decidieron montar un “puesto de comando” a su alrededor para evitar que fuera importunado.
De acuerdo con notas de agentes del FBI, hacia las 19:35 horas González y otro funcionario de la Casa Blanca ingresaron a la habitación del fiscal general. Gonzáles le extendió un sobre de papel manila mientras le preguntaba cómo se sentía. De acuerdo con el testimonio de Goldsmith, cuando Ashcroft respondió “no muy bien”, Gonzáles le manifestó: “Sabe usted que hay una reautorización que debe ser renovada”, a lo que el debilitado funcionario expresó: “No importa, porque ya no soy el fiscal general, hay otro”, y apuntó hacia Comey. Fue entonces cuando este hombre fue citado en la Casa Blanca por un funcionario de apellido Card, que acompañaba a Gonzáles para una reunión “sin testigos”.
A pesar del encuentro que tuvo lugar entre Comey y Gonzáles, no hubo respuesta positiva del Departamento de Justicia para firmar la nueva autorización presidencial. En reacción, el 11 de marzo de 2004, cuando expiraba la vigencia de este documento, el presidente Bush firmó una nueva autorización para su programa de vigilancia bajo tres consideraciones que, estimó, cumplían con los requisitos legales: expresaba que el ejercicio del presidente se apegaba al artículo II de la Constitución como comandante en jefe y con ello desplazaba cualquier otra provisión legal, incluyendo la Ley de Inteligencia y Vigilancia en el Extranjero de 1978.
En segundo lugar, el documento citaba que la descripción de “Otras actividades de inteligencia”, a las que hacía mención el PSP, había sido conducida de igual manera que bajo las anteriores autorizaciones presidenciales y, finalmente, declaraba que al haber aprobado las anteriores, el fiscal general avalaba las mismas actividades que ahora se aprobaban.
Poder clandestino
Al analizar las implicaciones legales de los poderes que adquirió el presidente para poner en práctica su programa de vigilancia, Laura Carlsen, politóloga estadunidense residente en México, observa: “Cuando a propósito se exageran las amenazas a la seguridad nacional” e implican la transferencia de poderes casi clandestinos al Ejecutivo, sin transparencia, se entra en un proceso de erosión de las libertades civiles porque se rompe el equilibrio que hace muy difícil a los ciudadanos defenderse ante las medidas de su gobierno.
En el contexto de los ataques del 11 de septiembre, el Programa de Vigilancia del Presidente “se expandió más de lo que el Congreso había aprobado en 1978, en materia de vigilancia en el exterior, con una ley anterior; ahora, los investigadores encuentran que no todas las partes del programa eran legales o sobrepasaron la ley y por ello hubo una disputa entre el Departamento de Justicia y la Casa Blanca, pero lo fundamental es que los objetivos de localizar a los responsables del terrorismo no se lograron”.
Carlsen anota que Tom Barry, investigador del Centro de Política Internacional, realiza desde hace años una investigación para evaluar las amenazas a la seguridad nacional de Estados Unidos y de otros países: “Lo que hemos visto es que consistentemente se exageran esas amenazas para justificar que se otorguen más poderes al Ejecutivo” y se permitan actividades extralegales, así como la violación de las libertades civiles. Expone el caso de Colombia, que tras recibir la ayuda en inteligencia de Estados Unidos, el Departamento Administrativo de Seguridad aplicó esos programas contra los disidentes y opositores, como quedó de manifiesto en el escándalo que surgió en aquel país durante el primer trimestre de 2009.
Advierte Carlsen que algo similar ocurriría en México bajo la aplicación de la Iniciativa Mérida: “Engloba juntos la guerra contra el crimen organizado y el terrorismo”, aunque tiene que cambiar: la actual preocupación de esa estrategia es la violación a los derechos humanos, porque el Ejército está involucrado. Agrega que el informe desclasificado en Estados Unidos debe verse en México como una llamada, un foco rojo para los ciudadanos y grupos de la sociedad civil defensores de los derechos humanos. “La sociedad civil debe exigir la información adecuada que transparente los programas que existen para combatir la delincuencia y evaluarlos a fondo para confirmar si hay vacíos legales que permitan observar si se rompe el equilibrio entre lo que realmente es la seguridad nacional” –un concepto que desde su punto de vista aún no está bien definido en este país.
José Rosario, del Centro Miguel Agustín Pro Juárez, describe que la exageración de las amenazas a la seguridad nacional también está relacionada con la presión internacional que se enfocó al combate contra el terrorismo en Estados Unidos durante la administración de Bush y sus secuelas tras los ataques terroristas en España y el Reino Unido. “En el caso mexicano, que también está vinculado a Estados Unidos, la amenaza no es el terrorismo sino el narcotráfico o la delincuencia organizada, y tiene que ver con la incapacidad del Estado para resolver otras amenazas, como el desempleo y la pobreza”.
Otras intercepciones
El 25 de mayo de 2007 el diario Los Angeles Times reveló que Estados Unidos financiaba en México la intercepción telefónica. El texto señaló que Washington pagaba 3 millones de dólares por tecnología para la intervención de comunicaciones. El sistema permitiría a las autoridades mexicanas seguir a los usuarios de teléfonos celulares mientras viajan: incluye una gran capacidad de almacenamiento que haría posible identificar a los usuarios mediante su voz.
En consecuencia, Isabel Uriarte, entonces responsable del programa de Seguridad Ciudadana del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, alertó que ese sistema de vigilancia “amenaza las libertades individuales en este país”. Susan Pittman, de la Oficina Internacional de Narcóticos del Departamento de Estado, indicó a Los Angeles Times que ésa era “una operación del gobierno de México financiada por Estados Unidos”.
Apenas el 26 de febrero pasado, la agencia española EFE publicó que el presidente colombiano Álvaro Uribe Vélez ordenó retirar a la policía secreta (Departamento Administrativo de Seguridad, DAS) la facultad de hacer grabaciones telefónicas, tras la denuncia de intercepciones a magistrados, periodistas, políticos y funcionarios del gobierno. Al tiempo, anunció: “A partir de hoy, el DAS no ejercerá directamente la competencia para hacer intercepciones con orden judicial”.
En México, el 1 de junio pasado el Diario Oficial de la Federación publicó la Ley de la Policía Federal que, de acuerdo con el artículo 8, tiene entre sus atribuciones y obligaciones “recabar información en lugares públicos para evitar el fenómeno delictivo, mediante la utilización de medios e instrumentos y cualquier herramienta que resulten necesarias para la generación de inteligencia preventiva. En el ejercicio de esta atribución se deberá respetar el derecho a la vida privada de los ciudadanos. Los datos obtenidos con afectación a la vida privada carecen de todo valor probatorio”.
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