(Roberto Salomón / Prensa Latina)

En efecto, a consecuencia de la debacle, contingentes de seres que quedaron desempleados, quienes anteriormente miraban la miseria como algo desconocido y lejano, ahora ven en ella un fenómeno que puede afectarlos de un momento a otro.

Actualmente clasifican como pobres unas 1 mil millones de personas, y esa cifra crece cada vez más, no sólo por la recesión global y los crecientes despidos, sino debido a las relaciones económicas y comerciales de dominación existentes desde hace mucho tiempo.

Éstas generan un mundo bipolar en el que se acumulan, en un extremo las riquezas y en el otro la pobreza, la que a su vez agrava el hambre, las enfermedades, el analfabetismo, la carencia de instrucción, el número de muertes y otros males.

Según reconoce el Banco Mundial (BM), la brecha entre ricos y pobres se ha duplicado en los últimos 40 años, y su aumento continúa.

De acuerdo con cálculos de la Organización Internacional del Trabajo, la crisis podría dejar desempleadas a 50 millones de personas a escala global, lo cual acentúa la espiral de la pobreza en el mundo.

En Estados Unidos cerca de 3 millones perdieron sus puestos de labor en 2008 y la cifra siguió en aumento notable en lo que va del año con el avance de la recesión en ese país.

Asimismo, en Latinoamérica, la región más desigual del planeta, el comercio, el consumo y las remesas dejaron a más de 1 millón de personas sin dinero y sin trabajo.

La Comisión Económica para América Latina y el Caribe afirma que si bien ese flagelo había retrocedido antes de la debacle del 44 al 35 por ciento de la población del área –unos 570 millones de habitantes–, ahora escalará de manera significativa.

Esto ahondará la brecha existente en una región donde el 10 por ciento más rico tiene el 48 por ciento de los ingresos, mientras el 10 por ciento más pobre, sólo el 1.6.

En el centro de esa situación está el proceso de globalización económica asentado en el neoliberalismo y las recetas de ajuste macroeconómico, lo que determina que hoy los pobres y marginados lo sean más que nunca.

No pocos expertos coinciden en que esta crisis sistémica del capitalismo refleja las consecuencias de ese modo de producción, que permite a quienes tienen el poder, la búsqueda de las mayores ganancias, no importando su impacto negativo en la sociedad.

Al operar éste diariamente una red financiera global estimada en más de 1.5 millones de millones de dólares, dificulta en gran medida a las naciones del Sur sostener sus divisas, su producción y sus empleos.

Tenemos un mundo de gente rica y otro de pobres, y el foso entre ellos se expande de manera constante, lo cual pone una gran responsabilidad sobre nosotros, particularmente si queremos evitar más guerras, advertía recientemente el libio Ali Abdussalem Treki, tras ser electo presidente de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas.

Abordar la pobreza y los derechos humanos resulta esencial para alcanzar la paz y la seguridad internacional, afirmaba el funcionario.

Es urgente destinar una mayor cantidad de recursos para combatir ese fenómeno, así como las enfermedades, y ofrecer educación y servicios de salud de buena calidad, apuntaba además.

Hoy se habla de la pobreza y la lucha contra ella con diversos fines, desde quienes realmente están interesados en el desarrollo económico de sus países, hasta los que emplean una doble moral al respecto, entre quienes se incluyen el BM y el Fondo Monetario Internacional (FMI).

Existen gobiernos interesados verdaderamente en el desarrollo económico y poner los recursos naturales al servicio nacional para acabar con la miseria y la desigualdad social. Sin embargo, Estados Unidos, la Unión Europea y otros países ricos de Occidente se declaran a favor de que ese flagelo desaparezca, pero en la práctica hacen muy poco en esa dirección.

Incluso defienden a capa y espada el actual orden económico y comercial internacional, que dificulta el acceso al desarrollo y contribuye a eternizar la pobreza.

La mayoría de las naciones donantes de ayuda, agrupadas en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, incumplen sistemáticamente –encabezadas por Estados Unidos– el compromiso de aportar el 0.7 por ciento de su Producto Interno Bruto (PIB) para enfrentar ese mal.

Ellas y organismos como el BM y el FMI propugnan el equívoco de que sólo mediante el comercio y su liberalización, y el crecimiento económico, los países del Tercer Mundo accederán al desarrollo.

La falsedad de ese criterio se constata en que muchos experimentan crecimientos del PIB y del intercambio comercial, pero aumentan en ellos los niveles de pobreza e inequidades por la desigual distribución de las riquezas producidas y de los ingresos.

Recientemente la Organización de Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo consideró en un informe que la situación de la pobreza a escala internacional demanda plantearse interrogantes de fondo sobre la naturaleza y el sentido de la economía.

¿Es acaso esta última un mecanismo autónomo y autorregulado, como las galaxias y el sistema solar, o un producto de la cultura y la sociedad, el resultante de un sistema de valores?, se preguntaba un funcionario de ese organismo.

Una vez más el impulso hacia el cambio de la situación procede menos de un debate teórico que de la realidad: el enorme foso que separa a los ricos de los pobres, añadiría.

Según la ONU, basta ilustrar sobre esto último con la comparación de dos cifras: para garantizar a todos los niños del orbe el acceso a la enseñanza primaria se requieren 6 mil millones de dólares al año. Sin embargo, Estados Unidos gasta en ese lapso 8 mil millones en cosméticos.

Este contraste grotesco muestra hasta qué punto los problemas del desarrollo y la pobreza siguen, pese a las promesas del Consenso de Washington y la globalización neoliberal de solucionarlos mediante las fórmulas del mercado.

A casi una década de iniciado el siglo XXI, continúa sin resolver las dificultades más serias del anterior: el hambre, la pobreza, la acentuación de las desigualdades dentro de las naciones o entre ellas.

Se requiere concebir estrategias de desarrollo a largo plazo en un mundo en el que las corrientes financieras se tornaron globales y en que los golpes especulativos y la fragilidad de los mercados aniquilan en pocas semanas años de avances.

A juicio del sacerdote católico y sociólogo marxista belga Francois Houtart, profesor emérito de la Universidad Católica de Lovaina y director del Centro Tricontinental de Documentación e Investigación, “la pobreza es un problema social históricamente construido”.

En una economía de mercado capitalista (la pobreza) debe ser analizada a la luz de los vínculos sociales existentes, tanto en el interior de cada sociedad, como en un plano mundial, particularmente en el de las relaciones Norte-Sur, insiste.

Ese fenómeno puede ser erradicado, ya que hay suficientes recursos para satisfacer todas las necesidades. Sin embargo, el problema no radica sólo en el reparto desigual, sino sobre todo en el hecho de que la producción de la riqueza, tal como la concibe la lógica capitalista, se apoya en la pobreza.

Peor aún, argumenta Houtart, el crecimiento económico bajo ese sistema está condicionado por la reducción de las protecciones sociales, la privatización de los servicios y el aumento de las desigualdades.

Fuente
Prensa Latina (Cuba)