Veamos que acaba de ocurrir con la muerte de Néstor Kirchner, quien horas antes de caer fulminado por un infarto, era para unos cuantos opinólogos: un totalitario, irascible, intratable, antidemocrático, sospechado de corrupción y de vinculaciones mafiosas. No fue poca la munición utilizada, ni de bajo calibre. Kirchner representaba, decían, a un intolerante que inflamaba la vida política del país, dañando la reputación de un tipo de institucionalidad y la “convivencia pacífica entre los argentinos”.

En otra oportunidad hablaremos de “eso” que con frecuencia, mediante lavados y planchados al vapor se sentencia en bruto como “la convivencia pacífica entre los argentinos”: un todo, y un por igual, azuzados, según le va en la feria a las clases dominantes; feroces en su violencia. “Entre todos los argentinos”: despropósito, sin clases sociales, ni luchas de intereses. Cosas chauvinistas, si las hay, en la sociedad burguesa.

Volvamos a la muerte del “intolerable”, “antidemocrático”, y “despótico” Néstor Kirchner. Volvamos al día en que la tele dio la noticia, con crespón negro y música sacra y, desde horas tempranas empezó a deslizar que había fallecido un hombre apasionado, de tenaces convicciones, un hombre que sacó a la Argentina del incendio del 2003. “Un adversario difícil, pero defensor de sus ideas”. Cambio de lenguaje. Cambio de tono. La muerte manda.

Esa tele que, a su modo, actúo –no únicamente- como vehículo, colocando micrófonos a hombres y mujeres de la política que “a pesar de las discrepancias, reconocemos en él –en Kirchner- a un demócrata”. La muerte todopoderosa, esa que borra con el codo lo firmado con la mano horas antes de que a Kirchner se lo llevara el infarto. Más o menos: dónde dije digo, digo Diego, o algo así. Un zafarrancho de la politiquería, que no se remite a la política, sino, además, a otros órdenes de la vida.

No, claro que no es sencillo sostener con el cuerpo lo que se despacha por la lengua. Por lo general, se habla. Y después se piensa. Hay abundante material acerca de la cuestión. Buen material, en el que se vinculan el importante valor de la reflexión y la teoría y el desprecio por ellas de parte de los “amigos de lo concretito”.

Si ayer “ese” –Kirchner- era el diablo, que Dios lo castigue. Si hoy ya es el muerto –y no la piedra en el zapato- que Dios lo tenga “en su santa gloria”. La hipocresía secular y circular.
La muerte puede ser, para aquellos que hacen que lo sea: generosa, amnésica, hipócrita. Néstor Kirchner: “un estadista”. Muerto: “un estadista”. Mientras vivía, no más que un astuto encantador de serpientes venenosas, capaz de resolver cualquier rompecabezas a fuerza del poder del dinero. Eso se pregonaba. En la muerte: “un estratega”. En la vida: “un pícaro ladrón”.

La muerte. Esa que no tan sólo cambia palabras acusatorias por laudatorias, es la que también se apropia de imágenes santificadas, para una reproducción en cadena. A tal punto que un cardenal de la Iglesia, cómplice de una de las más brutales dictaduras militares del mundo, nos empalagó, en la misa al muerto, sin el cuerpo presente, con las bondades del que hasta ayer nomás era Satanás. Ningún pudor. Ni uno.

¿Será que la muerte ajena es un buen pretexto para allanarse la propia esperando la reciprocidad en los elogios y reconocimientos? ¿Será? Es de suponer que en la miseria de la filosofía debe encontrarse alguna pista sobre el asunto. En la teología hay material de consulta, un tanto retrógrado y de viejo cuño, aunque interesantes bajadas de líneas “apolíticas” y “extra-terrenales”, tanto para un barrido como para un fregado.

Muerto: “un hombre de carácter fuerte, de inocultable fervor en la defensa de sus creencias”. En vida: “un desequilibrado, ideólogo del apriete, de amenazas e incendios por venir”.
La muerte, ya sabemos, hace bueno, muy bueno o excelente, al muerto. Y revela hasta qué punto los relatores y opinólogos “del último adiós” nos dejan en ascuas, en este caso, respecto de quién fue Néstor Kirchner. ¿Ese del saco cruzado y los zapatos sin cordones, acusado de haber matado a Abel y Caín en el mismo día y en el mismo lugar, o el del “pálido final” (tango), encajado en un féretro y elogiado por respeto a la muerte?

Bueno, lo de “en ascuas” es relativo, si es que antes del Kirchner muerto teníamos unas mínimas nociones de hasta dónde él, su gobierno y el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, habían llegado en materia de distribución del ingreso, hasta qué punto avanzaron en política de derechos humanos y cuánto en la insubordinación –compartida con otros dirigentes y movimientos populares de Latinoamérica y el Caribe- al “amo del mundo”: EE.UU.

En verdad, depende de otros factores y no tan sólo el de tener que mirar la tele para no estar en ascuas y saber de algunas luchas locales contra ciertas corporaciones y de las no dadas contra otras: en un inocultable pragmatismo, que bien puede coincidir con una carrera de obstáculos, donde impera la táctica como un sin fin que suple a la táctica anterior sin solución de continuidad. O no. Tal vez, al mismo tiempo, se tratara de un armado estratégico que, dependiente de una doctrina, una ideología, procura con sus políticas de alianzas arribar a la conciliación de clases, en los días de la mayor concentración, feroz y criminal, del capital. De ese capitalismo que en el momento que supo que Kirchner había muerto avivó el alza especulativo de los precios de las acciones y los bonos. ¡Viva el muerto! en el baile de los buitres.

¿Y lo de la plusvalía, entonces? Los que creen que hay vida después de la muerte, afirman que el tema se discutirá en el cielo. La lucha continúa.

La muerte –también la de Kirchner- cuando hace tanto ruido y “obliga” a varias gentes a no estarse callada y a contradicciones formuladas con tanta impudicia, produce tristeza. A veces, mucho más que la propia muerte. Esa a la que se refería Ardizzone, cuando sentenciaba que habría que matarla.

 Juan Carlos Camaño es Presidente de la Federación Latinoamericana de Periodistas (FELAP).