La impetuosa protesta de un sector del estudiantado de la Universidad Iberoamericana en contra de Enrique Peña Nieto que rápidamente se extendió hacia otras universidades públicas y privadas a escala nacional y se convirtió en una marejada incontenible, persecutoria, que estropeó la maquinaria electoral del priísta y de Josefina Vázquez Mota y que desquició sus campañas, fue como una especie de rayo en cielo sereno caído desde las alturas de Santa Fe, cuyo estruendo ha tenido hasta el momento al menos un par de virtudes.

Por un lado, sacó de su letargo a una población (el rebaño desconcertado, según el periodista Walter Lippman) hasta ese momento hastiada y abrumada por un proceso electivo caracterizado por una publicidad partidista desmedida, carente de contenido, que en el mercado de las ilusiones de los comicios busca ocultar las diferencias entre los candidatos al homogeneizarlos con una envoltura similar. Así, la derecha y la izquierda oficiales se volvieron mercancías inodoras, indefinidas. Escéptica la población ante la avalancha de promesas de partidos excluyentes, en virtud de su indeclinable vocación por traicionar sus compromisos después de las campañas, sin preocuparles el costo del desencanto y el rencor social que generan, ni la crisis de credibilidad y legitimidad en la que chapotea el sistema político. Aturdida, paralizada, resignada ante el discurso subliminal macdonalizado de los grupos de poder que había construido y vendido exitosamente la imagen de un Peña Nieto invencible, del inevitable retorno del Partido Revolucionario Institucional (PRI), perorata que por repetida insistentemente, como la retórica nazi, se había interiorizado entre los votantes. Con ella había logrado reducir a la oposición en un idiotés (término con el que los griegos de la antigüedad se referían a quien no se interesaba en política), en un enfermo que se desinteresaba de la cosa pública, como se decía en la Grecia remota, en un instrumenti vocali, como los romanos antiguos llamaban a sus esclavos para diferenciarlos de las otras especies (a los que denominaban como instrumenti).

Por otro lado, sacudió al estatu quo. Descarriló su estrategia, o al menos puso en duda la supuesta preferencia de las mayorías por Enrique Peña y de su triunfo irrevocable, y tornó incierto el resultado festejado prematuramente, lo que razonablemente explica la feroz intolerancia del sistema esclerotizado y sus mercenarios (Jorge Castañeda, Carlos Marín, Ciro Gómez, Joaquín López y demás). El genio invisible que tienta a la desobediencia y propaga el virus de la disconformidad juvenil y social, que se pasea por las calles y recupera las plazas públicas como centros de discusión, desgarró el velo de la realidad ficticia, de la simulación democrática electoral desmovilizadora. Evidenció y cuestionó a los medios de comunicación (Televisa, TV Azteca, Milenio y adláteres) como parte de la estructura de poder, como shopping centers (centros comerciales) de la desinformación, como fábricas de manipulación, de sometimiento de las opiniones, como una máquina eficiente de la despolitización que facilita el retroceso sociopolítico y la imposición del interés privado oligárquico como si fuera el público. Quienes controlan la información, controlan el poder totalitariamente, controlan la formación y las formas de pensar de la sociedad, construyen y reproducen un sistema económico y político a sus necesidades. Eso es parte de lo que Gramci llama la creación de la hegemonía de dominación. Pero no existe un poder sin contrapoder. El descontento es una forma de rechazo a un sistema antidemocrático, desigual, excluyente, que exige sumisión. Es un reencuentro social con la política de reafirmación como ciudadano que busca ejercer sus derechos. El conflicto mueve a las sociedades. Es el motor de la historia. Ubicado en el corto plazo para que trascienda la fascinación electoral y organizadamente se convierta en antipoder, en una nueva hegemonía. La negación es parte de la solución, según Hegel. El recule de Televisa y Tv Azteca es táctico y en nada cambia la situación.

El movimiento Yo soy 132, que se identifica con el de 1968 y de los descontentos de otras latitudes que se oponen a la mundialización capitalista neoliberal, desnudó asimismo a los ángeles mancillado (Enrique Peña) y caído (Josefina Vázquez Mota) como los peones del régimen.

También revitalizó a Andrés Manuel López Obrador, al cual falsamente lo habían convertido en cadáver político y enterrado prematuramente. Su campaña no despegaba, o eso se trató de hacer creer al menos por tres razones. Una es la obvia: el cerco higiénico creado a su alrededor por las elites, con el objeto de evitar su ascenso a la Presidencia de la República pese al giro dado en su actual participación electoral, menos belicosa y más conciliadora en su discurso.

¿Acaso creyó que con “les extiendo mi mano franca en señal de amistad y reconciliación” y el reparto de perdones a sus enemigos los grupos de poder modificarían la percepción que tienen sobre su persona y el movimiento que encabeza?

El odio de las elites es clasista. Les resulta indigerible. Sus intereses son definidos y él no entra en su esquema de dominación. No quieren cambios. Ni siquiera sociales que atemperen los conflictos, el riesgo del estallido político y la inseguridad. El autoritarismo, su ascendencia sobre los órdenes de gobierno y los aparatos de represión, su modelo neoliberal, sus fortunas acumuladas con el pillaje, la ausencia del estado de derecho les son cómodos. Prefieren a siervos de lealtad probada que desde el gobierno les garanticen la continuidad y la profundización de ese esquema de poder sin mayores sobresaltos.

Como dice Warren E Buffett: su clase va ganando la guerra de clases. ¿Por qué entonces tienen que modificar su táctica y estrategia? Ni siquiera en Europa han perdido el control, en plena devastación económica y política, y la caída de sus gobiernos de derecha y social-neoliberales. Aun en el caso de que triunfara Andrés Manuel, saben que sus espacios de acción serán limitados, porque a través del PRI y de los partidos Acción Nacional (PAN), Verde Ecologista de México y Nueva Alianza varios perredistas y sus legisladores controlarán el Congreso e impedirán cambios sustantivos. Una cosa es el gobierno y otra el poder.

Fracasó su papel de Francisco de Asís que, por virtud divina, amansó al lobo ferocísimo (“Hermano lobo, ¡te ordeno que no hagas daño ya, ni a mí ni a ninguna otra persona!”). Los jóvenes, empero, le dieron nuevo aire.

Otra razón es la impresentable coalición que lo apoya. Los que controlan el Partido de la Revolución Democrática (PRD), el Partido del Trabajo y el Movimiento Ciudadano están desacreditados socialmente debido a sus traiciones, su oportunismo, su corrupción, sus negocios turbios, sus componendas con el poder, su rapiña por los puestos partidarios y de elección popular, por darles la espalda a sus votantes, su manejo corporativo y represivo, prácticas en que en nada los diferencia de los partidos de derecha. Ni Marcelo Ebrad se escapa de la pocilga. Los gobiernos estatales y municipales bajo su sigla, producto del amasiato con el PAN y de sus acuerdos con expriístas y expanistas –Michoacán, Puebla, Guerrero, Chiapas–, que hicieron a un lado la oposición de base, amplifican el desprestigio y el desastre. Los enemigos de Andrés Manuel también están en casa. Ellos lo obstaculizan, en especial el PRD. Ya se repartieron con singular voracidad las próximas senadurías y diputaciones excluyendo a varios prospectos. Hace tiempo que renunciaron a las tradiciones ideológicas de la izquierda que aspiraban al cambio revolucionario que formaban parte de su ADN, que desataba pasiones y movilizaba multitudes. Hoy carecen de identidad. El pragmático es más rentable. Sin remordimientos, en Europa o Chile, la social-democracia se mutó en social-neoliberal. Abandonó la revolución, el pleno empleo, el Estado de bienestar y se convirtió en un aplicado administrador del neoliberalismo, de la disciplina fiscal, la competencia y del “libre mercado”. Y están pagando las consecuencias. Luiz Inácio Lula da Silva, más inteligente, sólo matizó lo neoliberal con lo social y sobrevivió. La oligarquía mantuvo intocada las bases de sus fortunas.

El tercer problema y acaso el más importante es el mismo Andrés Manuel. Su política de alianzas cobijó a unos (a la derecha) y descobijó a otros (a la izquierda) en nombre de un eventual mandato que, razonablemente, debe gobernar para una sociedad plural. Su desplazamiento hacia el “centro-progresista” político para tratar de quitarse la etiqueta de “radical” que le colgaron sus enemigos y que aterroriza a las “buenas conciencias” burguesas conservadoras, “descentró” a otros que ahora lo ven con recelo y se alejan, prudentemente.

Desde hace tiempo el marbete “derecha-izquierda” se tornó incómodo, sobre todo el segundo –la derecha ha sido más genuina– y generó un simpático fenómeno sociológico. La derecha y la izquierda se disputan el abigarrado y confuso “centro” político para dar origen a las falacias de “centro/centro-derecha”, “centro /centro-izquierda”, “centro/centro-centro”, hasta el infinito, “donde los partidos aproximan ideologías en nombre del consenso, hasta hacerse indistinguibles y representar el mismo vacío”, dice Juan Carlos Monedero. El “centro político” que despolitiza y niega el conflicto, agrega, es “un lugar amable donde refugiarse en medio del cambio de paradigma en el que nos movemos”, para “la tentación de la inocencia con la que se pretende tener una identidad política, pero sin asumir un compromiso personal. La broma que apunta que nadie gritará delante de un pelotón de fusilamiento “¡viva el centro!” se torna en [esa] espiral de absurdos aún más evidente” (El gobierno de las palabras, FCE, México, 2009).

Andrés Manuel dijo: “Ahora, más que la carga ideológica, se requiere juicio pragmático. Ser de izquierda en nuestro tiempo es ser honesto y de buen corazón”.

¿Adiós al ADN, en nombre del consenso?

El gabinete que propone, de variopinta ideológica, flaca de izquierda, confirma el pragmatismo. Ya no importa el color del gato, como según dicen que dijo Deng Xiaoping, sino su pericia para cazar ratones.

Puede ser que administre eficaz y honestamente, sin dispendios, diferencia sustantiva respecto del mefítico priísmo-panismo que, con la oligarquía, convirtieron al Estado y al país en el paraíso del despotismo, el pillaje, la impunidad, el infierno de la miseria y uno de los mayores camposantos del mundo.

Pero gestionará al detestable “neoliberalismo obligatorio” (Ignacio Ramonet) con mejores pinceladas sociales. Andrés Manuel aceptó ceñirse la camisa de fuerza de los cánones del modelo: equilibrio fiscal, estabilidad macroeconómica, el Tratado de Libre Comercio, el respeto a la “autonomía” del banco central, amigo de los especuladores, la libre competencia, las causas estructurales del desempleo y subempleo, la “informalidad” y la migración, los salarios de hambre, la precariedad laboral y la miseria. Más gasto social sería apenas un alivio, diferente al asistencialismo neoliberal.

Si Andrés Manuel aspira a subvertir las reglas neoliberales, los priístas, panistas y traidores de su coalición y del Congreso, se interpondrán en su camino. Junto con la desestabilización oligárquica.

Es probable que si gana Andrés Manuel gobierne con una mayor tolerancia política y el respeto de los derechos ciudadanos constitucionales. A las mayorías les restará obligarlo. Quizá ayude a desarticular al viejo régimen autoritario-neoliberal, pero el cambio será la tarea de los anticapitalistas que puedan emerger en ese escenario.

Flotan las palabras de Marx y de Engels: el “socialismo burgués, los predicadores y reformadores de toda laya [sólo] aspiran a mitigar las injusticias sociales, mejorar la situación de las clases obreras [y] las condiciones de vida de la sociedad moderna”. Pretenden “ahuyentar a la clase obrera de todo movimiento revolucionario haciéndole ver que lo que a ella le interesa no son tales o cuales cambios políticos, sino simplemente determinadas mejoras en las condiciones materiales, económicas, de su vida. Se cuida[n] de no incluir entre los cambios la abolición del régimen burgués de producción, que sólo puede alcanzarse por la vía revolucionaria; sus aspiraciones se contraen a esas reformas administrativas que son conciliables con el actual régimen de producción y que no tocan a las relaciones entre el capital y el trabajo asalariado, sirviendo sólo –en el mejor de los casos– para abaratar a la burguesía las costas de su reinado y sanearle el presupuesto” (Manifiesto del Partido Comunista).

Y la anécdota recordada por Ramonet: “inclina la cerviz, altivo sicambro; adora lo que quemaste y quema lo que adoraste”, ordenó el obispo Remigio al bárbaro Clodoveo cuando tuvo éste que convertirse al cristianismo para ser rey de Francia”.

José Luis Rodríguez Zapatero, Georgios Papandreus, Michelle Bachelet y Mario Soares, entre otros… pagaron los costos.

Fuente: Contralínea 288