Hace dos décadas que las tropas de Estados Unidos imponen su “ley” en el Gran Medio Oriente. Los Estados de varios países han sido destruidos, supuestamente para defender a sus pueblos. En realidad, poblaciones enteras han sufrido la dictadura de los islamistas. Pueblos enteros han sido víctimas de crímenes de masas y se han desatado hambrunas de forma deliberada. El presidente Donald Trump ha obligado sus generales a traer las tropas de regreso pero el Pentágono pretende seguir adelante con su empresa de destrucción… utilizando ahora los soldados de la OTAN.
El presidente Donald Trump dedicará el último año de su actual mandato a traer los boys de regreso a casa. Todas las tropas estadounidenses desplegadas en el Gran Medio Oriente (o Medio Oriente ampliado) y en África se retirarían por orden del presidente. Pero esa retirada de los militares estadounidenses no significa el fin de la influencia de Estados Unidos en esas regiones del mundo.
La estrategia del Pentágono
Desde el año 2001, Estados Unidos adoptó en secreto la estrategia que habían enunciado Donald Rumsfeld y el almirante Arthur Cebrowski –estrategia que fue incluso una de las razones de los hechos del 11 de septiembre. Sólo 2 días después de los atentados del 11 de septiembre, el coronel Ralf Peters mencionaba esa estrategia en la publicación de las fuerzas terrestres de Estados Unidos [1] y 5 años después fue confirmada con la publicación del mapa, trazado por el estado mayor estadounidense, que mostraba los contornos del nuevo Medio Oriente [2].
Thomas Barnett, asistente del almirante Cebrowski, se ocupó de describir detalladamente esa estrategia en un libro titulado The Pentagon’s New Map (“El nuevo mapa del Pentágono”) [3].
Inicialmente, había que adaptar las misiones de los ejércitos estadounidenses a una nueva forma de capitalismo donde la finanza prevalece ante la economía. Habrá que dividir el mundo en dos sectores separados. De un lado estarían los Estados estables integrados a la globalización, incluyendo Rusia y China; del otro lado quedaría una amplia zona destinada sólo a la explotación de sus materias primas. Por eso lo más conveniente es debilitar al máximo las estructuras de los Estados en los países que quedan dentro de esa “reserva de recursos” –lo ideal sería destruir completamente los Estados de esos países– para impedir que sus poblaciones puedan organizarse y alcanzar algún tipo de desarrollo. Ese «caos constructor», según la fórmula utilizada por Condoleeza Rice cuando era miembro de la administración Bush, no debe confundirse con el concepto rabínico homónimo… aunque los partidarios de la teopolítica han hecho todo lo posible para alimentar esa confusión. No se trata de destruir un orden “malo” para construir uno mejor sino de destruir toda forma de organización humana para hacer imposible cualquier forma de resistencia de los pobladores y permitir que las transnacionales puedan explotar los territorios de esa segunda zona sin encontrar ningún tipo de obstáculo de orden político. Por consiguiente, se trata de un proyecto colonial en el sentido anglosajón del término, que no debe confundirse con el tipo de colonización que implica el envío de colonos y su implantación en las tierras colonizadas.
Al iniciar la aplicación de esta estrategia, el presidente estadounidense George Bush hijo habló de «guerra sin fin». En efecto, ya no se trata de ganar guerras y de derrotar adversarios sino de manejar los conflictos para hacerlos durar el mayor tiempo posible –Bush habló específicamente de «un siglo».
Esa es la estrategia que ha venido aplicándose en el «Gran Medio Oriente», que abarca todo el territorio que va desde Pakistán hasta Marruecos, todo el «teatro de operaciones» del CentCom estadounidense, y el norte del territorio que el Pentágono atribuye al AfriCom.
En el pasado, los soldados estadounidenses garantizaban el acceso de Estados Unidos al petróleo del Golfo Pérsico –siguiendo la «doctrina Carter». Hoy en día están desplegados en una zona 4 veces más amplia y su objetivo es acabar con cualquier forma de orden. Así fueron destruidos los Estados de Afganistán (a partir del 2001), de Irak (a partir de 2003), de Libia (a partir de 2011), se trató de destruir el Estado sirio (a partir de 2012), y se destruyó el Estado en Yemen (a partir de 2015), de manera que esos países ya no son capaces de proteger a sus ciudadanos.
En resumen, a pesar del discurso oficial, el verdadero objetivo nunca fue derrocar «regímenes» sino destruir Estados e impedir su resurgimiento. Por ejemplo, la caída de los talibanes –hace 19 años– no mejoró la situación de los afganos, que más bien ha seguido empeorando desde entonces. El único contraejemplo podría ser el caso de Siria, país que, conforme a su tradición histórica, ha logrado preservar su Estado a pesar de la guerra y que, aun con su economía prácticamente en la ruina, ha logrado capear el temporal.
De paso, hay que señalar que el Pentágono nunca consideró Israel como un Estado del Medio Oriente sino como un Estado europeo, lo cual quiere decir que Israel no debe verse perjudicado por la estrategia que acabamos de describir.
En 2001, el coronel estadounidense Ralf Peters aseguraba entusiasmado que la limpieza étnica «¡funciona!» (sic) pero que las leyes de la guerra prohibían a Estados Unidos poner en práctica ese recurso… al menos directamente. Eso explica la transformación de al-Qaeda y la creación del Emirato Islámico (Daesh), que hicieron lo que el Pentágono quería lograr pero sin poder hacerlo por sí mismo ni públicamente.
Para entender bien la estrategia Rumsfeld/Cebrowski, hay que diferenciarla de la operación de las llamadas «primaveras árabes», concebida por los británicos según el modelo de la «Gran Revuelta Árabe». El objetivo de las «primaveras árabes» era poner en el poder a la Hermandad Musulmana, exactamente como Lawrence de Arabia puso en el poder a los wahabitas en 1915.
En Occidente no se ve el Gran Medio Oriente como una región geográfica. Sólo se conocen algunos de sus países, que además son vistos como aislados entre sí. Los occidentales se autoconvencen así de que los trágicos acontecimientos que sufren los pueblos del Medio Oriente ampliado son todos provocados por circunstancias particulares –una guerra civil por aquí, por allá el derrocamiento de un dictador sanguinario. Para cada país del Gran Medio Oriente, los occidentales tienen una historia bien escrita que justifica el drama… pero no tienen ninguna que explique por qué la guerra sigue prolongándose y lo último que quieren es que les pregunten sobre ese por qué. Sólo saben denunciar «la negligencia de los americanos», que supuestamente no saben terminar las guerras, y olvidan que los estadounidenses reconstruyeron Alemania y Japón después de la Segunda Guerra Mundial. También se niegan a ver el hecho que Estados Unidos está aplicando un plan enunciado de antemano, cuya puesta en práctica ya ha costado millones de muertes. Y nunca se sienten responsables de esas masacres.
Hasta los propios responsables estadounidenses se niegan a confesar a sus conciudadanos la estrategia que están aplicando. Por ejemplo, el inspector general estadounidense encargado de investigar sobre la situación en Afganistán redactó un informe donde deplora que el Pentágono haya dejado pasar innumerables ocasiones de hacer posible la paz, cuando en realidad el Pentágono no tiene ningún interés en restablecer la paz.
La intervención rusa
En su intento de destruir los Estados en los países del Gran Medio Oriente, el Pentágono orquestó una absurda guerra civil regional, al estilo de la guerra que ya había provocado entre Irak e Irán de 1980 a 1988. En aquella época, el presidente iraquí Saddam Hussein y el ayatola Khomeini finalmente se dieron cuenta de que sus pueblos estaban matándose entre sí sin ninguna razón y restablecieron la paz, contrariando así los deseos de las potencias occidentales.
Hoy se trata de la supuesta oposición entre sunnitas y chiitas. De un lado, Arabia Saudita y sus aliados y, del otro lado, Irán y sus aliados. En el pasado, la Arabia Saudita wahabita y el Irán del ayatola Khomeini lucharon juntos, bajo las órdenes de la OTAN, en la guerra de Bosnia-Herzegovina (1992-1995)… pero eso no importa, como tampoco importa que muchas de las fuerzas que componen el «Eje de la Resistencia» no sean chiitas –el 100% de los palestinos de la organización Yihad Islámica son sunnitas, y también son sunnitas el 70% de los libaneses, el 90% de los sirios, un 35% de los iraquíes y un 5% de los iranies.
Nadie sabe a ciencia cierta por qué luchan entre sí los sunnitas y los chiitas, y el mundo occidental –encabezado por Estados Unidos– los incita a seguir matándose.
En todo caso, en 2014, siempre en función de sus objetivos, el Pentágono se disponía a forzar el reconocimiento de dos nuevos Estados: el «Kurdistán libre» –una fusión de la franja de suelo sirio que la prensa occidental se empeña a denominar «Rojava» con la gobernación kurda de Irak, territorio al que se agregaría posteriormente una parte de Irán y todo el este de Turquía– y el «Sunnistán» –que debía abarcar la parte sunnita de Irak y el este de Siria. Al destruir así 4 Estados, el Pentágono pensaba abrir el camino a una reacción en cadena capaz de destruir toda la región.
Rusia inició entonces su intervención militar, imponiendo el respeto de las fronteras de la Segunda Guerra Mundial. Por supuesto, el trazado de esas fronteras –resultado de los acuerdos Sykes-Picot-Sazonov, adoptados en 1915– es arbitrario y a veces resulta difícil de soportar, pero modificarlo a través del derramamiento de sangre resulta aún peor.
La propaganda del Pentágono siempre ha fingido ignorar lo que realmente está en juego. A veces porque el propio Pentágono no asume públicamente la estrategia Rumsfeld/Cebrowski y también que se empeña en interpretar el regreso de Crimea a la Federación Rusa como una anexión.
El “cambio de pelaje” de los partidarios de la estrategia Rumsfeld/Cebrowski
Al cabo de 2 años de lucha encarnizada contra el presidente Trump, la alta oficialidad del Pentágono, casi toda formada personalmente por el almirante Cebrowski, aceptaró someterse al presidente… pero bajo ciertas condiciones. Los generales aceptaron
– no crear el Estado terrorista, que iba a ser el «Sunnistán» o Califato;
– no modificar las fronteras por la fuerza;
– no mantener tropas estadounidenses en los campos de batalla del Gran Medio Oriente y de África.
Y ordenaron a su fiel fiscal “independiente” Robert Mueller –a quien ya habían utilizado contra Panamá (en 1987-1989), contra Libia (en 1988-1992) y en el momento de los atentados del 11 de septiembre (en 2001)– que enterrara su investigación sobre el «Rusiagate».
A partir de ahí, todo se ha desarrollado de común acuerdo entre el Pentágono y el presidente Trump.
El 27 de octubre de 2019, Trump ordenó la ejecución del califa Abu Bakr al-Baghdadi, principal figura del bando sunnita. Dos meses después, el 3 de enero de 2020, Trump ordenó también la ejecución del general iraní Qassem Suleimani, principal figura (chiita) del «Eje de la Resistencia».
Habiendo demostrado así que Estados Unidos sigue siendo dueño de la situación, con la eliminación de las personalidades más simbólicas de ambos bandos, el secretario de Estado Mike Pompeo reveló el dispositivo final, el 19 de enero, en El Cairo. Estados Unidos prevé seguir adelante con la estrategia Rumsfeld/Cebrowski, pero no con sus propios ejércitos sino utilizando los ejércitos de los países miembros de la OTAN, y también los de Israel y los de los países árabes.
El 1º de febrero, Turquía oficializaba su ruptura con Rusia asesinando 4 oficiales rusos del FSB en Siria. Inmediatamente después, el presidente turco Recep Tayyip Erdogan viajó a Ucrania, donde coreó la divisa de los legionarios ucranianos que luchaban contra la URSS junto al III Reich –divisa hoy convertida en lema de la Guardia Nacional ucraniana– y recibió públicamente a Mustafá Yemilev, también conocido como «Mustafá Kirimoglu», el jefe de la brigada islamista internacional conformada por los tártaros antirrusos.
El 12 y el 13 de febrero, los ministros de Defensa de los países miembros de la OTAN, reunidos en Bruselas, tomaron nota de la retirada definitiva de las fuerzas estadounidenses y de la próxima disolución de la coalición internacional contra el Emirato Islámico (Daesh). Durante su encuentro, y aunque subrayaron que no desplegaban tropas combatientes, los ministros de Defensa de la OTAN aceptaron enviar sus soldados a “formar” los soldados de los ejércitos árabes, lo cual quiere decir que en realidad van a supervisar los combates en el terreno.
Los “instructores” o “asesores” de la OTAN serán enviados prioritariamente a Túnez, Egipto, Jordania e Irak. De esa manera:
– Libia quedará atrapada en una tenaza, por el oeste y por el este. Los dos gobiernos libios rivales –el de Fayez al-Sarraj, respaldado por Turquía y Qatar y ya con el refuerzo de 5 000 yihadistas enviados desde Siria a través de Túnez, y el gobierno del mariscal Khalifa Aftar, respaldado a su vez por Egipto y por Emiratos Árabes Unidos– podrán seguir matándose entre sí eternamente. Mientras tanto, Alemania, feliz de haber recuperado el espacio internacional que había perdido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, disertará indefinidamente sobre la paz para que no se oigan los estertores de las víctimas agonizantes.
– Siria quedará rodeada por todos lados. Israel ya es miembro de facto de la OTAN y bombardea a quien quiere y cuando quiere. Jordania ya es el «mejor socio mundial» de la OTAN, tanto que el rey Abdala viajó a Bruselas para mantener –el 14 de enero– una larga reunión con el secretario general de la alianza atlántica, Jens Stoltenberg, y participar en una sesión del Consejo Atlántico. Tanto Israel como Jordania ya tienen cada uno una oficina permanente en la sede de la OTAN. Irak también recibirá “instructores” de la OTAN, a pesar de que el parlamento iraquí acaba de exigir por la retirada de las tropas extranjeras. Turquía es miembro de la OTAN y controla el norte del Líbano a través del grupo Jamaa islamiya. Entre todos, estos países podrán imponer la aplicación de la ley estadounidense denominada «Caesar», que prohíbe a todas las empresas del mundo contribuir a la reconstrucción de Siria.
De esta manera, podrá continuar el saqueo del Gran Medio Oriente, iniciado en 2001. Los pueblos martirizados de esta región, que han cometido el error de caer en la división, seguirán sufriendo y muriendo en masa. Estados Unidos podrá mantener sus soldados en casa, bien protegidos, mientras que los europeos tendrán que asumir los crímenes cometidos por los generales yanquis.
Según el presidente Trump, la OTAN podría incluso cambiar su denominación y pasar a llamarse algo así como NATO-ME u OTAN-MO (OTAN-Medio Oriente). Su función antirrusa pasaría entonces a un segundo plano para dar la prioridad a la estrategia estadounidense de destrucción de los Estados en los países de la zona no globalizada.
Pero queda una interrogante. ¿Cómo reaccionarán Rusia y China ante esta redistribución del juego?
Para garantizar la continuación de su desarrollo, China necesita mantener su acceso a las materias primas del Medio Oriente, así que tendría que oponerse a esta maniobra de control occidental sobre la región, aunque aún está incompleta la preparación las fuerzas armadas chinas.
Por el contrario, Rusia y su inmenso territorio son autosuficientes. Moscú no tiene ninguna razón material que lo obligue a luchar. Los rusos pudieran incluso sentir alivio ante la nueva orientación de la OTAN. Sin embargo, es probable que, por motivos de orden espiritual, los rusos sigan apoyando a Siria y que también respalden a otros pueblos del Medio Oriente ampliado.
[1] “Stability, America’s Ennemy”, Ralph Peters, Parameters, invierno 2001-2002, pp 5-20. Ver también Beyond Terror: Strategy in a Changing World, Stackpole Books.
[2] “Blood borders - How a better Middle East would look”, coronel Ralph Peters, Armed Forces Journal, junio de 2006.
[3] The Pentagon’s New Map, Thomas P. M. Barnett, Putnam Publishing Group, 2004.
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