La sede de la ONU está ubicada en la Primera Avenida y la calle 47, en Manhattan. Sus instalaciones ocupan poco más de siete hectáreas. Para financiar la obra, el gobierno estadunidense concedió a las Naciones Unidas un préstamo de 65 millones de dólares sin intereses. El último millón se pagó en 1982.

La mala noticia es que, más de medio siglo después, en el mundo no hay paz y parece que escasean los hombres de buena voluntad. El secretario general de Naciones Unidas, Kofi Annan, un africano nacido en Ghana, hace lo que puede. Y si puede poco o nada, no se diferencia mucho de sus antecesores. No fueron más eficientes el egipcio Boutros Ghali (1992-1996) o el peruano Javier de Pérez de Cuellar (1981-1986 y 1986-1991), a quienes les tocó desde la guerra de las Malvinas hasta las masacres en la ex Yugoslavia, pasando por varias atrocidades en países africanos.

De 1945 a 1992 se registraron en diversas regiones del mundo alrededor de cien conflictos armados en los que participó -precisamente para evitarlos- la ONU. Se calcula que en total perdieron la vida 20 millones de personas, sin que el organismo pudiera hacer nada. La cantidad equivale a la mitad de muertos durante la Segunda Guerra Mundial.

El gasto en operaciones “pacificadoras” en 1990 fue de 400 millones de dólares. El 11 de junio de 1993, Boutros Ghali declaró en Viena que el año anterior el organismo había gastado más de tres mil millones de dólares en estos operativos. “Soy consciente del costo cada vez mayor de las actividades de mantenimiento de la paz y de la carga que entraña para los países miembros, aunque estoy convencido de que esas operaciones rinden muy buenos resultados en relación a su costo”. El elegante secretario general parecía un gerente hablando de inversiones ante un grupo de empresarios.

La precursora de la ONU fue la Sociedad de las Naciones, creada en similares circunstancias durante la Primera Guerra Mundial y establecida en Suiza en 1919, de conformidad con el Tratado de Versalles. Su misión era “promover la cooperación internacional y conseguir la paz y la seguridad”. El organismo interrumpió su actividad al no lograr evitar la Segunda Guerra Mundial. El Tratado de Versalles había impuesto a Alemania condiciones tan duras e impiadosas que sólo abonó el terreno para desencadenar el próximo conflicto armado.

El cáustico pensador alemán Oswald Spengler (1880-1936), autor de La decadencia de Occidente, una obra monumental bastante difícil de digerir, no fue piadoso con la Sociedad de Naciones. En su libro Años decisivos, publicado en 1933, la definió como un “enjambre de parásitos veraneantes en las orillas del lago de Ginebra”. Setenta años después, salvo la sede, nada ha cambiado.

Ahora parece que veranean en la “fábrica de discursos”, como denominó impúdicamente a la ONU ese chico texano, especialista en Derecho Internacional y resolución rápida de conflictos, llamado George W. Bush.