Entre los historiadores occidentales, particularmente los estadounidenses, está difundida la opinión de que «las bombas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki pusieron fin a la Segunda Guerra Mundial».
Entre los historiadores occidentales, particularmente los estadounidenses, está difundida la opinión de que «las bombas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki pusieron fin a la Segunda Guerra Mundial».
Sin negar el importante efecto psicológico que tuvieron los bombardeos atómicos, los que acercaron la capitulación del Japón, no se puede aceptar al propio tiempo que precisamente ello haya determinado el desenlace de la guerra. Lo reconocían también eminentes políticos de Occidente. Por ejemplo, Churchill decía: Sería erróneo suponer que el destino del Japón fuese determinado por la bomba atómica.
Los hechos prueban que el bombardeo atómico no hizo capitular al Japón. El Gobierno y los altos mandos nipones ocultaron del pueblo la noticia del empleo de la nueva arma, la atómica, por los estadounidenses y siguieron preparando la batalla decisiva en su territorio. El bombardeo a Hiroshima ni fue debatido en la reunión del Consejo Supremo del Mando de la Guerra.
La advertencia del presidente de EE UU, Truman, sobre la disposición a asestarle al Japón nuevos golpes nucleares, transmitida el 7 de agosto por radio estadounidense, fue valorada por los altos mandos nipones como «propaganda de los aliados».
Ya después de reducida a cenizas Hiroshima por el fuego atómico, los militares japoneses siguieron afirmando que el Ejército y la Marina de Guerra imperiales eran capaces de seguir combatiendo y, de infligir un serio daño al adversario, podrían asegurarle al Japón decentes condiciones del cese de la guerra.
Según cálculos de los Estados Mayores norteamericanos, para garantizar la cobertura de los desembarcos en islas niponas hacía falta arrojar nueve bombas atómicas, como mínimo. Pero según se supo más tarde, después de destruidas ya Hiroshima y Nagasaki, EEUU no tenía más bombas atómicas disponibles y su fabricación llevaría mucho tiempo.
«Las bombas que arrojamos eran las únicas de que disponíamos, y el ritmo de su fabricación era muy lento en aquel entonces», escribiría el Secretario de Defensa de EEUU, Stimson.
Es obvio que con los bombardeos atómicos a ciudades niponas no se persiguió ningún objetivo militar importante. El general Mac Arthur, que durante la guerra tenía a su mando las tropas aliadas en el océano Pacífico, reconocería en 1960: «No había ninguna necesidad militar de emplear bomba atómica en 1945». Intentando encubrir los fines auténticos del bombardeo atómico, Truman manifestó el 9 de agosto de 1945 que el golpe atómico fue asestado «contra la base militar de Hiroshima» con el fin de «evitar víctimas entre la población civil».
Pero en realidad, al tomar la decisión de realizar el bombardeo, los dirigentes estadounidenses lo apuntaban precisamente contra la población civil del Japón. Encontramos una prueba irrefutable de ello en documentos.
Por ejemplo, la orden número 13 dada el 2 de agosto por mandos estadounidenses decía: «Fecha del ataque: 6 de agosto. Objetivo del ataque: la parte histórica y la zona industrial de la ciudad de Hiroshima. Segundo objetivo de reserva: los arsenales y la parte céntrica de la ciudad de Kokura. Tercer objetivo de reserva: la parte céntrica de la ciudad de Nagasaki».
Al asestar golpes atómicos contra los distritos densamente poblados de Hiroshima y Nagasaki, los estadounidenses querían antes que nada producir un efecto psicológico con el exterminio de un gran número de gente. Truman aprobó en persona la propuesta de su asesor más cercano, Beerns, de que «se debe arrojar una bomba al Japón lo más rápido posible, preferentemente a una empresa militar rodeada de barriadas en que viven obreros, y sin previo aviso». Como es sabido, esas recomendaciones se cumplieron.
Con el bombardeo atómico al Japón también se perseguía otro objetivo: intimidar a la URSS y otros Estados y, gracias a poseer el monopolio nuclear, imponer el dominio de EEUU en el mundo postbélico. Al preparar el empleo de bombas atómicas, los dirigentes estadounidenses esperaban «hacer con ello más dócil a Rusia».
Es ampliamente conocida la manifestación que hizo Truman al respecto: «Si la bomba explota, en lo que confío, tendré, sin lugar a dudas, un garrote para esos muchachos».
En relación con ello sólo, se puede compartir la opinión expresada por el científico inglés Blackett de que los bombardeos atómicos «no en el último lugar eran un acto apuntado contra Rusia».
Realmente, las explosiones atómicas en Hiroshima y Nagasaki no eran el acorde final de la Segunda Guerra Mundial, sino las primeras salvas del comienzo de la «Guerra Fría».
Existe la versión de que Stalin, al enterarse del bombardeo atómico a Hiroshima, aceleró la entrada de la URSS en la guerra contra el Japón, con el fin de obtener el derecho a participar en el arreglo postbélico en Asia del Este.
Quizás así sea. Pero también es muy probable lo contrario. Parece que Truman se apresuraba de este modo a adelantarse a la URSS, para atribuir a EEUU todos los laureles del vencedor y obtener el monopolio a ocupar y dirigir el Japón vencido. En cuanto a Stalin, su proceder era impecable: la URSS entró en la guerra el 8 de agosto, o sea en estricta correspondencia con lo acordado en Yalta: tres meses después de la capitulación de Alemania.
Al tomar la decisión de bombardear a Hiroshima, los estadounidenses estaban seguros de que Stalin cumpliría su promesa de prestarles ayuda militar en Lejano Oriente. El 28 de mayo de 1945, el representante personal del presidente de EEUU, Hopkins, al encontrarse en Moscú informó a Washington de que Stalin les prometió en persona a él y al embajador de EEUU, Harriman, lo siguiente: «El Ejército soviético habrá desplegado plenamente sus unidades en las posiciones de Manchuria hacia el 8 de agosto».
Los aliados estaban seguros de que precisamente la entrada de la Unión Soviética en la guerra convencería definitivamente al Japón de lo inevitable de su plena derrota.
Los ulteriores acontecimientos confirmaron la justedad de tal valoración.
Al intervenir en la reunión urgente del Consejo Supremo del Mando de la Guerra, el primer ministro Suzuki manifestó ya el 9 de agosto: «El que esta mañana la Unión Soviética haya entrado en la guerra nos pone definitivamente en una situación sin salida y nos hace imposible continuar la guerra».
También son conocidas las palabras del comandante en jefe del Japón, el emperador Hirohito, quien en su mensaje «A los soldados y los marineros», decía: «Ahora que en la guerra contra nosotros ha entrado la Unión Soviética, lo de seguir oponiendo resistencia significaría peligrar las bases mismas de la existencia de nuestro imperio».
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