Recientemente salieron a la luz pública una serie de graves denuncias interpuestas por las madres de 21 soldados del Ejército colombiano, sobre alarmantes maltratos y abusos sexuales a los que sus hijos fueron sometidos durante un entrenamiento de supervivencia en un centro de entrenamiento e instrucción militar. Los hechos denunciados fueron cometidos por sus propios superiores.

Las denuncias sorprenden más aún al escuchar las declaraciones de las autoridades civiles y militares y colombianas ante la interrogación sobre los hechos sucedidos. Uno de los superiores, sindicado por el delito de ataque a un inferior, que incluyó actos de violencia física, psicológica y sexual, ratificó su inocencia diciendo: “yo hice lo que a mi me enseñaron”, “(…) todos nuestros generales han pasado por esto. Así es que nos formamos.”[1] Entretanto, el comandante de las Fuerzas Militares, general Carlos Alberto Ospina declaró ante la prensa: “el problema es que hay casos que se exceden (…) no sé si los que hicieron eso están bien de la cabeza.”[2]

Los hechos, denunciados por la revista Semana, revisten una gravedad inusitada, en la medida en que hicieron parte de un ejercicio calculado, siguiendo un protocolo que incluía fases –“los pasos del horror”[3]- en cuyo curso, los superiores encargados del entrenamiento, infligieron a sus subordinados violencia física, psicológica y sexual. El supuesto objetivo de tanto maltrato: dominar el manual de resistencia, evasión y escape: ¿se pueden considerar tales actos como tortura?

Según la Convención contra la Tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes, la tortura (CAT), tortura es “todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o una confesión, de castigarla por un acto que haya cometido, o se sospeche que ha cometido, o de intimidar o coaccionar a esa persona o a otras, o por cualquier razón basada en cualquier tipo de discriminación, cuando dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público u otra persona en el ejercicio de funciones públicas, a instigación suya, o con su consentimiento o aquiescencia. No se considerarán torturas los dolores o sufrimientos que sean consecuencia únicamente de sanciones legítimas, o que sean inherentes o incidentales a éstas.”[4]

Por su parte el Código Penal en su artículo 178, señala que hay lugar al delito de tortura “cuando una persona inflija dolores o sufrimientos graves, físicos o psíquicos, con el fin de obtener de ella o de un tercero información o confesión, de castigarla por un acto por ella cometido o que se sospeche que ha cometido o de intimidarla o coaccionarla por cualquier razón que comporte algún tipo de discriminación incurrirá en prisión de ocho a quince años, multa de ochocientos (800) a dos mil (2.000) salarios mínimos legales vigentes, e inhabilitación para el ejercicio de derechos y funciones públicas por el mismo término de la pena privativa de la libertad. En la misma pena incurrirá el que cometa la conducta con fines distintos a los descritos en el inciso anterior. No se entenderá por tortura el dolor o los sufrimientos que se deriven únicamente de sanciones lícitas o que sean consecuencia normal o inherente a ellas.”

En este orden de ideas, es claro que los perpetuadores de los vejámenes a los que fueron sometidos los soldados, incurrieron en el delito de tortura tipificado por nuestro ordenamiento interno, así como también en una violación a los derechos humanos. Sólo resta señalar que en ningún caso puede considerarse que los actos se hayan derivado de sanciones legítimas, o que los maltratos sean inherentes o incidentales a éstas, ya que no sólo no se trataba de una sanción, sino de una práctica de entrenamiento. Introducir objetos en el ano, quemar, introducir la cabeza en materia fecal y poner hormigas en las orejas, no son considerados bajo ningún estándar nacional ni internacional, prácticas legítimas de entrenamiento en tanto atentan de manera grave contra la dignidad humana.

Adicionalmente, estos actos constituyen violaciones tanto al sistema de derechos humanos de Naciones Unidas como al sistema interamericano de derechos humanos. Colombia ratificó el 8 de Diciembre de 1987 la Convención contra la Tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes (CAT), la cual entró en vigor el 26 de Junio del mismo año. Según ésta, “todo Estado parte tomará medidas legislativas, administrativas, judiciales o de otra índole eficaces para impedir los actos de tortura en todo territorio que esté bajo su jurisdicción.”[5] En cuanto al sistema interamericano, Colombia ratificó el 19 de enero de 1999, la Convención Interamericana para prevenir y sancionar la tortura, la cual entró en vigor el 28 de febrero de 1987. Según ésta, “los Estados partes se obligan a prevenir y a sancionar la tortura en los términos de la presente Convención.”[6] La violación a esta última de la mano de la ratificación que ha hecho Colombia de las jurisdicciones de la Comisión y la Corte Interamericana de DDHH, abre la posibilidad de que el caso sea presentado ante estas instancias de configurarse los requisitos de procedibilidad.

La mirada psicosocial

La psicología de la tortura desarrollada en América Latina[7] es una disciplina cuyo estatuto científico es esencialmente crítico, toda vez que se orienta a denunciar cualquier acción perpetrada en ese sentido, a denunciar y documentar los efectos psicosociales en las víctimas de los actos de tortura, y a desarrollar las estrategias adecuadas para la recuperación del trauma psicosocial severo, secuela de tales acciones. Hace parte del ámbito sobre el cual se ejerce la crítica y la denuncia, la acción de cualquier profesional de la salud mental que contribuya de manera directa o indirecta a la perpetración de actos de tortura, estando entre los más refinados los que se conocen como tortura psicológica, debido a su poder desestructurante de los recursos morales y psicológicos de los afectados.

Los hechos que nos ocupan, además de su tipificación desde el punto de vista jurídico como tortura, se caracterizan por dos condiciones que los hacen particulares y en extremo dolorosos: primero, fueron perpetrados por superiores en jerarquía y en autoridad en un proceso ‘formativo’, en el marco de la capacitación para enfrentar la guerra irregular que vive Colombia, que como otras documentadas en América Latina, tiene entre sus características mas típicas, la “mentira institucionalizada”[8]. La primera condición, constituye en sí misma una fuente de violencia toda vez que en la dinámica psicosocial son ejecutados por aquellos de quienes se espera respeto, protección y educación. Aprovechan la postura de autoridad y extreman la condición de indefensión. La segunda invierte la lógica explicativa de la acción: ‘tales acciones las realizo por tu bien, o es tu comportamiento el que me obliga a hacerlo’.

Estudiosos de los efectos psicosociales de la violencia política[9] señalan cómo la dimensión del trauma psicosocial es el efecto resultante de los factores intensidad y frecuencia de la amenaza y la experiencia violenta. Señalan cómo una experiencia repetitiva y de alta intensidad –como es el caso que nos ocupa- tiene como efecto el embotamiento (que incluye el lavado de cerebro), la sumisión y el síndrome de stress post traumático. En estas condiciones los efectos sobre las víctimas son múltiples: distorsiones cognitivas por las cuales las víctimas van asimilando progresivamente los valores de los perpetradores, pensamiento crítico autocensurado, culpabilidad, miedo y ansiedad crónicos, así como percepción de falta de opciones ante situación traumática. Sin duda que, en el caso que nos ocupa, la intervención de las madres fue definitiva para que los hechos salieran a la luz.

Pero desde el punto de vista del entrenamiento militar, caben varias preguntas: ¿se espera que la tortura sea el parámetro del tratamiento que en el futuro los soldados, después de tal ‘entrenamiento’ apliquen al ‘enemigo’? En otras palabras, a través de la tortura ¿se están formando, a su vez, torturadores? Se sabe que una de las dinámicas psicosociales que alimenta la guerra irregular en Colombia es la construcción imaginada de un enemigo que se extiende a la población civil[10], víctima a su vez de trauma social generalizado y organizada por los traumas, toda vez que se encuentra atrapada en una lógica perversa de ‘estás conmigo o estás contra mi’ y de guerra sucia, donde los ataques al enemigo se realizan a través de la población civil, configurándola en muchos casos, en forma más imaginaria que real en enemigo legítimo, controlada a través del miedo y el terror. Sabemos de las tradicionales pésimas relaciones entre el ejército y la población civil en zonas donde se desarrolla el conflicto armado: ¿tendrá algo que ver la replicación de tal ‘entrenamiento’?

Frente a los hechos salidos a la luz pública, que parecen hacer parte de una concepción de entrenamiento, sólo puede señalarse que se está produciendo trauma a través de la tortura, para producir torturadores, pasando por alto las consideraciones éticas y de derechos que se están violando, así como, lo que es aún más invisible y por lo tanto degradante, que en aras de afrontar el conflicto interno, se están deteriorando y facilitando el deterioro psicológico de miles de compatriotas que están acumulando un trauma que desgasta sus recursos morales, sin la previsión sobre el abordaje de los efectos en el mediano y largo plazo para la conformación de una nación que parece requerir su refundación.

Sin duda, estamos frente a una cultura autoritaria que reproduce la amenaza, el miedo y el trauma psicosocial como alternativa para eliminar ‘al otro’ en las situaciones de conflicto. Tal vez ya sería tiempo de considerar, más de lo expuesto, si tal alternativa de entrenamiento militar ha mostrado ser exitosa, o si por el contrario, muestra que quienes la usan hacen parte del problema que debería atenderse, pues demuestran a su vez padecer de miedo y alta amenaza percibida, más que de la solución.


[1] Revista Semana. Bogotá, febrero 20, 2006: 38.
[2] El Tiempo, 26 de febrero, 2006: 1-9.
[3] Revista Semana. Ob. Cit: 36.
[4] Artículo 1. Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanas o degradantes (CAT). Firmado el 10 de diciembre de 1984, ratificado por Colombia el 8 de Diciembre de 1987 y entrada en vigor el 26 de Junio de 1987.
[5] Ídem. Artículo 2.
[6] Artículo 1. Convención Interamericana para prevenir y sancionar la tortura.
[7] Martín- Baró, I. (1983) Acción e Ideología. Psicología Social desde Centroamérica. El Salvador: UCA Editores; Dobles, I. (1990) Apuntes sobre psicología de la tortura. En: Martín- Baró, I. (Ed.) Psicología Social de la guerra. El Salvador: UCA Editores, 197-209; Lira, E. & Weinstein, E. (1990). En: Martín- Baró, I. (Ed.) Psicología Social de la guerra. El Salvador: UCA Editores, 335-390.
[8] Martín-Baró, I. (1990). Guerra y salud mental. En: Idem. Psicología Social de la guerra. El Salvador: UCA Editores, 24-40.
[9] Sluzki, C. (1994). Violencia familiar y violencia política. Implicaciones terapéuticas de un modelo general. En: Schnitman, D. Nuevos paradigmas, cultura y subjetividad. Buenos Aires: Paidós, 351-370.

[10] González, F., Bolívar, I & Vázquez, T. (2003). Violencia política en Colombia. De la nación fragmentada a la construcción del Estado. Bogotá: Cinep.