En el sur vivían los pobres, las criadas y los obreros, los limpiabotas y los vendedores de periódicos y de flores, los taxistas, los loteros y todos los dueños de pequeños negocios con los que mantenían el hambre a raya. Parecían en general humildes y obedientes –un campesinado urbano despersonalizado-, pintorescos bajo sus ruanas de lana y sus sombreros de paja, y se refugiaban de noche en barrios con nombres de santos o en suburbios ilegales que colgaban de los montes. La pequeña clase media –los dueños de tienda recién llegados de provincia, los abogados y funcionarios del Estado que copaban los ministerios-, vivía entre los ricos y los pobres, en Chapinero, un oscuro y melancólico barrio donde las mujeres se vestían de negro y donde parecía que nunca dejaba de llover. También los hombres usaban ropa oscura: trajes de paño, sombreros de fieltro y paraguas. Iban al trabajo en tranvías abiertos, los obsesionaban los resfriados y los males del hígado, acudían encantados a los entierros y vivían en constante temor de perder sus trabajos. Como los campesinos que arriaban mulas por las calles empedradas, los vendedores de aguacates del Capitolio, los trabajadores de las fábricas y las prostitutas aceptaban tal cual la estructura social, apoyada en el ejército y dominada por una minoría poderosa.

Un viajero de esa época, menciona que un domingo temprano aterrizó en Bogotá bajo una luz suave y traslúcida. Asentado el polvo de la calle desde el viejo aeropuerto por la lluvia de la noche, la ciudad estaba ociosa y apacible en previsión de la misa de las doce. Se registró en el hotel Andino, en la Avenida Jiménez, y trató de ponerse en contacto con el Instituto de Ciencias naturales, donde lo esperaban. Naturalmente, estaba cerrado, así que salió del hotel para explorar la ciudad que sería su hogar durante los doce años siguientes. Caminó sin rumbo por las anchas avenidas, pasó por las fuentes que adornaban en ese entonces la Plaza de Bolívar, bajo la austera fachada del hotel Granada sobre el parque Santander y los balcones y puertas ornamentadas de la calle Real, y recorrió las callejuelas desiertas que llegaban hasta las faldas de Monserrate, con su iglesia en la cumbre, que entonces como ahora era el símbolo de la ciudad. Escuchó el concierto de una banda, vio un desfile de cadetes militares y en los puestos callejeros probó jugos frescos de multicolores chirimoyas, guayabas, zapotes, lulos y maracuyás. Tuvo la impresión de que Bogotá era una ciudad de curas y organilleros, vendedores de pájaros, gitanos y locos inofensivos que vivían y medraban felices, y en donde todo el mundo se vestía de negro.

En la tarde de su primer día entre los bogotanos se subió a un tranvía abierto, pagó un centavo de dólar y se sentó a ver adónde lo llevaba. Iba hacia el sur, serpenteando a través de las afueras hasta una fábrica de municiones donde terminaba la línea, en San Cristóbal, al pie de una colina cubierta de frondosa vegetación. Se bajó y siguió a un grupo de niños que, guiados por una monja, subieron por una escalera de piedra que daba a un hermoso bosque. Caminando entre los árboles vio una pequeña orquídea parcialmente escondida bajo unos helechos. No tenía más de dos centímetros y medio de longitud y no se parecía a ninguna que hubiera visto. La recogió con cuidado y la puso entre las páginas de su pasaporte. Después se la envió a Oakes Ames, quien la describió como una nueva especie, la Pachiphyllum schultesii. Fue así como en su primer día en Colombia, en las estribaciones de la capital, descubrió una orquídea desconocida para la ciencia. Fue también su primera recolección en Colombia, la primera entre más de veinticinco mil que haría allí con el tiempo. Se llamaba Richard Evans Schultes. (Continuará)


El bogotazo: entre la rabia y la ilusión

Salí a la calle bajo una leve llovizna, a pesar de la cual decidí tomar un teleférico para ir a Monserrate. Situado en la cumbre del monte, a poco más de trescientos metros sobre la sabana, es un refugio tranquilo y el único punto desde donde se puede ver toda la ciudad. En mañanas claras, antes de que el humo y los gases de escape nublen el cielo, es posible divisar hacia el oeste, a unos doscientos kilómetros, el nevado del Tolima, un bello cono volcánico que se destaca entre los picos cubiertos de nieve de la cordillera Central.

Al caminar por las calles estrechas del barrio La Candelaria hacia la base de la montaña, pocos años después, pasé por la casa de un hombre de edad con el que después solía quedarme en las tardes cuando transitaba por allí, cerca de mi colegio de la capital, el San Bartolomé Nacional de la plaza de Bolívar. Había sido político, era miembro del partido liberal y algunos pensaban que era comunista. Lo conocí poco después de llegar a Bogotá, e insistió en que para que yo comprendiera el país tenía que leer La vorágine, una novela sobre la época de los caucheros escrita por José Eustasio Rivera. Me la regaló y lo recuerdo leyéndola en voz alta al lado de un sietecueros en el patio de su casa, mientras se deslizaba la lluvia por el entejado rojo. “Yo he sido cauchero, yo soy cauchero”, dice uno de sus personajes. “Viví entre fangosos rebalses, en la soledad de las montañas, con mi cuadrilla de hombres palúdicos, picando la corteza de unos árboles que tienen sangre blanca, como los dioses... ¿Yo he sido cauchero, yo soy cauchero! ¡Y lo que hizo mi mano contra los árboles puedo hacerlo ahora contra los hombres!” Antes de que muriera, salíamos a caminar por las calles y me señalaba los lugares donde su vida y sus ideas se habían forjado. Estaba presente en el momento mismo en que murió la Bogotá que Schultes había conocido.

Todo empezó en 1928, cuando el ejército colombiano masacró a varios centenares de huelguistas de las bananeras, con sus familias, en la costa norte. El presidente había acusado a los trabajadores de traición, y luego promovió a los oficiales responsables de la matanza y acusó a las víctimas de haber “traspasado el corazón amante de la patria”. Sólo una voz en el congreso se mostró en desacuerdo. Jorge Eliécer Gaitán, un joven legislador liberal, señaló que la United Fruit Company, que no pagaba impuestos y explotaba terrenos cedidos por el Estado, había reducido radicalmente los salarios de los trabajadores. Luego dijo algo obvio: que Colombia era un país donde los ricos se volvían cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres. Se trataba de una idea sencilla, evidente para quien se detuviera a pensar en al asunto. Y así, al dar voz a la miseria de los pobres, Gaitán hizo temblar los frágiles cimientos del viejo orden y en los años siguientes, a medida que su oratoria se inflamaba y crecía su fama, la estructura empezó a resquebrajarse. En los barrios del norte, las dueñas de casa empezaron a quejarse de la altanería de las sirvientas. Los hombres de negocios del centro tuvieron que soportar el desdén de los muchachos emboladores. Los mendigos escupían en las huellas de los curas. En torno a las mesas del café La Cigarra, uno de los focos de intriga política, los parroquianos decían que los pobres lloraban por boca de Gaitán y que sus palabras podían silenciar el viento.

El nueve de abril de 1948, el Secretario de Estado de los Estados Unidos, Geoge Marshall, estaba en Bogotá para asistir a la IX Conferencia Panamericana. A la una de la tarde Gaitán, director del partido liberal y gran favorito para ganar las siguientes elecciones presidenciales, salió para almorzar y luego hablar ante un grupo de estudiantes en otra parte de la ciudad. Un hombre que merodeaba frente al café Gato Negro sacó un revólver del bolsillo y le disparó tres veces, matándolo casi de inmediato. En cosa de minutos un torbellino de dolor y de ira desgarró a Bogotá. Las vendedoras del mercado abandonaron sus puestos, los trabajadores de las fábricas se lanzaron a la calle, los barrios de desocuparon y los estudiantes huyeron de los salones de clase. En menos de una hora, miles habían inundado el corazón de la ciudad: hombres con banderas rojas y machetes cortaron las mangueras para incendios y el cielo se tornó rojo con las llamas que consumieron el centro de la ciudad. La atmósfera se llenó del olor de piedras y metales quemados, de licores derramados, y al cabo del tiempo se contaron seis mil muertos. Bogotá ardió durante tres días.

En el momento más álgido del “bogotazo”, una multitud invadió la plaza de Bolívar y colgó el cadáver del asesino frente a las puertas del palacio presidencial. El mandatario, Mariano Ospina Pérez, dijo que era preferible un presidente muerto que fugitivo, y su esposa hizo arreglos para que su familia fuera llevada a la embajada norteamericana.

Tres tanques con banderas rojas y rodeados de estudiantes que gritaban vivas a Gaitán llegaron a la plaza. Histérico y pleno de esperanza, el pueblo creyó que el ejército se había puesto de parte del levantamiento. Los tanques avanzaron, llegaron frente al palacio y allí hicieron girar lentamente las torretas, apuntando hacia la multitud, y abrieron fuego con los cañones. En ese instante desapareció para siempre la tranquila capital provinciana donde los presidentes, de cubilete y frac, se codeaban sin temor con el pueblo.


«El día del odio»

«Desde todos los puntos de la ciudad, con un colosal movimiento centrípeto, convergieron las pasiones en aquel día del odio desencadenado. Los primeros ímpetus se inspiraron en una represalia limitada al sujeto y a la ocasión: no dejar impune el asesinato del caudillo que había despertado la mística popular. En el súbito juicio apareció espontánea la acusación perentoria contra los verdaderos criminales, escondidos en las alturas de la política, de la administración y del capital, y contra ellos se encaminó la inicial explosión. Pero la violencia se extendió, incontenible, y encendió la unánime y ciega venganza que estaba agazapada en los corazones de los oprimidos y de los humillados, de los que fueron perseguidos desde el mismo día de su aparición dolorosa sobre la tierra, de los que vivieron en lo oscuro transidos de sed de justicia, de los que ansiaban recuperar su dignidad usurpada por la implacable dominación del dinero.(...)

Las llamas empezaron a lamer el cielo nuboso. En las colosales piras de los edificios ardía cólera de los miserables, que fueron siempre despojados de todo. Y las figuras haraposas de los mendigos, las furtivas de los prófugos, las famélicas de los obreros sin trabajo, las desvergonzadas de las mujerzuelas, se precipitaron como una invasión de lémures, como una inundación de espectros, con teas en las manos, trémulas de furor, ansiosos de destrucción, de venganza y de exterminio en el día del odio.

Hasta los más escondidos vericuetos, hasta las ínfimas barriadas prendidas parasitariamente de la ciudad se extendieron las vibraciones convocadoras, que arrancaban a los proscritos de sus escondites, súbitamente sedientos de sangre. En tumultuoso desorden irrumpían hacia el centro comercial y en cuanto llegaban a las calles principales, donde la ciudad exhibía su opulencia injuriosa y cuyo dominio se había reservado la buena sociedad, lejos de rufianes y de perdularios, se lanzaban al saqueo de las viviendas y de los almacenes y luego, sin una causa explicita, arrebatados por su furor satánico, prendían hogueras y acumulaban escombros.(...)

Escuchábanse disparos de fusil. Cuantos habían logrado apoderarse de las armas que la policía se dejaba arrebatar voluntariamente para sumarse a la iracunda venganza, disparaban sin objeto alguno, sin preocuparse de que los proyectiles hicieran blanco en su misma carne. Los vínculos de solidaridad y de conjunto en la acción demoledora se anularon totalmente y nadie se preocupaba por la finalidad de sus ímpetus. Los fugitivos arrojaban al suelo los paquetes que llevaban para apoderarse de otro objeto mejor, de los que habían sido tirados desde los almacenes por otros saqueadores, que a su vez los consideraban insuficiente beneficio».

José Antonio Osorio Lizarazo (1900-1964) Novelista, cuentista, crítico literario, cronista y ensayista político bogotano. Centró su obra en Bogotá, pero además de mostrar la ciudad y sus habitantes, supo caracterizar la contradicción existente entre los conglomerados rurales y urbanos. Fue amigo de Jorge Eliécer Gaitán. Su novela El día del odio aparece en 1952.