La lectura: un vicio, una pasión, una necesidad…

Como el vicioso del cigarrillo, que enciende un tabaco tras otro -aquel enfermo, esclavo de la nicotina, que con la misma colilla a punto de consumirse prende la humareda del siguiente veneno placentero-, así es la dependencia de lectura de los amantes a la ‘buena literatura’: hoja tras hoja, libro tras libro, las infinitas y singulares historias del talento y la creatividad artística producen un derrame cerebral (derrame de la imaginación y la fantasía) y una jubilosa taquicardia en nuestros corazones (cuando la aventura referida es una mezcla indisoluble de nostalgia, ternura y coraje, que parece haber sido escrita por nosotros mismos, que debió ser escrita por nosotros mismos…).

¡Con qué ilusión se termina un libro para empezar otro! ¿Qué sentimientos encontrados o desencontrados nos traerán las siguientes hojas? ¿Qué alboroto del tedio y del desasosiego nos producirán aquellas grafías negras que juntadas forman palabras, y que trabajadas con esmero, en un inquebrantable esfuerzo intelectual, tratan de obtener la alquimia casi perfecta entre la estética y el mensaje? Tales son las preguntas, interrogantes con ribetes de esperanza, que se hacen los amantes a la ‘buena literatura’.

¿Qué se considera ‘buena literatura’?

Este es el cuestionamiento esencial, el que más polémica y discusiones provoca. Argumentos hay muchos, desde diversas escuelas artísticas, ideologías políticas o escenarios históricos, pero el juez irrefutable es uno solo: el tiempo. Renace a diario el consejo de los mayores, aquellos que nos inculcaron la devoción por la lectura: “Lee únicamente lo que ya está consagrado”.

Por supuesto que esta máxima tiene sus limitaciones, entre ellas el perder de vista las ‘nuevas tendencias literarias’ y el nunca leer a escritores (de cualquier edad), quienes no constan entre los literatos de renombre mundial por un sinfín de motivos, cada uno de ellos valedero, y que pueden brindarnos, también, intensos y deslumbrantes momentos.(Claro que existen los otros aprendices de escritores, que por publicar un libro piensan que su nombre ya debe codearse junto a los de Chejov, Poe, Stevenson, Daudet, Conan Doyle, Chesterton, Proust, Kafka, Joyce, Nabokov, Hamsun, Mann, Faulkner, Miller, Borges, Onetti, Rulfo, Pessoa, Hernández, Dávila Andrade… la lista es extensa y fabulosa…).

Sin embargo, leer lo ya consagrado nos asegura que el tiempo empleado en esta actividad no se habrá perdido, leyendo cualquier lamentable error publicado en forma de libro; nos asegura el poder deleitarnos, como lo hicieron varias generaciones anteriores, con el placer inigualable de leer legítimas obras de arte impresas, que han pasado la prueba de los años y siguen deslumbrando por su calidad y originalidad.

Ahora bien, muchos podrán objetar que la ‘buena literatura’ depende de gustos muy particulares, de afinidades sentimentales o políticas. Por supuesto, tal posición tiene incidencia al momento de catalogar a una obra. No obstante, nuestro interés o afición individual no es determinante al respecto. Decía Oscar Wilde: “no hay libros bonitos ni feos, están bien o mal escritos, eso es todo”…

Por ejemplo, existen muchas personas que catalogan como ‘buena y única literatura valedera’ a los libros escritos por autores de una determinada tendencia ideológica y política, lo cual sí constituye un límite determinante para el lector. En este sentido, no todo es bueno ni todo es malo: el mensaje de la novela, el cuento o la poesía (toda obra artística lo tiene, aunque algunos defiendan el arte por el arte, ‘la pureza dentro de un universo impuro’) para que produzca el efecto deseado desde el punto de vista literario, debe estar acompañado de una rigorosa exigencia estética, de lo contrario solo será un panfleto ridículo, un desperdicio de tinta y papel…

Esto no quiere decir que seamos indiferentes al mensaje de la obra literaria (no hay que leer con ojos ingenuos), sino que sepamos analizarlo dentro del contexto de cuándo fue escrito y su vigencia en la actualidad; significa que sepamos valorarla en cuanto al grado de exigencia intelectual y artística, y del estallido de sensaciones, emociones y percepciones que el libro, en la alquimia casi perfecta entre discurso y arte, provocó en cada uno de nosotros.

¿Un vicio puede dar beneficios?

El de leer una ‘buena literatura’, sí. Y no sólo hablamos de los más evidentes y formales: estar uno o varios escalones más arriba de otras personas en términos de redacción, vocabulario y ortografía; incluso de nivel cultural, no solo literario, sino general… Hablamos también de los más importantes: potenciar nuestra capacidad de imaginación y creatividad (la ficción nos permite a nosotros, seres de una sola vida, la oportunidad de experimentar los deseos y fantasías de miles de otras vidas), y de sensibilizar, aún más, nuestras emociones para conocernos mejor interiormente y explorar así los anhelos individuales y colectivos.

Todo empieza cuando abrimos el libro y lo devoramos con ojos nobles, sinceros y receptivos –los ojos ingenuos no sirven para este cometido-; de nada vale el libro empolvado en la biblioteca, es un puñado de hojas muertas, pero al leerlo, la imaginación del autor y la de nosotros se funde en una sola y surge ‘la magia’, la vida de aquel puñado de hojas muertas…

Literatura: ¿verdad o ficción?

“La literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del Valle de Neanderthal gritando: ‘¡el lobo, el lobo!’, con un enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació el día en que un chico llegó gritando: ‘¡el lobo, el lobo!’, sin que le persiguiera ningún lobo… Entre el lobo de la espesura hasta el lobo de la historia increíble hay un centelleante término medio. Ese término medio, ese prisma, es el arte de la literatura… La literatura es invención; es ficción, aunque pueda basarse o parecer que se basa en hechos reales; es ficción, aunque su historia pueda ser considerada como un hecho verídico… Calificar un relato de ‘historia verdadera’ es un insulto al arte y a la verdad… Todo gran escritor es un embaucador…”

Es Vladimir Nabokov quien nos da esta contundente respuesta. ¿Para qué más palabras?