Dos noticias publicadas recientemente en el Washington Post –“Las familias del 11 de ‎septiembre dicen que Biden no es bienvenido en los actos conmemorativos si no presenta las ‎pruebas que obran en posesión del gobierno” y “Biden firma un orden ejecutiva que reclama la revisión, la ‎desclasificación y la apertura de documentos clasificados sobre el 11 de septiembre”– abren ‎nuevas y profundas grietas en la versión oficial. El hecho que 20 años después de los atentados ‎del 11 de septiembre todavía haya en los archivos de Washington documentos secretos sobre ‎aquellos hechos significa que su verdadera dinámica todavía está pendiente de examen. ‎

Lo que sí está claro es el proceso que el 11 de septiembre puso en marcha. Durante la década ‎anterior, marcada por la retórica sobre «el Imperio del Mal», la estrategia de Estados Unidos ‎se había concentrado en las «amenazas regionales», conduciendo a las dos primeras guerras ‎posteriores a la llamada guerra fría: la guerra del Golfo y la guerra contra Yugoslavia. ‎

Esas dos guerras tuvieron como objetivo fortalecer la presencia militar y la influencia política de ‎Estados Unidos en el área estratégica del Golfo y en Europa, en momentos en que se redefinían ‎sus contornos. Simultáneamente, Estados Unidos fortalecía la OTAN, atribuyéndole –con el ‎consentimiento de los demás miembros de ese bloque militar– el derecho a intervenir de ‎‎“su área” y extendiéndola hacia el este, al incorporar los países del desaparecido Pacto ‎de Varsovia a la alianza atlántica. ‎

Mientras tanto, sin embargo, la economía estadounidense –a pesar de seguir siendo la primera ‎del mundo– había perdido terreno ante la economía de la Unión Europea. En el mundo árabe se ‎veían indicios de rechazo a la presencia y la influencia de Estados Unidos mientras que en Asia el ‎acercamiento entre Rusia y China presagiaba el posible surgimiento de una coalición capaz de ‎desafiar la supremacía estadounidense. Fue precisamente en aquel momento crítico que los ‎acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 permitieron a Estados Unidos abrir una nueva ‎fase estratégica, justificándose oficialmente con la necesidad de enfrentar «la amenaza mundial ‎del terrorismo». ‎

La «guerra contra el terrorismo» es una guerra de nuevo tipo, una guerra permanente, que ‎no conoce fronteras geográficas, contra un enemigo que puede ser –de un día para otro– ‎no sólo un individuo o una organización terrorista sino cualquiera que se oponga a los intereses ‎de Estados Unidos. Es el enemigo perfecto, incapturable y sempiterno, sin rostro y por ende ‎‎“presente” en todas partes. El presidente George W. Bush lo definió como «un enemigo que ‎se esconde en oscuros lugares del mundo», de donde sale de improviso para perpetrar actos ‎aterradores a la luz del día, de fuerte impacto emocional en la opinión pública. ‎

Así comenzó la «guerra global contra el terrorismo»:

  • En 2001, Estados Unidos ataca Afganistán y ocupa ese país, con la participación de la OTAN ‎a partir de 2003;
  • en 2003, Estados Unidos ataca Irak y lo ocupa, con la participación de aliados de la OTAN;‎
  • en 2011, Estados Unidos ataca Libia y la destruye, como ya lo había hecho antes con ‎Yugoslavia;
  • también en 2011, Estados Unidos emprende una operación similar contra Siria, operación ‎paralizada 4 años después por la intervención de Rusia en apoyo al gobierno sirio;‎
  • en 2014, con el putsch de la Plaza Maidan, Estados Unidos abre en Ucrania un nuevo conflicto ‎armado. ‎

Mientras dice librar la «guerra global contra el terrorismo», Estados Unidos financia, entrena y ‎arma –con ayuda principalmente de Arabia Saudita y de otras monarquías del Golfo– toda una ‎serie de movimientos terroristas islamistas y explota las rivalidades locales:‎

  • en Afganistán, Estados Unidos arma a muyahidines y talibanes;‎
  • en Libia y en Siria, Estados Unidos arma también un montón de grupos que hasta poco antes ‎Washington clasificaba como terroristas y cuyos combatientes provienen de Afganistán, Bosnia, ‎Chechenia, etc.‎

Posteriormente, en mayo de 2013 –un año después de la fundación de Daesh–, el futuro ‎‎«califa» de ese ente yihadista se reúne en Siria con el senador estadounidense John McCain, ‎cabecilla republicano a quien el presidente demócrata Barack Obama había confiado la ejecución ‎de ciertas operaciones secretas por cuenta de su administración. ‎

En la «guerra contra el terrorismo» Estados Unidos utiliza no sólo fuerzas aéreas, terrestres y ‎navales sino también, y cada vez con más frecuencia, unidades de fuerzas especiales y drones ‎‎“asesinos”, cuyo uso presenta la gran ventaja de no requerir aprobaciones del Congreso y poder ‎mantenerse en secreto, lo cual evita suscitar reacciones de parte de la opinión pública. ‎

Los elementos de las fuerzas especiales estadounidenses que participan en operaciones secretas ‎suelen no estar uniformados y vestirse según la usanza local, evitando así que Estados Unidos ‎se vea acusado de los asesinatos y torturas que perpetran. Por ejemplo, el Team Six, la élite ‎de los Navy Seals (las fuerzas especiales de la marina de guerra estadounidenses), es tan secreto ‎que ni siquiera se reconoce oficialmente su existencia. Pero al parecer fueron miembros del ‎‎Team Six quienes mataron oficialmente a Osama ben Laden, en 2011, cuyo cuerpo fue ‎convenientemente lanzado al mar. ‎

Para la «guerra no convencional», el Mando estadounidense para las operaciones especiales ‎‎(USSOCom o SOCom) recurre cada vez más frecuentemente a compañías que le proporcionan «contractors» ‎‎(léase mercenarios). En el área del CentCom, o sea en el Medio Oriente, los «contractors» que ‎trabajan para el Pentágono son más de 150 000. Pero a ellos hay que agregar también otros ‎‎«contractors» utilizados por otros departamentos del gobierno estadounidense y por los ‎ejércitos de los países aliados, «contractors» provenientes de todo un oligopolio de grandes ‎‎«compañías de seguridad», estructuradas como verdaderas transnacionales. ‎

Así nos ocultan la guerra de manera cada vez más eficiente, poniéndonos con ello en la posición ‎de quien creer caminar sobre terreno seguro, sin saber que bajo nuestros pies se mueven fuerzas ‎que pueden provocar un terremoto catastrófico. ‎

Fuente
Il Manifesto (Italia)

Traducido al español por Red Voltaire a partir de la versión al francés de Marie-Ange Patrizio