O la del mismo Simón Trinidad, en caso de que no se dé. Pero no solo porque Trinidad o Mancuso sean agentes políticos dentro del conflicto armado colombiano, que es un conflicto político. Sino porque la extradición misma, en su naturaleza, es un instrumento político, y no jurídico.

Lo es en sus formas, en sus orígenes y en sus fines.

Lo fue en sus orígenes, cuando, presionado por el gobierno de los Estados Unidos, el gobierno colombiano de Julio César Turbay negoció la extradición de colombianos, es decir, la entrega de ciudadanos colombianos a la justicia norteamericana, hace veinticinco años, dentro de la llamada ’guerra frontal contra la droga’. El propio presidente Turbay, cautelosamente, se abstuvo de firmar el bastante antijurídico tratado de extradición y le dejó la incómoda tarea a su ministro delegatario Germán Zea, alegando un viaje de fin de semana fuera del país. Turbay, que ha sido el más político (y no solo politiquero) de nuestros dirigentes políticos, sabía de qué se estaba protegiendo, y por qué.

La extradición también es política en sus formas. En los vaivenes que ha sufrido desde aquella firma ’delegada’ de entonces; utilización a veces (cuando, digamos, al presidente Belisario Betancur vio que los narcotraficantes le mataban a su ministro de Justicia); abstinencia otras; prohibición absoluta, cuando la Constitución del 91; restablecimiento bajo la provisión (falsa, y que se sabía falsa) de que no sería retroactiva.

Y también es un instrumento político, y no estrictamente jurídico, en sus fines, tanto en los declarados como en los discretos, por no decir secretos. Los fines de la extradición son dos. Primero, el de darles gusto a los gobiernos de los Estados Unidos, que necesitan mostrar con importantes piezas de cacería (desde Carlos Lehder hasta los hermanos Rodríguez Orejuela, pasando por los Ochoa y terminando por un ’narcoterrorista’ como Simón Trinidad) que su política antidrogas es ’eficaz’. No ha conseguido que disminuya el consumo, ni la producción, ni el tráfico, en veinticinco años. Pero ha conseguido que caigan presos unos cuantos famosos narcotraficantes latinoamericanos: colombianos, peruanos, mexicanos. Ni un solo gringo, eso sí no. Pero bueno. Y el segundo fin de la extradición es el de enfrentar otros dos problemas de índole absolutamente política, y no jurídica: la guerrilla y el paramilitarismo.

El presidente Álvaro Uribe afirma que el fenómeno de la guerrilla, que existe desde hace cincuenta años, no es político, sino simplemente "terrorista", como le dicen ahora sus amos desde Washington. Pero lo dice por razones de táctica política: sabe que sí es político, como lo saben también sus amos. (Entre otras: también el ’terrorismo’ es político). Las relaciones del gobierno colombiano (del actual y de sus predecesores) con los paramilitares son también políticas, y dictadas por cálculos políticos. Y la llamada ’guerra contra la droga’ es, desde sus inicios hace 25 años, un fenómeno fundamentalmente político.

De una política ajena, claro está. La del Imperio. La de los Estados Unidos. Una política ajena que condiciona, más que la droga misma, más que el propio conflicto armado, toda la política de los gobiernos colombianos desde hace veinticinco años. En todos los aspectos. Desde la economía hasta la salud, desde la agricultura hasta el transporte. Y, por supuesto, también en lo jurídico. Porque también lo jurídico es político, como lo saben, aunque no lo digan, los juristas que se escandalizan de que haya extraditaciones ’políticas’ y no ’jurídicas’.

Se escandalizan de que todo sea político, cuando lo único que saben hacer es política. Y ese fingido escándalo es también político.

Fuente
Semana (Colombia)

Artículo tomado de la última edición del año de la Revista Semana de Colombia.