Zulay Piña, Soles y lunas, 2004

Es significativa, sin embargo, la mala conciencia que revelan Mme Horlaville y sus invitados al programa. A todos les plantea la misma pregunta: ¿Qué es el lujo? Y todos responden lo que sea pero coinciden en que el lujo no es lo costoso. Alguno dice que es lo que hace burbujear la vida, porque es convertir lo prescindible en imprescindible, "la finalidad sin fin" de Kant y otras ocultaciones de las condiciones de producción. Es la versión que la clase dominante tiene del lujo: libre de toda culpa, precisamente porque se sabe culpable. Yo no tengo la culpa de tener buen gusto (esa cosa que detestaban los surrealistas), es decir, ¿qué culpa tengo yo de haber nacido así? Y otras inanidades al uso.

Es como Versalles, como el barroco en general, que ocultaba lo imprescindible: si una columna era necesaria para sostener un edificio, se la adornaba de tal modo que terminaba pareciendo cualquier cosa menos una columna. La comida en Versalles simulaba castillos y jardines, porque el alimento era lo de menos. En Versalles el lujo tomó definitivamente el poder político. Se inventaron los cubiertos, allí se importó del mundo entero o se inventó todo refinamiento en función de la máxima centralización del poder político para Luis XIV, el Rey Sol. Los nobles migraron de sus provincias para hacinarse y refinarse en Versalles, esa casa de vecindad de lujo.

La burguesía destrozó todo eso durante la Revolución Francesa y casi demuele el palacio de Versalles, como hizo con otros, pero dejó intacta esa inocencia canallesca de pretender que el lujo es un gozo gratuito, libre de toda responsabilidad e inocente de toda exclusión y por eso ahora la familia Rockefeller, junto con otros burgueses, restauran a Versalles. Como hizo con todo lo valioso, la burguesía privatizó el lujo para gozarlo ella sola.

Los huéspedes de Horlaville muestran principios convincentes y falsos, como la finalidad sin fin, o aquella definición de bello que ofrece Kant en su Crítica del juicio: "Bello es lo que place sin interés ni concepto", que es lo que parece suceder con el arte: no hay que saber nada ni tener ambición alguna con él, basta apreciar su forma lujosa. No es cierto, como lo mostró Pierre Bourdieu en su Crítica social del juicio. En el lujo hay una determinación y una responsabilidad sociales. El lujo del gótico fue execrado por el renacentista, por ejemplo.

El lujo, pues, es inocente. No tiene la culpa de haber sido incautado vandálicamente por gente que a veces solo tiene el mérito de poseer mucho dinero. Por eso Samuel Coleridge definía la poesía como "la suspensión voluntaria del descreimiento", porque en la experiencia estética todos somos inocentes.

El yerno de Karl Marx, el cubano Paul Lafargue, tuvo su cuarto de hora de celebridad cuando lo asaltó una idea luminosa: la pereza es un derecho  [1]. Con ese tema y el título de Por el derecho a la pereza  [2], hace un alegato marxista en favor de una sociedad de abundancia en donde el trabajo no sea una condena sino una opción. Es una versión feliz del comunismo, casi se diría que una vuelta al socialismo utópico. Mi propuesta de derecho al lujo es quizás menos utópica, menos soñadora, más viable. Ya veremos a continuación cómo me va.

Lenin decía que al proletariado hay que llevarle productos de la más alta calidad. Añadía que hay que dejar bien clara la diferencia entre lo popular y lo vulgar. Y lo vulgar puede estar en todas partes, en la chusma vocinglera de Alto Prado como en la buhonería en que unos cientos de personas, muchas de ellas de dudoso proceder, incautan y arruinan los mejores espacios de la ciudad a sus millones de habitantes. La buhonería es procaz, como toda vulgaridad.

Alejo Carpentier decía que el folclor fue lo que le dejaron al pueblo como único acceso al arte. Migaja estética, desecho en el abandono, reservación indígena, supervivencia ornamental. Así y todo, en el folclor sobrevivió una profundidad suntuosa que tiene tanto más mérito por cuanto se hace contra toda adversidad: penuria, despojo, desecho. En esa precariedad nacieron el jazz, el tango, la rumba, las lenguas. los refranes, los poemas callejeros, que fueron siempre creación popular.

Porque si lujo es la casa de moda de la Place Vendôme en la rue de la Paix, en París, también lo es la tonada de ordeño o la samba, el baile callejero en donde todo cuerpo halla su gracia. Es tanto un altoparlante Magneplanar  [3], como la voz de Beny Moré y el sistema X de Macintosh  [4] . Es lo mejor del mundo, siempre saqueado por la clase dominante, que al principio detesta el tango arrabalero y luego, almibarado, lo baila entusiasta.

La industria cultural también ofrece lujos, como los discos de los Beatles, pero normalmente lo que impone es la vulgaridad impecable que formalizó y disciplinó Venevisión en Venezuela. Antes de la aparición de esa televisora, la vulgaridad en Venezuela había sido labor vocacional, ingenua, naïve, empírica, improvisada. Venevisión la dotó de doctrina, disciplina, rigor y perfección. Tanto que difícilmente uno encuentre por Venevisión, en horas y horas, otra cosa que chocarrería y chabacanería. Ese modelo fue luego copiado por las demás televisoras. No lo inventó Venevisión. Lo importó de la televisión de los Estados Unidos y de la Cuba de Fulgencio Batista, la que se refugió en Miami, ese asilo de toda tosquedad, donde anidan el terrorismo, la imbecilidad y la incultura.

Predomina en todas partes, sin embargo, cierta concepción de la cultura popular que la asimila a lo vulgar, como denunciaba Lenin. Para esa visión basta con poner unas niñas de falda floreada a girar al son de algún ritmo para que ya haya cultura popular. Pues no, eso no es popular sino vulgar. Porque lo único malo que tiene el lujo es que permanece incautado por las chequeras. El revolucionario inculto, es decir, bárbaro, cree que hay que acabar con el lujo. Todo lo contrario: hay que popularizarlo, masificarlo, que la gente despojada vaya conquistando, como decía Nicolás Guillén, lo que tiene que tener  [5]
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Por eso es necesario reivindicar el derecho al lujo y dejar la chabacanería a sus cultores más infames, como los que profirieron toda insolencia en la Plaza Altamira, para decirlo con todas sus letras. Pero hace falta mucho de este lado, revistas como la que tienes en tus manos, calidad impecable de la transmisión de los canales y radios del Estado, la calidad de su programación, publicaciones bien escritas y bien diagramadas, delicadeza en la fuerza, porque el guerrero, decía Don Juan, el de Castañeda, debe ser impecable.

Lujo no es como dicen los invitados de la señora Horlaville, un "suplemento de alma", como decía Malraux que era la cultura, es decir, una liberación de la sordidez cotidiana del burgués, refugio alpino de lo bello. No: lujo debe ser desarrollo general de la vida, para que transcurra en la opulencia simbólica de lo bello, lo refinado, lo esbelto. No es imposible: basta ver cómo la gente puede asimilar la calidad con una presteza y lucidez asombrosas, como cuando asimiló a Shakespeare allá en el Teatro El Globo, en la Inglaterra isabelina, o como cuando se nutrió del mejor teatro allá en Atenas, como cuando celebró a José Ignacio Cabrujas o a Rómulo Gallegos, porque la mayor sintonía de la televisión venezolana ha ocurrido cuando ha producido lujo para todos.

En cada uno de esos y millones de casos la ciudadanía se empina hasta lo mejor, en las palabras de Lope de Vega, en la música de Vivaldi, en el éxito popular de El Quijote. Toda esa gente fue popular, callejera, como Bach, como Mozart, como Cristóbal Jiménez, como Eddie Palmieri, como Mick Jagger.

Hay que emprender una alfabetización del lujo, así como la Misión Robinson enseña que una letra le habla a la otra  [6] . Pero no de los sabios a la gente, sino de la gente a la gente, que desde 1989 viene mostrando más sabiduría que los doctos. Regar los códigos estéticos por las plazas, por los parques, para que entren en la fábrica como en el centro comercial. Si se logra eso, Venevisión se quedará aislada con su vulgaridad atroz o tendrá que ponerse a derecho, para no pelear con nadie, que es lo humanamente más conveniente, si no se necesita.

Lo mejor es que no depende de más nadie que de nosotros.