El 98% de los empresarios peruanos es una banda de sinverguenzas. No respetan leyes laborales, abusan de sus trabajadores, pagan con atraso, birlan fondos sociales, maltratan a los empleados. Claman por paz laboral, lo que en su lenguaje sólo significa que no debe haber ninguna -¡ni la más mínima!- petición por parte de los más sufridos que están engrilletados al dilema: ¡si protestas, te vas a la calle!
Sus organizaciones institucionales han hecho de su existencia una complicidad con dictaduras, engañifas bajo la mesa, empréstitos y facilidades tributarias con contratos-ley para no pagarle al Estado ni siquiera lo que correspondía por sus pingues ganancias. Pero he allí que ahora claman por paz para que las inversiones sean “atractivas”. Así lo acaba de decir Jaime Cáceres Sayán condenando, de una forma u otra, las válidas expresiones del flamante ministro de Trabajo Juan Sheput quien dijo algo muy simple: las huelgas son expresiones de los trabajadores.
Es tanta la insolencia de los empresarios que pandillas se disputan el control de sus organizaciones y ¿van a trabajar por mejoras laborales en los centros de trabajo o están buscando cómo ganar más dinero sin invertir un centavo mientras que el Estado o algún otro idiota pone el dinero por ellos? Los mineros se han hecho ricos, pero es una actividad que genera poca mano de obra, pero han contaminado todo el país y están metidos en cuanta sinverguencería existe y tergiversa los estudios de medio ambiente que son una maravilla siempre a favor de las explotaciones mineras. Pero, los pueblos siguen envenenándose.
Un caso interesante: en los bancos ya casi no hay secretarias; los sectoristas hasta barren sus entornos, trabajan no 8, sino 10, 12 y hasta 14 horas diarias, porque a eso llaman eficiencia los empleadores ibéricos y de otras nacionalidades que han encontrado un país con ánimo deprimido y gentes cansadas, el lugar ideal para todas sus tropelías. Los sindicatos han perdido fuerza, en parte por culpa de ellos mismos, y en parte porque las organizaciones corporativas son mucho más modernas y tramposas.
En Perú se vive el miedo a la falta de trabajo. Son millones los que subsisten sin saber si llegan al fin de semana con algo de dinero en el bolsillo y si van a comer al mediodía. Una minoría de minorías está bajo contrato, a veces por dos o tres meses, el resto está simplemente rumiando por las calles y con sus mercaderías viendo cómo obtienen algo para no tener que robar o asesinar.
Entonces, el sinverguenza -calificación connatural del empresario peruano- zahiere, humilla, aprovecha de su coyuntural situación de privilegio para espetar al trabajador parte de sus mediocridades e incompetencias. La gente no trabaja sino subsiste porque tiene hijos y obligaciones. Entonces acepta maltratos, degradaciones, bajas de sueldo, porque la otra alternativa aterradora es la calle.
El empresario no es amigo, es un sinverguenza que vive del agio y de la usura. No comparte los éxitos, los atesora como si se los fuera a llevar al otro mundo. No es solidario, es egoísta, es, en suma, un idiota que no entiende que si otras fueran las condiciones, hace rato que estaría colgado de cualquier poste de Lima. ¡Y la verdad que han hecho méritos para ganarse semejante condena! ¿Empresarios? ¡pamplinas, explotadores vulgares!
¡Atentos a la historia; las tribunas aplauden lo que suena bien!
¡Ataquemos al poder; el gobierno lo tiene cualquiera!
¡Hay que romper el pacto infame y tácito de hablar a media voz!
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