Una nueva fumata negra estadounidense sobre Bagdad, después de la de Abu Graib. La comisión mixta encargada de investigar el tiroteo que la noche del 4 de marzo causó la muerte de Nicola Calipari y nos hirió a mí y al agente del Sismi que conducía el coche en que viajábamos no ha llegado a ninguna conclusión.
Al parecer los delegados estadounidenses y los dos observadores italianos no se ponen de acuerdo. Por lo tanto, en el mejor de los casos, la comisión no ha servido para nada, y en el peor supone un importante paso atrás, ya que después de un mes y pico de investigaciones se ha descartado incluso la hipótesis de un error trágico, que motivó las disculpas de Bush a Berlusconi. Después de las disculpas llega la bofetada a un primer ministro ya noqueado por la crisis de gobierno.
¿Será capaz de reaccionar? A pesar de que los testimonios coinciden en el relato de los hechos -la reconstrucción que hizo en el parlamento el ministro de Asuntos Exteriores, Gianfranco Fini, se basaba en el testimonio del agente del Sismi-, los norteamericanos se han puesto a la defensiva y dicen que se respetaron las «reglas de compromiso», primero las señales de advertencia, a una distancia adecuada, y luego los disparos. Los hechos dicen lo contrario: no hubo ninguna señal de advertencia y cuando se encendió la luz de los focos empezó el fuego de las ametralladoras.
La prueba es que el coche recibió los impactos desde la derecha (la patrulla móvil estaba a unos diez metros del arcén, a la altura de la curva), matando a Nicola Calipari, y desde atrás; basta con ver el coche. El parabrisas está intacto y en cambio las lunas laterales y la trasera están rotas. Otro dato relevante: el proyectil que me hirió en el hombro (por suerte fue uno solo) entró por detrás y me hizo un orificio de cuatro centímetros de diámetro. Como también es relevante que ambos testimonios, el del agente y el mío (personas con sensibilidades y experiencias muy distintas), coincidan sustancialmente.
Los miembros de la comisión de investigación, en vez de tenerlos en cuenta, siguen insistiendo en la posibilidad de que yo conociera al agente antes de los hechos. Pero yo no le había visto nunca ni le reconocería si me lo cruzara por la calle, pues sólo le vi de espaldas cuando conducía el automóvil. Después del ataque, cuando bajó, estaba lejos de mí, amenazado por los fusiles, mientras yo yacía herida en el suelo.
Es evidente que mis dos declaraciones ante la comisión estadounidense no han servido para nada, ¿o acaso piensan citarme por falso testimonio? No cabe duda de que el Pentágono quiere garantizar la impunidad de sus militares. Por eso va más allá de las afirmaciones hechas en caliente, más allá del error, y hace insinuaciones inquietantes.
Un error, por «trágico» que sea, siempre se «perdona» en Irak, incluso cuando extermina a familias enteras de iraquíes inocentes. Si en este caso la explicación no sirve, ¿será únicamente para no influir en la moral de la tropa, o porque hay algo más? Por otra parte, debo rechazar las mistificaciones de quienes pretenden que Nicola Calipari actuaba en la clandestinidad y no avisó de nuestra llegada al aeropuerto.
Al oficial de enlace le habían avisado 20 o 25 minutos antes de nuestra llegada (yo estaba presente cuando le llamaron); probablemente la inteligencia italiana no había avisado a los estadounidenses de la operación en marcha para mi liberación, pues sabía que de lo contrario la habrían entorpecido.
Pero ¿tiene EEUU jurisdicción sobre las operaciones de inteligencia de sus aliados en Irak? Por otro lado, ¿qué hacía el helicóptero estadounidense que daba vueltas sobre mi coche repleto de explosivos mientras yo esperaba a que viniesen a liberarme? Surge la sospecha de que las autoridades estadounidenses de Bagdad sabían perfectamente lo que estaba pasando.
Todavía no tenemos el informe oficial de la comisión estadounidense, pero nos tememos que muchas de estas preguntas van a quedar sin respuesta. Aunque la mayor decepción sería que nuestras autoridades encajasen la afrenta sin reaccionar. Pues entonces todo lo que se ha dicho sobre Calipari sería una pura hipocresía, y Nicola, a pesar de la medalla de oro que le impuso Ciampi, sólo habría sido para nuestro gobierno el héroe de un día.
Il Manifesto
Traducido por Juan Vivanco
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